Factbook. El libro de los hechos. Diego Sánchez Aguilar

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Factbook. El libro de los hechos - Diego Sánchez Aguilar страница 8

Factbook. El libro de los hechos - Diego Sánchez Aguilar Candaya Narrativa

Скачать книгу

recuerdos, lo que queremos que de nosotros sea salvado en caso de error, de amnesia; cómo no pensar en una limpieza como las que se hacen en esas clínicas, en esos programas en los que quieres librarte de tu pasado, de tu adicción, y convertirte en una persona nueva, renacida. Y, si esto es una clínica de desintoxicación, lo tóxico, esa sustancia de la que no podemos desprendernos nosotros solos, sin ayuda, esa sustancia que se ha metido tan dentro de nosotros que tenemos que aniquilarnos y renacer como otra persona ya ajena a eso que era parte inseparable de nosotros, qué es, qué va a ser: nosotros, nuestra identidad, nuestro yo. Somos adictos a nosotros mismos. Todos nosotros, los catorce fantasmas que desayunamos y comemos y cenamos en silencio en este hotel abandonado del fin del mundo. “Hola, me llamo Gustavo, y soy egohólico”, algo así sería el chiste que tendríamos que contar si estuviéramos un poco más vivos, un poco menos absortos en nuestra propia mierda. “Te queremos, Gustavo”.

      Nunca he estado en una clínica de desintoxicación. Nunca me han dicho “Te queremos, Gustavo”. Solo tengo imágenes de películas. Películas americanas. Ni siquiera sé si en España las clínicas son así. Tampoco sé si los Alcohólicos Anónimos de España funcionan igual, con los siete pasos o los diez pasos. Con Jesucristo al final del camino, con Jesucristo como la metadona para llenar el inmenso hueco que deja la droga al salir de uno, todo lo que la droga se lleva de uno mismo al irse a otra parte. Podría saberlo, porque si he de contar mi historia o mi alma, entonces tengo que contar también la historia de mis drogas. Siempre he tomado drogas. No sé si he sido adicto. Nunca he tenido que dejarlas, y nunca han implicado situaciones de degradación social como las que en las películas llevan a sus protagonistas a recluirse en esos centros que tanto se parecen o no se parecen a este sitio. Lo que las drogas han hecho conmigo, o lo que yo he buscado en las drogas ha sido siempre algo parecido a lo que estoy buscando ahora aquí: un descanso de mí mismo.

      El alcohol, por ejemplo, mi primera droga; lo usaba para ser menos yo y más como los demás. Tenía trece o catorce años cuando empecé a beber. Era lo normal en Ávila, en España. Íbamos a aquel quiosco cerca de la muralla y la señora Francisca se metía en la parte de atrás y salía con una Fanta de limón de litro en la que ya había mezclado el ron. Fernando, David, Mario y yo. Comprábamos la botella y nos la bebíamos escondidos en un pilar de la muralla. Bebíamos sin ganas, bebíamos cada uno para el otro, para demostrar a los demás cómo y cuánto bebíamos, y era algo grandioso, y ridículo también: los cuatro chavales bebiendo contra ellos mismos y contra sus padres y contra los profesores, bebiendo cada uno para el otro, mirando el horizonte. Nos sentíamos mirados por el horizonte. Fingíamos estar borrachos, hasta que lo estábamos de verdad. Y éramos una estampa costumbrista, éramos una novela de Delibes, éramos la pura esencia de la España alcohólica de nuestros padres también bebedores desde bien jóvenes, casi niños todavía. Pero nosotros ni siquiera imaginábamos que eso existiera, que nosotros pudiéramos ser unos chavales bebiéndonos España a tragos calientes y asquerosos, porque nosotros, en cada trago, pensábamos que nos estábamos bebiendo nuestros discos de AC/DC y de Iron Maiden y, por qué no decirlo, nuestros discos, sí, de Bon Jovi, las cosas como fueron, y nos pasábamos la botella y nos insultábamos, cabrón, que te la vas a acabar tú solo, y no existía España, solo existían los videoclips y las canciones en las que no salía España para nada, y tampoco existía la muralla de Ávila en la que nos apoyábamos y contra la que meábamos, contra esa Historia, contra la Edad Media, contra la Guerra Civil, contra los putos Reyes Católicos. Y existía ese alcohol baratísimo y caliente de una marca que nunca supimos cuál era ni nos importó y existíamos nosotros mirándonos los unos en los otros, bebiendo para parecernos cada vez más los unos a los otros, y era agradable no ser yo, beber y dejar un poco de ser yo, beber para ser Fernando y un trago más largo para ser David y, sobre todo, un trago infinito para no ser Gustavo el hijo de Dolores, Loli, y de Mariano, el de la papelería. Y ya no he dejado de beber casi ni un solo día de mi vida, y no sé si eso me convierte en alcohólico y ya no importa nada. Pero, siempre que he estado con gente, he estado con una copa en la mano, y ha sido el talismán con el que he podido parecerme a ellos, y hablar de cosas que me importaban una mierda, y reírme mucho de lo que los demás decían; y también he estado borracho, es decir, he sido un poco menos yo y un poco más lo que se supone que debe ser un ser social y divertido, cuando he ligado, cuando he tenido que demostrar a las mujeres que yo merecía la pena ser comprado, y creo que sin el alcohol no hubiera salido nunca de mi casa y jamás habría hablado con toda esa gente que ya se queda atrás para siempre, con sus copas en la mano, con sus cervezas en la terraza del bar, con sus gintonics en la madrugada de la música. Cerveza, vino blanco, vino tinto, ronlimón, roncola, güisquicola, vodkaconaranja, chupitodetequila, escocésconhielo, maltasinhielo, gintonic… “Te queremos, Gustavo”. Es como una despedida, toda mi biografía está en esos vasos de alcohol, todas mis edades, todos mis amigos, todas las mujeres. Veo a todos despedirse de mí desde los bares en los que tantas horas he pasado, “te queremos, Gustavo”; beben y se despiden de mí sin conocerme, y siguen charlando animados por el alcohol, porque el alcohol es un alma de cinco grados, de doce grados, de cuarenta grados, un alma de felicidad que nos ha unido. Y por eso las llaman bebidas espirituosas, porque no había alma en ninguno de nosotros sino el alma del alcohol. Yo era feliz siendo otro, con ese pedacito de alma prestada, siendo un bebedor simpático y parlanchín. Yo era un genio, no sé si lo he dicho. Todos lo decían. Un genio. Adicto a mí mismo, y toda la vida intentando dejar de hablarme, dejar de escuchar esta voz.

      Tampoco sé cómo hubiera sido mi vida sin drogas. Si el alcohol era el alma que ingería para habitar entre mis semejantes, era la marihuana el alma con la que me aislaba. También era una forma más de borrarme. Todo en mi vida ha sido una forma de desaparecer, de no estar donde estaba, de no mirar donde se supone que había que mirar. Hubo un tiempo y un discurso en el que eso se podía defender, en el que molaba esa actitud; o a lo mejor no era un tiempo sino una gente: hubo una vez gente que decía esas cosas. Que, además, decía molar. Reconozco haberlo hecho. Yo era de esa gente. Reconozco que esos tópicos sobre “ser diferente”, “salir de la masa” y “escapar de la rutina” han salido de mi boca. Me retuerzo de vergüenza si intento recordar alguna situación concreta en que lo hice. Y esa vergüenza se vuelve dolor agudo, pistola en la sien, si alguna escena de mí mismo diciendo algo similar a mi padre, rechazando sustituirle al frente de la papelería, rechazando el trabajo seguro, estable, que él me había preparado durante años, aparece en algún rincón benditamente oscuro de mi memoria. Supongo que por eso estoy aquí. Como si lo hubiera estado desde siempre. O estoy aquí por la culpa, porque en algún momento empezó esta voz, de la que siempre me he querido librar con las drogas, a entonar el canto de la culpa. La culpa por qué; la culpa por todo, por supuesto. No sé cómo puede vivir la gente sin ser culpable. No sé si esto tiene que ver con el catolicismo. Es un gran acierto, lo de la culpa, y el catolicismo; cómo no iba a triunfar un relato que dice que todos somos culpables, desde que nacemos, desde antes de nacer, y que somos culpables todo el tiempo, por todo lo que hacemos y por todo lo que no hacemos. Podría estar aquí, esperando para entrar en un absurdo frigorífico, lo mismo que podría estar en un monasterio, haciendo voto de silencio y de pobreza. Antes decía que este sitio me recordaba a un centro de desintoxicación, y por eso me puse a hablar de mis adicciones. Pero la verdad es que esto también podría parecerse a un monasterio, a un seminario: gente que quiere dejar el mundo, que quiere renunciar a todo, para entregarse a una fe, a Dios, al dios del frío. Esto sería una confesión. Este documento, que hace las veces de alma que será archivada esperando la resurrección de la carne, es la confesión diaria y pormenorizada de un seminarista, de aquel que ha visto la luz. Yo era ciego, y ahora veo. Podría estar confesándome eternamente, me faltarían vidas para confesarme. La culpa y la vergüenza, esos son los dos únicos idiomas con que me habla esta voz incesante. Solo paraba con las drogas. No sé por qué hablo en pasado, cuando basta que estire la mano para palpar la bolsa de marihuana que tengo aquí al lado, como una mascota fiel a la que se acaricia buscando consuelo o compañía.

      No sé cuántos años tenía cuando empecé, y no importa, porque no se trata de años ni de historias. No hay causalidad con la marihuana, solo hay una nube, humo. Un joven, vale; yo, vale, Gustavo, sí, pongamos quince años o dieciséis

Скачать книгу