Factbook. El libro de los hechos. Diego Sánchez Aguilar

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Factbook. El libro de los hechos - Diego Sánchez Aguilar Candaya Narrativa

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de Malasaña; era un segundo piso, era una altura de vecinos, de tírame las llaves, de reconocer a la gente que pasaba por debajo.

      Me mudé sola, aquí, antes de que viniera Gustavo. Me quedaba por las noches en la ventana del salón desde la que se veían las obras de las Torres: las enormes grúas como animales prehistóricos envueltos en niebla, en luces amarillas proyectadas por focos descomunales, bélicos, antiaéreos.

      La silueta de las torres en construcción era una indeterminación entre un proyecto y una ruina. Parecía que hubieran estado allí desde hace milenios, que fueran los restos de una civilización extinta y llena de misterios e injusticias, de esclavitud y sacrificios. Las recuerdo casi siempre borradas por la niebla, con una nube permanentemente abrazada a sus cimas, convirtiéndolas en un relato sin progreso, como si la verticalidad detenida equivaliera a una horizontalidad sin límites, sin marcas, un desierto poblado de espejismos.

      Al principio, cuando Gustavo se mudó a este apartamento, nos defendíamos de la extrañeza de estar viviendo juntos a través de la ironía. Éramos conscientes de todo lo que hacíamos, de la manera en que cada uno de nuestros actos era parte de un modo de vida en el que no queríamos entrar sin dejar una muestra de distancia. Hacíamos la cena y comentábamos el hecho social de ser una pareja adulta “normal” preparando la cena. Nos veíamos encajar en el sistema, y el truco de vernos desde fuera, y de hacer bromas al respecto, nos aliviaba de algo que seguía estando en el silencio, en el ruido del microondas al girar. Cuando decíamos “normal” nos referíamos a los matrimonios heterosexuales, a las familias como las que salen en la televisión.

      Jugábamos a no considerarnos una pareja, a parodiar la vida de pareja. Había algo triste en ese juego que Gustavo prolongaba demasiado, siempre un poco más de lo que admitía la broma, como cuando se explica un chiste varias veces y mantienes la sonrisa por compromiso, para no estropear la risa de los demás.

      Zapatero estaba entonces siempre en la televisión. Recuerdo todavía la sonrisa boba de Zapatero, su forma de no creerse que era el Presidente. Sigo asociando esa desagradable sonrisa de Zapatero con mi propia sonrisa ante aquellos juegos estériles con Gustavo, el gesto congelado, la consciencia de los músculos de las comisuras de los labios, tensos.

      Yo llegaba de trabajar y comíamos juntos, frente al televisor. La Bolsa de Wall Street había caído veinte puntos. Lehman Brothers estaba en quiebra. Las hipotecas subprime se habían extendido como un virus por todos los bancos del mundo. Pérdidas millonarias. Cifras que no tenían significado, que pertenecían a otro idioma, a otro mundo, que superaban el concepto de “dinero”.

      Comíamos y cenábamos viendo la tele. En las seis horas entre el telediario de las tres y el de las nueve podían haber pasado muchas cosas. Caía la Bolsa de Londres, la de París, la de Madrid. Veíamos imágenes de ejecutivos y pantallas con números. Se llenaba el telediario de cifras, de índices, de porcentajes.

      Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la Ley de Emergencia Presupuestaria que reducía un 30% el sueldo de los profesores de la Educación Pública.

      Era la época de las comidas rápidas frente a la tele, con una abundancia de datos incomprensibles, imposibles de asimilar. Era la manifestación de un mundo desconocido, que había estado siempre ahí, oculto, y que ahora mostraba su lenguaje extraño, urgente, que producía miles de mensajes que no podíamos interpretar. Todavía no tenía nada que ver con nosotros: eran cosas que afectaban a inversores, a banqueros. Era como si comentáramos el argumento de una serie que todo el mundo estaba viendo y de la que cada uno tenía su opinión, su propia teoría torpemente armada sobre un argumento incompleto, plagado de elipsis. Todo el mundo la comentaba, en Facebook, en Twitter, en la Sala de Profesores.

      Me fijo en los uniformes de los policías, que no miran a la cámara: sus boinas, sus chalecos antibalas. El deseo de que algo pase, de que algo haya pasado, está en esa seriedad, en el peso y el calibre de las balas que no pueden verse dentro de los cargadores. Alargo el brazo, cojo el mando a distancia para subir el volumen y, en ese momento, el plano se abre y se muestra claramente la imagen completa de las Torres. Escucho al presentador decir “la torre PricewaterhouseCoopers”. Dice “amenaza de bomba” mientras su fachada de vidrio llena de cielo y de nubes ocupa el televisor. Me levanto y miro por la ventana. Veo las Torres al otro lado de la M-30. Cepsa, PricewaterhouseCoopers, Bankia, Fertiberia, Volkswagen, OHL, Villar Mir.

      Pienso en todas las decisiones, en todos los delitos cometidos en esos despachos, en las inhumanas cifras de dinero que, ahí dentro, han sido robadas, expoliadas, desviadas. Pienso en la ingenuidad de haber pensado en la posibilidad de que la policía estuviera ahí para detener, investigar, registrar en busca de pruebas y culpables. Pienso en el sintagma “servicio público”, en el lema “defender a la población”, en la idea de “justicia”. Están ahí, dentro de mí, forman parte de mi nombre. Son errores de interpretación asumidos en la infancia, que siempre han de ser desmentidos, una y otra vez. Ese es su poder. Que todas y cada una de las veces hay que volver a empezar, señalar el error, explicar el desajuste entre lo escrito y la realidad.

      Vuelvo a mirar al televisor. Ahí es donde aprendí “justicia”, “democracia”. En la imagen editada y ordenada del telediario me explican que la policía no está ahí para detener a nadie de dentro de la torre. Dicen “terroristas”, dicen “amenaza”. Miro por la ventana: las torres reales, las cuatro torres, el último rayo de sol reflejándose en una fila de ventanas de la primera torre. Es un incendio extraño, que veo todos los atardeceres. El sol haciendo arder la torre solamente para mí, regalándome un telediario sin palabras ni explicaciones. La voz del presentador no habla de muertos. Solo dice “amenaza”, “desalojo”, “mundo de las finanzas”, “efecto en la Bolsa”.

      Cuando Gustavo se vino a vivir aquí, las torres estaban recién terminadas: ya no había grúas, ni focos. A veces, cuando había niebla, yo seguía viéndolas como una ruina. Veía, superpuesta sobre la poderosa imagen que entregaban, la ruina que serán en el futuro, envuelta en niebla, con los contornos dentados e irregulares de los pisos altos desmoronados. A veces pensaba en la Torre de Babel, de Brueghel el Viejo. Me imaginaba ahí dentro, recorriendo pasillos, cruzándome con gente que hablaba en idiomas incomprensibles y señalaban hacia arriba, intentando hacerse entender mediante gestos absurdos.

      Era la época en que los domingos teníamos resaca, todavía. Nos pasábamos la tarde en el sofá. Veíamos películas de catástrofes. Una enorme roca aparece en el cielo, en dirección a la Tierra. Se hacen cálculos. Hay rostros de preocupación. Hay planos en que se ve la Tierra desde el espacio, desde la perspectiva de la Gran Roca que navega, ciega, inhumana, silenciosa y amenazante, envuelta en fuego. Esa Gran Roca, sin pensamiento ni conciencia, el puro azar del universo que, de repente, aparece como un punto, como una serie de datos, en un observatorio. Teníamos una resaca lánguida y agradable. Hacíamos el amor en el sofá, de forma perezosa, mientras la Roca avanzaba en la tele.

      Las ciudades amenazadas por el cometa son prósperas. Hay niños sanos en los parques, y democracia, y centros comerciales; hay familias que tienen los problemas que, en las películas, siempre tienen las familias. Son gente como nosotros, con sus divorcios y sus trabajos y sus hijos adolescentes, ariscos y egoístas. La Gran Roca no conoce nada de eso. La Gran Roca solamente avanza, sin que nada ni nadie la guíe.

      Veíamos el telediario mientras comíamos. Nos mostraban imágenes de Estados Unidos. Gente que no podía pagar sus hipotecas, que habían ido subiendo hasta que la cifra superaba el umbral de lo humano: gente en paro, gente sin dinero que perdía sus casas, que se iba quedando descolgada. Bancos en quiebra. Grandes rascacielos, edificios de cristal y de acero y ejecutivos vestidos de ejecutivos.

      Gustavo tenía que dejar su piso compartido en Malasaña y se vino al mío. Yo le dije que se viniera. Y él dijo: “Vale”. Fue la época de la dispersión, de los amigos casándose, teniendo

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