Factbook. El libro de los hechos. Diego Sánchez Aguilar

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Factbook. El libro de los hechos - Diego Sánchez Aguilar Candaya Narrativa

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de una revolución escamoteando la imagen, borrándola de la imaginación. Entro en Facebook. En Twitter. Nadie dice nada. No hay alarma, ni sospecha. Solo el ruido de siempre, las noticias virales. Los memes. Todo está en silencio. Mi televisor. Mi casa. Está en silencio la calle. La imagino llena de antorchas, de multitudes camino de las Torres. Barricadas. Imagino el sonido del fuego de las Torres ardiendo, una luz que iluminaría todas las ventanas, la ciudad entera, como un poema definitivo y sagrado. El ruido de las aspas sigue rodeando todo este silencio, todos estos apartamentos abrazados a sí mismos, con las ventanas cerradas, tapadas con cortinas, con persianas.

      8

      Contemplo “el otro lado”, es decir, la tierra, los edificios iluminados tras ese pedazo de mar. He venido aquí a pensar. Eso me he dicho, creo, cuando estaba en mi habitación, mirando hacia esta última playa, este último trozo de tierra antes del estrecho de mar donde termina La Manga. He caminado desde el hotel hasta aquí, convenciéndome que este era sin duda el lugar ideal para pensar, para aclarar ideas. Así es El Proceso, o así debería serlo. Siete días para reuniones, exámenes físicos y psíquicos y siete días para pensar, recapacitar, no sé, todos esos verbos en los que nunca he creído, que siempre que he escuchado saliendo de la boca de otras personas me han parecido teatrales, parte de una comedia en la que la gente considera su vida como un tablero de ajedrez donde, antes de cada movimiento, hay que considerar todas las cadenas de posibles resultados que puede arrojar. Nadie piensa nunca nada. Las cosas se hacen, son hechas. Las cosas nos hacen. Lo que quiero decir es que desde mi balcón he visto este punto, que tiene algo magnético, simbólico, y he decidido que tenía que estar aquí, que este era el lugar donde quería estar, donde podría reflexionar sobre El Proceso, sobre mi vida. Pero, en realidad, lo que estaba eligiendo, lo que estaba decidiendo, por debajo de esa imagen patética y convencional que me entregué a mí mismo hace un rato, era dónde iba a fumarme un porro; qué lugar, de los que tenía a mano, era el más apropiado para fumar algo de la enorme cantidad de marihuana que he traído (marihuana antigua, cogollos, y no esas pastillas de farmacia post-legalización) y que excede muy generosamente una previsión de siete días. Y lo que estaba eligiendo desde mi balcón era un escenario en el que sabía que estaría yo, y que estaría ese paisaje, y el mar, y todo el rollo simbólico de una tierra que termina en el mar y que luego reaparece un poco más allá, donde hay vida, donde hay luces. Y, en realidad, lo que quería era estar aquí, pero colocado, es decir, anulando esa distancia desde la que todo el tiempo me veo y me juzgo como un personaje lamentable y predecible, resultado de un montón de ficciones fílmicas o literarias. Lo que estaba viendo desde arriba, desde mi balcón, eran las posibilidades de grandeza, de mística, de falsa trascendencia con que la marihuana, gracias a Dios, suele recubrir mis neuronas en momentos como este, en espacios como este. Quiero decir, que necesitaba estar dos veces. Una vez físicamente, con los pies en esta orilla. Y otra vez fumado, para estar realmente aquí, y no viéndome estar aquí.

      Visto desde aquí abajo, el hotel se muestra mucho más decrépito de lo que me había parecido cuando lo vi por primera vez desde el otro lado, el que da a la carretera. La pintura de esta fachada está más dañada, llena de grietas y desconchones. Quedan también algunas cintas amarillas con que la policía precintó el edificio después del terremoto. Bailan agitadas por el viento, parece que quieren hablar, que quieren significar algo. Hay algunos balcones sin barandilla ni balaustrada, sin protección alguna, solo una base al aire, como unas estupendas plataformas de suicidio. Si hubiera sentido del humor en esta empresa, nos habrían colocado en esas habitaciones cuyos balcones ofrecen continuamente la visión del abismo. Nos olvidaríamos de El Proceso, seguro. Podríamos vivir para siempre en esas habitaciones, desayunar a diario en esas plataformas hacia el vacío, dormir cada noche con la puerta del balcón abierta, viendo esos maravillosos y precarios trampolines.

      Y hay gaviotas, que hablan el mismo lenguaje incomprensible y silencioso de las cintas amarillas, que también parecen sujetas por un hilo, como cometas voladas por niños invisibles, por fantasmas de niños que permanecen aquí, en un verano eterno y paralelo. En un mundo en el que podría haber estado yo, también, con Rosa, en unas vacaciones, con un par de hijos como ellos, con sombrillas y toallas y palas y cubos y castillos de arena con olor a crema solar.

      Y hay viento, claro, y hay un mar encrespado de olas pequeñas y rabiosas, que chocan entre ellas, que no se ponen de acuerdo en el sentido de todo lo que está pasando, que parecen no entender tampoco el lenguaje del viento, de las cintas amarillas, de las gaviotas. Y está la tierra al otro lado de ese caos de crestas blancas y furiosas. Edificios pequeños y callados, como si pertenecieran a otro tiempo, a la dimensión oscura de un espejo del que mi imagen se ha borrado.

      Y todas esas voces y esos lenguajes extranjeros están hablando siempre de la culpa y de la vergüenza. Y esas voces eran las que me hacían y me hacen encerrarme en la escafandra de la marihuana y la contemplación vacía. Y en el bajo de uno de los edificios hay un decrépito cartel de algo que debió de ser un bar, en el que todavía se puede leer SURFING y, para mí, surfing no significa lo que para la mayoría de la gente, porque también lo asocio con las drogas. No con su dimensión social, de la que he escrito antes, sino con la verdadera esencia autista, que era lo que de verdad me atraía de ellas. Y, sin duda, lo del surfing sería un perfecto ejemplo, si quiero que esto sirva para que quien lo lea pueda entenderme o saber cómo era yo antes. Mucho antes de que empezaran a pasar las cosas que me han traído aquí. Antes de la serie, antes de Factbook, antes de las visiones.

      Sería en los noventa cuando inventé el surfing, que no es el deporte acuático, claro. Era el año 90 o 91, no me acuerdo, pero seguro fue mi primer año, cuando llegué a Madrid para estudiar Comunicación Audiovisual porque yo era un genio y todo el mundo sabía que yo iba a hacer grandes películas, porque en esa época todos los genios queríamos ser directores de cine, aunque odiábamos el cine español; y el cine español no existía y solamente existía Kubrick, y los hermanos Coen, y la nouvelle vague también, según con quién hablaras, y ese año tuve dos compañeros de piso que no eran amigos míos, porque los conocí a través de un anuncio que pusieron para buscar una tercera persona que completara el piso de tres dormitorios en el que ellos ya llevaban juntos bastante tiempo, y uno estudiaba Farmacia y el otro Económicas, y eran como dos o tres años mayores que yo, pero a mí me parecían treinta o cuarenta años más viejos, me recordaban a mi padre, a Ávila, y se pasaban todo el día estudiando, en sesiones maratonianas de estudio ordenado, con unas mesas impecables llenas de apuntes igualmente impecables sobre los que solo los colores transparentes y fosforescentes de sus subrayadores actuaban, destacando tres niveles de importancia, de jerarquía memorística. Y esos colores eran los mismos que usaban para el cuadrante con las tareas de limpieza, y las que me tocaban a mí estaban subrayadas de color rosa, el rosa era el color de Gustavo que los lunes tenía que limpiar el salón y los martes la cocina y los miércoles el baño. Y ese fue el año, decía, que inventé el surfing, que luego puse de moda entre algunos de mis compañeros de Comunicación Audiovisual, porque ese curso, esos nueve meses que compartí piso con el farmacéutico y el economista que no tenían camisetas estampadas con grupos de música, sino camisas limpias y planchadas o polos limpios y planchados, que combinaban con sus pantalones vaqueros Levi´s o Pepe´s y con sus zapatos náuticos o castellanos, ese año pasé mucho tiempo encerrado en mi habitación y creo que no ha habido año de mi vida que haya fumado más marihuana. Y lo del surfing lo descubrí o lo inventé por pura soledad o pura casualidad solitaria, y porque no soportaba la presencia ni las conversaciones de esos dos compañeros de piso que parecían mirarme siempre como si me conocieran perfectamente. Me miraban con simpatía y con sonrisas abiertas y decían frases en que falsa y condescendientemente me envidiaban por el carácter creativo de mis estudios, y se interesaban por mí, por mis proyectos, y yo me negaba a hablar con ellos. Y creo que yo entonces pensaba que me negaba a hablar con ellos porque “no me entenderían”, o porque “no merecía la pena hablarles de mis proyectos a quienes no han visto ninguna película de Antonioni”, y eran unas razones muy parecidas a las que usaba para no hablar con mis padres, con los

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