Mi honorable caballero - Mi digno príncipe. Arwen Grey

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Mi honorable caballero - Mi digno príncipe - Arwen Grey Ómnibus Harlequin Internacional

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tela de su falda dejaba pasar cada pequeña corriente de aire que atravesaba el salón de baile, decorado con hojas de laurel, estatuas de dioses, geniecillos y columnatas falsas, haciendo que se estremeciera y se le erizara el vello por el frío.

      Se preguntó si Iris se tomaría a mal que subiera a recoger un chal, si procuraba que este no desentonara con la temática de la fiesta.

      Mientras atravesaba el salón, parapetada tras su máscara con forma de luna plateada, observó que los asistentes parecían estar pasándolo bien, enfundados en sus túnicas y metidos en su papel de temibles dioses, algunos incluso portando rayos de madera dorada o arcos y flechas, emulando a los auténticos Zeus y Cupido. Su prima, satisfecha por el éxito de su idea, se paseaba feliz del brazo de su padre, radiante y orgullosa como Diana, con su carcaj a la espalda, mostrando sin pudor sus tobillos y hombros desnudos, como si estuviera habituada a ello.

      Abandonó el salón y salió al pasillo en penumbra, mucho más frío y solitario.

      —Si vuestra prima es Diana, vos debéis de ser Venus —dijo una voz burlona justo en su oído, sobresaltándola.

      Cassandra se giró para encontrarse con una figura enmascarada que no se privó de lanzarle una mirada nada decorosa. Agradeció llevar todavía su máscara y la penumbra del pasillo, que ocultaron su rubor y su indignación.

      —Y vos debéis de ser el dios Pan, a juzgar por vuestras piernas —replicó, sofocada, sin poder evitar observarle a su vez.

      Pudo adivinar que él sonreía, porque vio un destello blanco a través de la rendija que dejaba la máscara en el lugar donde debería estar la boca.

      —¿Insinuáis que tengo las piernas peludas y deformes como las de una cabra? —preguntó él arrastrando la voz, de modo que, entre su tono y el modo en que la máscara deformaba su forma de hablar, ella fue incapaz de reconocerle.

      Cassandra sintió que sus ojos se desviaban otra vez hacia sus piernas, que no tenían nada de deformes, sino que eran fuertes y bien torneadas. Dios, ¿esas túnicas eran todas tan cortas, o solo lo era la de ese hombre en concreto?

      —En vuestro lugar, en adelante yo evitaría las túnicas, os hacen flaco favor.

      Iba a alejarse rumbo a su dormitorio, de donde no pensaba salir en un buen rato, o al menos hasta que se le olvidaran los absurdos pensamientos que se le habían pasado por la cabeza en los últimos minutos sobre túnicas y piernas masculinas, cuando él la detuvo con una frase dicha en tono grave y serio.

      —¿Me concederéis un baile más tarde, señora?

      No podía negarse, por temor a ser descortés con uno de los invitados de su tío, de modo que asintió con la cabeza. Cuando llegara el momento, procuraría librarse de él como fuera. Con un poco de suerte ni siquiera la reconocería entre la multitud. Si ella no había sido capaz de reconocerle en la oscuridad, era imposible que él pudiera reconocerla tampoco.

      Como si le leyera el pensamiento, él emitió una risa queda que le recordó remotamente a alguien conocido, aunque no supo identificarle.

      —Os buscaré en el momento apropiado, no sufráis —dijo tomándole la mano y besándosela antes de marcharse silbando una tonada desafinada.

      Cassandra lo miró marchar con un leve desasosiego.

      ¿Quién podía ser ese caballero que la había inquietado de esa manera tan desagradable? Había algo en su voz y en su risa que le hacía pensar que se trataba de alguien a quien conocía. Pensó que tal vez se tratara de alguno de los caballeros del príncipe. Ojalá hubiera habido más luz en el pasillo para poder verle con más claridad.

      Con un suspiro, comenzó a subir las escaleras rumbo a su dormitorio y hacia la tranquilidad.

      * * *

      Benedikt se arrancó la máscara y la observó desaparecer escaleras arriba.

      —Piernas de cabra… —murmuró entre dientes—. ¿Se creerá acaso que ella es la más hermosa del lugar?

      Se le escapó una sonrisa sin querer al ver que se detenía a pocos peldaños del final para desatar una de las sandalias, mostrando una buena porción de la piel blanca y torneada de su pantorrilla. Después, desató la otra y se dirigió con ellas en la mano hacia alguna de las habitaciones, perdiéndose en la oscuridad, ajena a la tensión que había despertado en su incauto observador.

      De pronto, el impulso que había sentido de pedirle un baile cobraba un matiz diferente, ya no le parecía una travesura sin sentido la idea de aprovechar la ocasión de zaherirla con sus pullas. Solo imaginar su cuerpo moviéndose entre sus brazos, sentir su piel bajo esa tenue capa de tela a escasos milímetros de sus manos, le causaba una excitación que no sentía desde hacía mucho tiempo.

      —¿Qué diablos…? —masculló.

      Esa mujer lo sacaba de sí en más de un sentido, y su visita amenazaba con convertirse en un infierno en un momento en que necesitaba la cabeza fría si quería mantener a su señor vivo y gobernando en su país.

      Con una maldición, decidió que la señorita Cassandra Ravenstook debía dejar de interesarle desde ese mismo instante.

      No se podía negar que el baile había sido todo un éxito. La velada transcurrió de modo agradable para todo el mundo, que aseguró no haberlo pasado mejor en mucho tiempo, para alegría del anfitrión.

      Incluso Joseph decidió asistir, y dedicó sendos bailes a Iris y a Cassandra, demostrando que era un excelente bailarín y un conversador amable y simpático cuando quería, a pesar de los rumores de que detestaba semejantes veladas. Se retiró temprano aduciendo uno de sus dolores de cabeza. Su mal aspecto llegó a preocupar a lord Ravenstook, que incluso llegó a ofrecerle los servicios de su médico personal.

      —No será necesario, milord —dijo Joseph con una amable reverencia—. No es más que la emoción del baile —añadió con galantería.

      —En ese caso, será mejor que os retiréis enseguida —respondió Iris, preocupada.

      —Por favor, señora, no os alarméis. No es nada que no se cure con algo de reposo.

      Iris le ofreció su mano, que él besó antes de alejarse tras ofrecerle una reverencia y una sonrisa trémula.

      —Qué extraño caballero —comentó Cassandra al verle alejarse.

      Nadie pareció escuchar sus palabras, pues en ese momento la orquesta comenzó a atacar las primeras notas de la cuadrilla y Charles se acercó con discreción y depositó en la mano de Iris una pequeña nota. Ella se sonrojó al notar el contacto de su mano y también al pensar lo que significaba que él le dejara un mensaje de esa manera. Una cita. Una cita secreta.

      Le sonrió y simuló que necesitaba ajustarse las cintas de las sandalias para agacharse y poder leer la nota.

      Se trataba de una sencilla esquela escrita con letra rápida y picuda que decía simplemente:

      Dentro de media hora junto a los rosales.

      C.

      Iris se volvió hacia el conde, al que había reconocido a pesar de su disfraz y asintió. Este cabeceó a modo de saludo y se alejó, dejando que los

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