E-Pack HQN Jill Shalvis 1. Jill Shalvis
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Joe tenía un instinto muy fino a la hora de estudiar a la gente. Había estado varias veces en Maderas recuperadas, y nunca había percibido tensión sexual entre Gib y Kylie, pero tenía que preguntarlo de todos modos.
–¿Hay algo entre Gib y tú, Kylie?
–¿Tú crees que esta pregunta es necesaria?
Era necesaria para calmar sus celos, pensó Joe.
–Sí; podría ser el móvil –dijo él, para justificarse.
–No –respondió ella–. Nunca ha habido nada entre Gib y yo.
Ella respondió con sinceridad, pero titubeó lo justo para que él se diera cuenta de que había algo más.
–¿Y en el futuro? ¿Habrá algo?
Ella se cruzó de brazos.
–No sé que tiene que ver eso con el caso.
Mierda. A ella le gustaba Gib. Joe la observó atentamente durante un instante.
–Te lo voy a preguntar otra vez. ¿Gib y tú vais a…?
–Eso no es asunto tuyo. Déjalo, por favor.
Eso sería lo más inteligente, cierto.
–De acuerdo. Pero él se queda en la lista.
–Como quieras. Y ahora, ¿qué?
–Tú te vas a tu trabajo y yo, también. Tengo que ir a una sesión de vigilancia.
Para ahorrar tiempo, empezó a recoger todo lo necesario y abrió el armario de las armas para empezar a abrocharse al cuerpo las que necesitaba. La Glock, en la cadera derecha. El cuchillo, prendido en el interior de un bolsillo. El teléfono móvil, en el bolsillo delantero. La Sig, atada a la pierna. Se puso una gorra de los Giants con la visera hacia atrás y un chaleco antibalas. Al alzar la vista, se dio cuenta de que a Kylie se le habían oscurecido los ojos mientras lo miraba, y sonrió para sí mismo.
–Te aviso en cuanto haya investigado la lista. Voy a empezar esta misma noche, después del trabajo.
–¿Cómo? No, no. Yo quiero participar. Somos socios en esto.
–Yo trabajo en solitario, Kylie.
–Esta vez, no.
–Escucha…
–¿Quieres el espejo de Molly, o no? –le preguntó ella.
–Sabes que sí –respondió él, con tirantez.
–Entonces, nos vemos después. Socio.
Mierda. Estaba completamente perdido.
Capítulo 5
#FrancamenteQueridaMeImportaUnBledo
Después de su reunión con Joe, Kylie se fue al trabajo. Pero, por primera vez, no pudo concentrarse. No podía dejar de pensar en el pingüino. Ni, tampoco, en la forma en que Joe se había abrochado las armas al cuerpo, porque, demonios… Ella había estado enamorada de Gib durante años porque era guapo, sólido y… seguro.
Pero Joe… Joe no tenía nada de seguro y, sin embargo, la atracción que sentía por él dejaba bien claro que a ella no le importaba. Nunca se había arriesgado demasiado en la vida, y eso tenía que cambiar y, si para conseguir cambiarlo tenía que volver a besar los increíbles y sexis labios de Joe, estaba dispuesta a hacerlo. Su boca. Su cuerpo. Y, pensando en cosas tan estúpidas, hizo un corte excesivo en el tablero de la mesa en la que llevaba trabajando desde hacía semanas. Al tratar de corregir el error, se clavó una astilla en la palma de la mano derecha.
–¡Mierda!
Apagó la máquina y se miró la palma. Después, miró la pieza de madera, que había quedado inservible.
No era nada bueno. Le dolía la mano. Llamó al proveedor de madera para hacer un pedido y recibió malas noticias: la primera, que la madera de caoba que necesitaba iba a costarle cien dólares más y que no llegaría hasta después de dos semanas.
Se trataba de un error de principiante que podía costarle un cliente.
Trató de sacarse la astilla con la mano izquierda, pero solo consiguió empeorar las cosas. Al final, con la palma ensangrentada y llena de frustración, subió a la consulta de Haley.
–Ayuda –dijo, y le mostró la mano.
–Oh, Dios mío, ¿qué has hecho? –le preguntó su amiga–. ¿Te has apuñalado a ti misma con una navaja?
–Solo quería sacarme una astilla.
–¿Con una navaja?
–Eh, me clavo un montón de astillas –replicó Kylie, para defenderse–. Y en el taller tenemos un dicho: «Márcalas y sácatelas en tu tiempo libre. Después del trabajo». Así que tenía prisa.
–Sois un hatajo de bárbaros –dijo Haley, mientras la llevaba a la sala de curas. Le aplicó antiséptico en la palma de la mano y se la colocó bajo una lámpara. Después, empezó a trabajar con unas pinzas.
–¡Ay! –exclamó Kylie.
Haley soltó un resoplido, pero no dejó de trabajar.
–¿No te importa apuñalarte a ti misma en repetidas ocasiones, pero te estás encogiendo por mis pinzas?
Kylie suspiró.
–Es distinto cuando es otra persona la que te hurga en la carne. ¡Ay!
–Ya está –dijo Haley. Alzó las pinzas y mostró una astilla de dos centímetros y medio.
–Vaya.
–Sí, de nada –le dijo Haley–. Me debes una bolsa de magdalenas de Tina.
–Pensaba que estabas haciendo una dieta estricta, o alguna bobada por el estilo. Algo del biquini, el verano y…
Haley suspiró.
–No entiendo cómo he pasado de tener dieciséis años y comer pasta todos los días, y tener una talla treinta y cuatro, a tener veintiséis años, comer kale y pensar en si me pongo una camiseta para ir a la piscina.
–Pues a mí me parece que estás genial –le dijo Kylie, con sinceridad.
Haley le dio un abrazo.
–Gracias. Y ya estoy harta. Quiero de verdad… No, necesito magdalenas.
Después de que Kylie estuviera vendada y le hubiera pagado la cuenta con las magdalenas, volvió a Maderas recuperadas atravesando el patio. En aquel momento, tuvo una llamada de su madre. Hablaban cada pocas semanas, cuando había pasado el tiempo suficiente para dejar que el cariño aflorara.