E-Pack HQN Jill Shalvis 1. Jill Shalvis
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–Mi padre trabaja en el Golfo, en una plataforma petrolífera. Viene a San Francisco cada pocos años. Mi madre está viviendo la vida loca en Mission District con su novio actual, pero nosotras no nos vemos ni nos llamamos demasiado.
Joe recordó lo unido que estaba a su madre antes de que muriera, cuando él tenía diez años. Y, aunque no sabía cómo podía describir la relación que mantenía con su padre, formaban parte de la vida del otro, estaban atados para siempre con los lazos de la familia y la sangre. Lo mismo podía decir de Molly. Ellos tres tenían muchos defectos, pero se querían. Se querían y se odiaban, sí, pero, a pesar de todo, él no tenía ninguna duda de que estarían a su lado para apoyarle en cualquier situación, sin preguntas.
Bueno, sí. Habría preguntas. Y muchos gritos. Pero estarían a su lado.
Parecía que la única persona que había estado junto a Kylie había muerto, y eso era terrible. Al pensarlo, le pareció que la vida que ella llevaba, y su éxito como artista, eran más increíbles aún de lo que él ya creía, porque estaba consiguiendo muchas cosas por sí misma, sola.
–Cuéntame más sobre el incendio –le dijo–. ¿Se quemó todo el taller? ¿Se hizo algún inventario de lo que quedó?
–No, quedó todo destruido.
–En ese caso, cualquier obra suya que ya estuviera vendida aumentaría mucho de valor inmediatamente, ¿no?
Ella se giró a mirarlo con el ceño fruncido.
–Sí. Supongo que no lo había pensado.
–Por eso me pagan lo que me pagan –dijo él, sonriendo, con la esperanza de que se diera cuenta de que estaba bromeando–. Bueno, voy a empezar con la documentación.
Kylie se sobresaltó.
–¿Te refieres a que hay que rellenar formularios?
–No, no. Una lista. ¿Cuánta gente os conocía a los dos? ¿Es posible que alguien tuviera algo en contra de vosotros y quisiera vengarse?
Ella lo miró como si estuviera loco.
–No, nadie tenía nada en contra de mi abuelo. Era el hombre más generoso, bueno y adorable del mundo.
Umm… Él sabía que todo el mundo tenía secretos. Y que todo el mundo tenía un lado oscuro.
Ella leyó la expresión de su rostro y negó con la cabeza.
–Nadie estaba enfadado con él. Ni conmigo.
Él enarcó las cejas.
–Eh –dijo Kylie–. Yo soy una delicia.
Él se echó a reír, y ella puso los ojos en blanco.
–Está bien, está bien. Soy una pesada, o lo que quieras. Pero encuentra mi pingüino.
–Entonces, dices que nadie estaba enfadado con él, ni contigo.
–Sí, exacto.
–Pues enfoquémoslo desde otro punto de vista: avaricia, en vez de venganza.
–De acuerdo –dijo ella, lentamente. Dubitativamente. Y Joe lo entendió. La mayoría de la gente no pensaba mucho en los motivos que podían conducir a un crimen.
Pero él no era como la mayoría de la gente.
–Es alguien que os conocía a los dos –le dijo–. O alguien que se enteró de algo por medio de alguien que sí os conocía. De lo contrario, nadie habría sabido que existía esta pieza de madera.
–Mi abuelo era un hombre sencillo –dijo ella–. Y callado. No salía, y no tenía amigos. Le gustaba quedarse en casa y estar conmigo.
Joe se alegró al pensar que Kylie había tenido a aquel hombre en su vida cuando no podía contar con sus padres, pero pensó en lo sola y protegida que debía de haber vivido.
–¿Y sus empleados?
–No tenía.
–¿No tenía a nadie? ¿Ni un aprendiz, ni un ayudante?
–Yo contestaba al teléfono y llevaba las agendas y la contabilidad, aunque sí tuvo algún aprendiz de vez en cuando. No había pensado en ellos.
–¿Y podrías hacerme una lista de esas personas?
–Creo que sí. Pero…
Él le hizo un gesto para que se sentara y le dio papel y bolígrafo.
–De acuerdo –dijo Kylie, y se concentró sobre el papel. Al bajar la cabeza, su pelo castaño claro, largo, ondulado, se le cayó por la cara. Con un ruidito de fastidio, se lo apartó y se hizo una coleta con una goma que llevaba alrededor de la muñeca. Estuvo escribiendo en silencio durante unos minutos y, al final, le devolvió la libreta.
–Estos son los aprendices que tuvo mientras yo estuve con él. Son nueve. Te he puesto los nombres y de dónde eran. Uno era mayor que mi abuelo y no es un sospechoso viable. Otro murió. Otros dos viven fuera del país. Y de los que quedan, no creo que ninguno haya hecho esto. Todos querían a mi abuelo tanto como yo.
Aquello era algo subjetivo y, tal y como hacía siempre en su trabajo, él ignoró la subjetividad y la emoción.
–¿Hay algo más que deba saber? –preguntó.
Ella se mordió el labio y, después de una pausa, negó con la cabeza.
Joe tuvo que contener un suspiro. Kylie mentía muy mal.
–Necesito que me lo cuentes, Kylie.
Ella respondió sin mirarlo a los ojos.
–No hay nada más que necesites saber.
Claro, claro. Él no la creyó, pero sabía que no debía presionarla más, o se cerraría en banda. Se puso a leer la lista y se quedó sorprendido.
–Este es el nombre de tu jefe.
–¿Gib? Sí –dijo ella–. Pero lo he marcado para indicarte que no es una posibilidad.
–Los has marcado a todos –dijo él, con ironía–. De todos modos, empecemos por Gib. ¿Por qué no lo consideras sospechoso?
–Porque nos criamos juntos –dijo ella–. Mi abuelo le enseñó todo lo que sabe. Él consideraba a Gib de la familia, incluso le dio un lugar para vivir cuando lo necesitaba.
–Entonces, él debe de saber lo importante que es el pingüino para ti, ¿no? Y lo que vale.
–No