E-Pack HQN Jill Shalvis 1. Jill Shalvis
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–¿De acuerdo? –preguntó ella, aún muy seria–. ¿Tenemos un trato?
Claramente, había algo más que Kylie no le estaba contando. Para empezar, él se dio cuenta de que sus ojeras no tenían nada que ver con el hecho de que se sintiera molesta por tener que hablar con él. Estaba nerviosa. Lo disimulaba bien, pero estaba asustada, y eso hizo que él reaccionara.
–¿Cuándo lo viste por última vez? –le preguntó.
–Si lo supiera, no estaría aquí.
Joe suspiró.
–¿Cuándo te diste cuenta de que había desaparecido?
–Anoche, justo antes de cerrar la tienda. Lo vi ayer por la mañana, así que pudo desaparecer en cualquier momento del día. El problema es que yo dejo el bolso debajo del mostrador, pero algunas veces, si tengo que ocuparme de la tienda, estoy en el taller hasta que entra algún cliente, y puede que no me dé cuenta inmediatamente.
–Entonces, tu bolso no siempre está vigilado.
–Eso es.
Él no se molestó en decirle que tenía suerte de que aquello no le hubiera ocurrido antes. Kylie ya lo sabía. Lo tenía escrito en la cara. Y también estaba claro que detestaba tener que pedirle ayuda.
–Pero ¿por qué iba a robarte alguien esta figura y a enviarte esta foto?
–No lo sé, y no me importa. Quiero recuperarla.
–Sí, sí importa.
–¿Por qué?
–Porque sí. Me da la sensación de que no conozco las partes buenas de esta historia. ¿Va a ser esto como el juego Clue? ¿El coronel Mustard en la biblioteca con la pistola?
Ella se puso en pie.
–Esto no es ningún juego, Joe. Y, si no vas a ayudarme, ya encontraré a alguien que quiera hacerlo –dijo, y se fue hacia la puerta.
En aquel momento, Joe se dio cuenta de que había encontrado a alguien más obstinado que él mismo. Y, según sus amigos y su familia, eso era imposible.
Capítulo 4
#AspirabaAlTítulo
Joe alcanzó a Kylie justo cuando salía de su despacho. La agarró por la muñeca y la obligó a que se volviera hacia él.
–No he dicho que no fuera a ayudarte, Kylie.
Cuando él pronunció su nombre, ella le miró los labios. Y, en aquel instante, él se dio cuenta de que ella se acordaba perfectamente de su beso.
–Entonces, ¿vas a ayudarme?
–Sí, te voy a ayudar.
–A cambio del espejo –le dijo ella; claramente, no se fiaba de él, y quería dejar bien claros los términos del acuerdo–. Nada más.
Él sonrió.
–¿Y qué tiene eso de divertido?
Ella entrecerró los ojos.
–Dilo, Joe.
Él se rio.
–Está bien, está bien. Mi ayuda a cambio del espejo. ¿Sabes una cosa? Puede que seas la mujer más cabezota que he conocido, y eso ya es decir mucho.
–Haz el favor de no compararme con las mujeres con las que sales –le dijo ella–. O lo que hagas con ellas. Todos sabemos que solo te acuerdas de cómo se llaman porque las llevas a la cafetería por las mañanas y ves su nombre escrito en los vasos de café.
Bueno, en cierta época de su vida, eso era cierto, pero estaba empezando a tomarse las cosas con más calma. Acababa de cumplir treinta años y ya no se divertía tanto ligando. Aunque eso no iba a reconocerlo delante de Kylie.
–Para ayudarte en esto necesito que me des algunos detalles. Todos, en realidad.
–Está bien.
Entraron de nuevo en el despacho, y ella pasó de largo las sillas de las visitas y se acercó a la ventana para mirar al patio.
–Ese pingüino no vale nada, salvo para mí –le dijo–. Era de mi abuelo, y es lo único que tengo de él.
–Tu abuelo Michael Masters, ¿no?
–Sí.
–Era un artista. Un ebanista como tú. ¿Tienen valor sus obras?
–No la tenían –dijo ella, sin volverse–. Por lo menos hasta que murió, hace casi diez años.
Por su tono de voz, que era cuidadosamente monótono, él supo que aquello no era ninguna broma para ella.
–¿Cuántas figuras hay como esa?
–Yo solo conozco esta. Mi abuelo me la hizo a modo de juguete. Me dijo que los pingüinos se quedan con sus familias para siempre. Creo que una vez mencionó que había otro pingüino, pero yo nunca lo vi.
–¿Y quién sabía que existía este?
–Nadie. El pingüino era un juguete para que yo me divirtiera de pequeña. Que yo sepa, nunca hizo ningún otro para vender.
Sin embargo, estaba claro que había otra persona que sí lo sabía. Kylie se dio la vuelta y lo miró. Al ver su expresión de vulnerabilidad y dolor, Joe se quedó sin aliento. Mierda. Iba a hacer aquello de verdad. Iba a buscar un pedazo de madera. Él nunca tomaba sus decisiones basándose en la emoción, por lo menos, desde aquel lejano día en que tuvo que buscar a su hermana. Se dejó dominar por las emociones, y estuvo a punto de hacer que la mataran.
–Cuéntame más cosas de tu abuelo.
–Murió en un incendio en su taller.
–¿Estabais muy unidos?
–Sí. Yo vivía con él en aquel momento.
–¿Y tú resultaste herida?
–No estaba allí aquella noche.
Joe percibió toda la culpabilidad de su tono de voz. Con el corazón encogido, le dijo:
–Vaya, Kylie, lo siento muchísimo.
–Fue hace mucho.
Sí, pero él sabía muy bien que el tiempo no curaba aquellas cosas.
–¿Y tus padres?
–¿Qué quieres saber de mis padres?
–¿Por qué vivías con tu abuelo, y no con ellos?
Kylie se encogió de hombros.
–No