E-Pack HQN Jill Shalvis 1. Jill Shalvis
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Capítulo 1
#LaVidaEsComoUnaCajaDeBombones
Kylie Masters lo vio entrar en su tienda como si fuera suya, aunque hizo como que no lo veía. Era una actuación difícil que cada vez se le daba mejor. El problema era que, le gustara o no, aquel tipo con el ceño fruncido, de un metro ochenta centímetros, delgado y musculoso, que se había plantado ante ella con las manos en los bolsillos y una actitud de frustración, sí acaparaba toda su atención.
Kylie suspiró, dejó de fingir que estaba concentrada revisando el teléfono móvil y alzó la vista. Se suponía que debía sonreír y preguntar en qué podía ayudarlo. Eso era lo que hacían todos cuando estaban en su turno de trabajo detrás del mostrador de Maderas recuperadas. Tenían que mostrarles a los posibles clientes sus artículos personalizados, cuando, en realidad, lo que querían eran estar en el taller de la trastienda llevando a cabo sus propios proyectos. La especialidad de Kylie eran las mesas y sillas de comedor, lo cual significaba que llevaba un grueso delantal y unas gafas protectoras, y que siempre estaba cubierta de serrín.
Tenía el pelo y los brazos llenos de partículas de madera y, si aquel día se hubiera puesto algo de maquillaje, también las tendría pegadas a la cara. En resumen, no era así como quería estar cuando tuviera a aquel hombre delante otra vez.
–Joe –dijo, a modo de saludo.
Él inclinó la cabeza.
Bien. Así que no quería ser el primero en hablar.
–¿Qué puedo hacer por ti? –le preguntó. Estaba segura de que no había ido a comprar muebles. No era exactamente del tipo doméstico.
Joe se pasó la mano por el pelo. Lo tenía oscuro y lo llevaba cortado al estilo militar y, con aquel gesto, se puso los mechones de punta. Llevaba una camiseta negra y tenía los hombros anchos y los abdominales marcados. Llevaba también unos pantalones cargo que remarcaban la largura de sus piernas. Tenía el físico de un soldado, algo que había sido hasta hacía muy poco. El hecho de mantenerse en forma era parte de su trabajo.
Se colocó las gafas sobre la cabeza y, al apartárselas, dejó a la vista sus glaciales ojos de color azul, que podían mostrar la dureza de una piedra cuando estaba trabajando, pero que también podían suavizarse cuando él se divertía o se excitaba, o se lo pasaba bien. En aquel momento no estaba sucediendo ninguna de aquellas tres cosas.
–Necesito un regalo de cumpleaños para Molly –dijo.
Molly era su hermana y, por lo que ella sabía de la familia Malone, estaban muy unidos. Todo el mundo sabía eso, y los adoraba a los dos. Ella también adoraba a Molly.
Pero no adoraba a Joe.
–De acuerdo –le dijo–. ¿Qué quieres comprarle?
–Me ha hecho una lista –dijo él, y sacó un papel plegado de uno de los bolsillos de su pantalón.
Lista de regalos para mi cumpleaños:
Cachorros (¡sí, en plural!).
Zapatos. Me encantan los zapatos. Tienen que ser tan glamurosos como los de Elle.
$$$
Entradas para un concierto de Beyoncé.
Una huida para la inexorable llegada de la muerte.
El maravilloso espejo de marquetería que ha hecho Kylie.
–Falta un tiempo para su cumpleaños –le dijo Joe, mientras ella leía la lista–, pero me dijo que el espejo está colgado detrás del mostrador, y no quería que lo vendierais. Es ese –dijo, y lo señaló–. Dice que se ha enamorado de él. No es de extrañar, porque tu trabajo es increíble.
Kylie hizo todo lo que pudo para disimular su satisfacción.
Joe y ella se conocían desde hacía un año, el tiempo que llevaban trabajando en aquel edificio. Hasta hacía dos noches, lo único que habían hecho era molestarse el uno al otro. Así que el hecho de que él pensara que había hecho algo increíble era toda una novedad.
–Ni siquiera sabía que te habías fijado en mi trabajo.
En vez de responder, él se fijó en la etiqueta del precio que estaba colgada del espejo, y soltó un silbido.
–Yo no soy la que pone los precios –dijo ella, a la defensiva, y se irritó consigo misma por tener aquel impulso de justificarse. No sabía por qué motivo él la alteraba tanto sin hacer ningún esfuerzo, pero lo mejor era no ponerse a analizar los motivos.
Nunca.
Joe había sido miembro de Operaciones especiales y todavía conservaba la mayoría de sus capacidades, que seguía utilizando en su trabajo actual en una agencia de detectives e investigación que tenía su sede en el piso de arriba. A falta de un término mejor, él era un profesional dedicado a encontrar personas y cosas y a arreglar situaciones. En el trabajo era una persona calmada, impenetrable e implacable y, fuera del trabajo, era un listillo, también calmado y también impenetrable. Los peores días, sus sentimientos hacia él oscilaban; los mejores, él hacía que sintiera cosas que ella prefería reprimir, porque dejarse llevar por aquel camino con Joe sería como saltar en paracaídas: emocionante y excitante, pero también con el riesgo del desmembramiento y la muerte.
Mientras ella estaba rumiando aquellas cosas y otras que no debería pensar, Joe estaba mirando con los ojos muy abiertos una caja de bombones abierta que había sobre el mostrador. Un cliente se la había llevado un rato antes. Había una pequeña tarjeta en la que decía ¡Sírvete tú mismo!, y él tenía la mirada fija en el último bombón de Bordeaux, que, casualmente, eran sus preferidos. Lo había estado reservando como recompensa para última hora si conseguía pasar todo el día sin pensar en estrangular a nadie.
Misión fallida.
–Irá directamente a tus caderas –le advirtió ella.
Él la miró a los ojos con diversión.
–¿Te preocupa mi cuerpo, Kylie?
Ella aprovechó aquella excusa para mirarlo de arriba abajo. Era musculoso y delgado. Tenía un cuerpo perfecto, y los dos lo sabían.
–No quería mencionarlo –le dijo–, pero creo que está empezando a salirte un michelín.
–¿De verdad, Kylie? –preguntó él, ladeando la cabeza–. ¿Un michelín? ¿Y qué más?
–Bueno, tal vez te esté creciendo un poco el culo.
Al oírlo, él sonrió de oreja a oreja, el muy petulante.
–Entonces, a lo mejor deberíamos compartir el bombón –dijo él, y le ofreció el Bordeaux, acercándoselo a los labios.
Ella, sin poder evitarlo, le dio un mordisco al chocolate, y tuvo que contenerse para no clavarle también los dientes en los dedos.
Él se echó a reír como si le hubiera leído la mente, se metió la otra mitad en la boca y se lamió algo de chocolate derretido que se le había