E-Pack HQN Jill Shalvis 1. Jill Shalvis

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E-Pack HQN Jill Shalvis 1 - Jill Shalvis Pack

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él, cuando terminó de tragar el chocolate–. El espejo. Me lo llevo –afirmó, mientras sacaba la tarjeta de crédito de otro de los bolsillos–. Envuélvelo.

      –No puedes comprarlo.

      Entonces, él se quedó sorprendido. Parecía que nunca le habían dicho que no.

      –De acuerdo –dijo–. Ya lo entiendo. Es porque no te llamé, ¿verdad?

      –Pues no –replicó ella–. No todo tiene que ver siempre contigo, Joe.

      –Es verdad. Esto tiene que ver con nosotros. Y con ese beso.

      Oh, no. No era posible que acabara de mencionarlo así, como si fuera intrascendente. Kylie le señaló la puerta.

      –Márchate.

      Él sonrió. Y no se marchó.

      Demonios. Ella se había prohibido a sí misma pensar en aquel beso. Aquel beso estúpido en estado de embriaguez que la tenía obsesionada mientras dormía y mientras estaba despierta. Sin embargo, en aquel momento, todo volvió a su cabeza e hizo que se le inundara el cuerpo de endorfinas. Tomó aire, cerró las rodillas y el corazón y tiró la llave a un precipicio.

      –¿Qué beso?

      Él la miró con sorna.

      –Ah, ese beso –dijo ella. Se encogió de hombros y tomó su botella de agua–. Casi no me acuerdo.

      –Qué curioso –dijo él, en un tono de puro pecado–, porque a mí me dejó alucinado.

      Ella se atragantó con el agua. Tosió y tartamudeó.

      –El espejo no se vende –dijo, por fin, secándose la boca con el dorso de la mano.

      «¿Que yo lo dejé alucinado?».

      La cálida mirada de diversión de Joe se transformó en una seductora y carismática.

      –Puedo hacerte cambiar de opinión.

      –¿Sobre el espejo, o sobre el beso? –preguntó ella, antes de poder contenerse.

      –Sobre las dos cosas.

      No había duda de eso.

      –El espejo ya está vendido –dijo ella–. Su nuevo dueño viene a buscarlo hoy.

      Daba la casualidad de que el nuevo dueño era Spence Baldwin, también propietario del edificio en el que se encontraban. El Edificio Pacific Pier, para ser exactos, uno de los más antiguos del distrito Cow Hollow de San Francisco. En el primer y segundo piso del edificio había empresas de diversos tipos. En el tercero y el cuarto, apartamentos. El edificio tenía un patio empedrado con una fuente que llevaba allí desde que el terreno era una pradera llena de vacas llamada Cow Hollow.

      Spence había comprado el espejo para su novia, Colbie, aunque ella no se lo iba a decir a Joe, porque Spence y Joe eran amigos, y cabía la posibilidad de que Spence acabara cediéndole el espejo a Joe.

      Y, aunque no sabía por qué, ella no quería que lo tuviera Joe. Bueno, sí, sí lo sabía. Para Joe, las cosas siempre eran fáciles. Era guapo y tenía un trabajo interesante… la vida era fácil para él.

      –Pues quiero encargar otro igual –dijo Joe, sin preocuparse–. Puedes hacerlo, ¿no?

      Sí, y, en otras circunstancias, el hecho de que le encargaran una pieza como aquella habría sido una gran noticia. A Kylie le hacía falta el trabajo. Sin embargo, en vez de sentir entusiasmo, se sintió… inquieta. Porque, si aceptaba el encargo, tendría que mantenerse en contacto con él. Tendría que hablar con él.

      Y ese era el problema: no confiaba en Joe. No, no era así. Lo que ocurría era que no se fiaba de sí misma con él. Si ella lo había dejado alucinado con el beso, él la había dejado anonadada, y la verdad era que no le costaría nada volver a besarlo otra vez y terminar pegada a sus labios.

      –Lo siento, no. Pero puedes adoptar unos cachorritos para Molly.

      Y, hablando de cachorritos, en aquel momento se oyó un ladrido agudo que provenía de la trastienda. Vinnie acababa de despertarse de la siesta. Después, se oyó el ruido de unas zarpas en el suelo. En la puerta de la tienda, se detuvo y alzó una pata para palpar el aire que había delante de él.

      Hacía poco, su cachorro adoptado se había golpeado de cara contra una puerta de cristal. Desde entonces, hacía aquel gesto cada vez que se encontraba ante una puerta. Pobre Vinnie; tenía estrés post-traumático, y ella era su apoyo emocional humano.

      Cuando Vinnie se convenció de que no había cristales ocultos, echó a correr de nuevo. Era un cachorro de color marrón oscuro, de menos de treinta centímetros de altura y menos de seis kilos, y al verlo corriendo hacia ella, sonriente, con la lengua fuera, dejando un reguero de babas a su paso, a Kylie se le derritió el corazón.

      Se agachó para tomarlo en brazos, pero él pasó de largo como una bala.

      Joe se había agachado y lo estaba esperando, y Vinnie saltó a sus brazos.

      Joe se irguió mientras frotaba la cara contra la de Vinnie, y Kylie tuvo que hacer lo posible para no derretirse por completo. Era una mezcla de bulldog francés y teleñeco, y tenía una expresión traviesa, cómica y adorable.

      –Eh, pequeñajo –murmuró Joe, sonriéndole a su cachorro, que estaba intentando lamerle la cara. Joe se echó a reír, y el sonido de su risa llegó directamente a lo más profundo de Kylie. Aquello era cada vez más exasperante.

      No tenía ni idea de qué le ocurrían últimamente a sus hormonas, pero, afortunadamente, no eran ellas las que estaban a cargo. Era su cerebro. Y su cerebro no tenía interés en Joe, por muy bien que besara. Ella tenía una larga historia con el género masculino, una historia rápida, salvaje, divertida y, también, peligrosa. No era su propia historia, sino la de su madre, y ella se negaba a seguir su estela.

      –Estoy dispuesto a pagar un precio más alto –dijo Joe, mientras seguía haciéndole carantoñas a Vinnie, para deleite del cachorro–. Por encargar un espejo igual.

      –No puede ser –dijo ella–. Hay más encargos primero, y tengo que terminarlos a tiempo. No puedo vender un espejo que todavía no he empezado.

      –Todo se puede vender –dijo Joe.

      Ella cabeceó, metió la mano bajo el mostrador y sacó una pelota de tenis en miniatura de su bolso. Se la mostró a Vinnie, que comenzó a mover las patas al aire para tratar de agarrarla.

      –Eres una tramposa –le dijo Joe, pero dejó a Vinnie en el suelo.

      Al instante, el cachorro se puso a roncar de emoción y salió corriendo hacia Kylie, y le mostró todo su repertorio de habilidades: se sentó, le ofreció la patita, se tumbó, rodó sobre sí mismo…

      –Qué mono es –dijo Joe–. ¿Te trae la pelota?

      –Por supuesto –respondió ella.

      Aunque, en realidad, no era lo que mejor se le daba a Vinnie. Los gruñidos, las flatulencias y los ronquidos, eso

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