Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James
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Se dio la vuelta y contempló a los patos en la superficie del lago en sus reducidos grupos familiares. Madre, padre y crías. Como debía ser. Como había sido diseñado y planeado. Florencia sabía quiénes eran sus padres y sin Martin era probable que no hubiera conseguido volver a Inglaterra. Días oscuros y solitarios. Días en los que se preguntaba si no habría sido más fácil dejar de existir. Respiró hondo para recuperar la compostura y que el cuadro que tenía ante los ojos recuperara la forma. Los árboles, los pájaros, los caminos, la gente que paseaba y el claqueo distante de los caballos.
Una buena vida, sin mancha y completa. Una vida de verdad. La suya.
Sin aventuras y puede que también sin pasión, pero segura, prudente y cierta.
Con un gesto de la mano le indicó a su doncella que siguiera caminando, sin prestar atención a la pregunta que vio asomarse a sus ojos al tomar el camino de casa, borroso por las lágrimas. La desilusión imprimía a su paso cierta tensión casi tan irreal como su honor, disuelto bajo el sentido de las palabras de Cristo Wellingham.
«Reuníos conmigo esta noche. Tengo una residencia aquí, en Londres…»
Sólo eso. Nada más que eso.
Las palabras reverberaban en el solitario corredor de su esperanza, señalándole con amargura que se trataba de un hombre al que en realidad no conocía. Todo había terminado entre ellos. Todo. Las uñas se le clavaron en la palma de la mano hasta que por fin las abrió y dejó que el aire aliviara el escozor.
Ocho
La cena en casa de los Baxter era inevitable, ya que la invitación se había enviado y había sido aceptada semanas atrás.
Era la primera vez que salía a una reunión social tras el fiasco del teatro Haymarket y se alegró de que la reunión fuese a contar con pocos invitados.
Cristo Wellingham no estaría en ella.
Él frecuentaba otra clase de eventos, según le contaban sus sobrinas, que seguían fascinadas por él. La edad de todos los presentes en aquella velada iba a pasar de la cincuentena, y el anfitrión era un hombre devoto que no conocía forma alguna de grosería o vulgaridad. Ser consciente de que si Anthony Baxter tuviese la más remota idea de cuál era su pasado no le permitiría ni poner el pie en el umbral de su casa le hizo tragar saliva.
El pensamiento le hizo enfadarse consigo misma. La exaltación de su juventud no era tal que tuviera que conducirla forzosamente al ostracismo, y ¿acaso no había pagado ya bastante por sus errores desde entonces llevando una existencia piadosa y desinteresada? Una existencia de completa ocultación.
Dio un respingo al notar de pronto que Martin había entrado en la habitación porque no había oído girar las ruedas de su silla.
—Estás un poco nerviosa estos últimos días, Eleanor, y en alguien tan joven resulta un poco preocupante. Tienes que salir más. Florencia se las arregla perfectamente sin ti durante unas horas.
A la luz de los pensamientos que había tenido un poco antes, aquella crítica le escoció más de lo que lo habría hecho en cualquier otro momento.
—Estoy perfectamente bien así —respondió, y en sus palabras notó una ira que no correspondía, pero aquel día, sintiendo el peligro que amenazaba a su mundo tan cuidadosamente construido, cualquier censura le resultaba irritante.
—Si tuviera que buscar una palabra más exacta escogería «distraída» para definir tu comportamiento de los últimos tiempos, y es algo que no te cuadra en absoluto —llevaba en la mano la corbata y se la tendió—. ¿Me ayudas a ponérmela?
Siempre lo había hecho, pero aquel día sintió una incómoda irritación mientras terminaba con los últimos e intrincados pliegues. Estaba distraída, distraída hasta el punto de ofuscación, pero intentó no pensar en ello cuando vio que él le ofrecía una caja en la que ella no había reparado antes.
¿Garrard’s, los joyeros? Cuando abrió la caja se encontró con un collar de turquesas sobre el terciopelo y unos pendientes a juego.
—Pero si aún falta un mes para mi cumpleaños…
—Ya, pero te encuentro preocupada y he pensado que algo así podía sentarte bien. Además, hace casi cinco años que te pedí que te casaras conmigo y quería recordarlo.
Eleanor retrocedió todo ese tiempo mentalmente: Florencia en verano, con sus árboles tupidos de verde y el Arno trazando una amplia curva a su paso frente a la villa que él tenía cerca de la Piazza Della Signoria. Estaban sentados bajo la pérgola cuando ella se sintió indispuesta y él le ofreció una toalla caliente y húmeda perfumada con lavanda para que se limpiara la cara y las manos.
El lujo tras la debacle en Francia. Un hombre que podía cuidarse de todo, incluso de una hija concebida fuera del vínculo del matrimonio, sobre una cama vestida de terciopelo en el Château Giraudon.
Acariciando aquellas delicadas turquesas, la bondad sin mácula de su marido la dejó muda.
—Yo… no te merezco, Martin.
Él puso la mano en su brazo.
—Si yo hubiera sido un hombre más joven y con mejor salud…
Ella se inclinó y le besó en la mejilla deseando por un instante haber sentido pasión y buscar su boca. Pero no quería estropearlo todo con un gesto irreflexivo y cinco años de relación nunca habían contenido ni un ápice de lujuria.
—¿Vas a ponértelo hoy? —le preguntó él, y ella se agachó para que pudiera abrocharle en collar.
Luego se acercó al espejo y se encontró con la imagen de una mujer de buena posición económica con un lujoso y caro collar, el cuerpo de su vestido en encaje de Honiton y el pelo peinado con esmero y en un estilo… propio de una mujer mayor.
La idea apareció de repente. ¡Una mujer cauta, cuidadosa y digna! Obligándose a mostrarse alegre se dio la vuelta y le dio las gracias a su marido por el regalo.
Cristo reparó en Eleanor Westbury en cuanto la vio entrar en el pequeño salón empujando la silla de ruedas de su marido. Aquella noche llevaba un vestido con el mismo corte que el resto de invitadas de más edad que ella, con un escote modesto y un añejo collar de turquesas y oro sobre el encaje. ¿Le elegiría el conde de Dromorne las joyas además de la ropa?
De cerca parecía aún más viejo de lo que le había parecido en el teatro, aunque el gris de su cabello no era tan pronunciado como había creído en un principio.
Debía andar por los sesenta. O puede que rozarse los setenta. La imagen de Eleanor en la cama con su marido era imposible de soportar y la bloqueó, reemplazándola por la de ambos.
Piel de seda y calor, los sonidos del invierno en París y las campanas del domingo, una niebla fina sobrevolando el Sena y vistiendo de gris las ramas desnudas de los olmos. Tenía una presencia que nunca había sido capaz de llegar a definir. Magnética. Inolvidable. Una mujer que le había hecho arder la sangre como ninguna otra, ni antes ni después.
¿Experimentaría aquel