Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James
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—Me alegro mucho de encontraros aquí, lady Dromorne, porque hay un pequeño asunto del que deseo hablaros y que me tiene bastante preocupada.
Eleanor la invitó a tomar asiento a su lado.
—En ese caso, espero poder seros de alguna ayuda.
—Es un asunto relacionado con mi cuñado, Cristo Wellingham.
El nombre quedó suspendido entre ambas como una daga fuera de su vaina, afilada y brutal, y Eleanor se quedó sin palabras.
—Como es posible que sepáis, ha vuelto a casa tras muchos años en el extranjero y como familia nuestra que es nos gustaría que se decidiera a quedarse a vivir entre nosotros. Es en ese sentido en el que busco vuestro consejo.
—¿Mi consejo?
Las palabras le salieron apenas sin sonido y Beatrice-Maude la miró con extrañeza.
—Quizá no sea el mejor momento para preocuparos con nada —dijo—. Quizá nos os encontréis aún recuperada tras lo del otro día en el teatro…
—No, no; estoy completamente recuperada.
Eleanor percibió pánico en su propia voz y ante la pregunta que veía brillar en los ojos de aquella mujer.
—Muy bien. En ese caso es que ha llegado a mi conocimiento el hecho de que vos podéis tener cierto interés en que mi cuñado no se instale definitivamente en Inglaterra.
—¿A vuestro conocimiento?
Todo lo que se temía estaba aflorando a la luz. ¿Habría confiado Cristo Wellingham todo lo ocurrido a su familia?
—A través de varias fuentes, y la mayoría de toda confianza.
Aquella mujer parecía no tener ni idea del horror que estaba consumiendo a Eleanor.
—No obstante soy consciente de que la situación puede ser bastante dificultosa para vos, pero confiaba en que la claridad podría persuadiros para que considerarais los hechos como nosotros los vemos.
—¿Cómo pueden verlos?
—Han pasado muchos años y su delito fue sólo fruto de la pasión…
¡Sólo de la pasión!
Eleanor ya había oído bastante y se puso en pie.
—¡No sé por qué habéis querido hablar de este asunto conmigo, lady Beatrice-Maude, pero os ruego que os marchéis! La verdadera naturaleza de mis relaciones con vuestro cuñado es algo de lo que no deseo hablar, y si insiste en destrozar mi reputación, que no os quepa la menor duda que me enfrentaré a él hasta con mi último aliento. Tengo una hija a la que considerar, y cualquier difamación que vuestro cuñado pueda hacer de mi carácter resultará contestada vehementemente en cualquier foro. Puedo añadir que las riquezas de mi esposo no tienen fin y que llevar cualquier asunto ante los tribunales de justicia sería prohibitivamente costoso.
—¿Sus difamaciones? —Beatrice-Maude parecía aturdida—. Yo no hablaba de sus difamaciones, sino de las vuestras. Sé que estuvo relacionado con el escándalo que envolvió a la muerte de vuestro hermano y había pensado intentar calmar las aguas y encontrar una solución a tal pérdida.
—¿Mi hermano? —el mundo volvió a girar—. ¿Estáis hablando de Nigel?
—Por supuesto. Me dijeron en aquel momento que Cristo fue responsable de su accidente.
—Entiendo.
Eleanor tragó la bilis que tenía en la boca. Dios Santo… el miedo le había hecho interpretar la situación de un modo completamente equivocado, y había dicho cosas que no había admitido nunca ante nadie. Apretó las manos. BeatriceMaude Wellingham era una de las mujeres más inteligentes de Londres. La más, si los rumores estaban en lo cierto, y ella acababa de desvelarle los hechos inherentes a su relación.
No sabía qué hacer. No se atrevía a volver a hablar.
Por fin fue Beatrice-Maude quien lo hizo.
—Creo que debo marcharme.
—Creo que sí.
Eleanor ya no podía seguir mostrando buenos modales. Enfrentarse a dos Wellingham en el mismo día era agotador.
Vio que la mujer hacía ademán de echar a andar, pero que aún se volvía.
—Podéis contar con mi discreción, lady Dromorne. No le hablaré a nadie de esto —le dijo con suavidad, como si fuera consciente de la importancia de no revelarlo.
—Un detalle que os agradeceré eternamente, lady Beatrice-Maude.
Eleanor no se levantó y esperó a dejar de oír sus pasos para alzar la mirada. El viento había cobrado fuerza y alzó varias hojas en el aire.
Estúpida. Estúpida. Estúpida.
¿Podría confiar en aquella mujer? ¿Mantendría su palabra y guardaría silencio? El lazo de sangre lo dificultaba más, y habiéndolos visto en grupo la otra noche tenía la impresión de que eran personas solidarias. ¿Hasta qué punto lo serían?
Cuando Martin la llamó poco después de que llegase a casa, media hora más tarde, se pellizcó las mejillas para darles color antes de presentarse ante él, porque nada de lo ocurrido debía llegar a conocerse, ya que su salud era muy frágil.
Le ofreció su mano y le besó cariñosamente en la mejilla apoyándose en los brazos de su silla de ruedas.
—¿Cuándo estará en casa Florencia? La gobernanta ha dicho que aún no ha vuelto.
—No tardará, creo yo. Tu hermana se la ha llevado a dar un paseo.
—Estás pálida.
—He estado sentada en el parque, leyendo, y hacía un poco de frío. Lady Beatrice-Maude Wellingham se ha detenido un momento a preguntarme cómo estábamos.
Qué fácil era desdibujar la verdad cuando toda tu vida dependía de ello.
Él le apretó la manos.
—A veces me preocupa pensar que conmigo tu vida es demasiado aburrida, querida.
No le dejó seguir hablando de ese modo y le bastó poner la mano en su mejilla para que él se callara.
Por encima de la barba incipiente de ocho horas notó cómo su carne había menguado.
Estaba más delgado. Mayor. Más cansado.
Él volvió a entrelazar los dedos con ella. Era un hombre bueno, un hombre de honor, una persona muy alejada de la clase de marido que habría tenido que aceptar si se hubiera hecho pública su situación.
Era la mujer más afortunada del mundo y el sacrificio de la intimidad marital era el pago que debía