Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James

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Noche prohibida - Delicioso engaño - Sophia James Ómnibus Harlequin Internacional

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Os encuentro muy diferente…

      Otro error. Siempre se había enorgullecido de su tacto, y sin embargo en aquella ocasión se estaba comportando como un jovenzuelo torpe y obtuso.

      La furia oscureció sus ojos azules.

      —¿Diferente? —susurró con la voz casi ahogada por la ira—. Si os referís al pasado, creo que sería aconsejable que supierais que no dudaría en poner en conocimiento de vuestra familia el papel que interpretasteis en aquel desafortunado encuentro si decidís ser indiscreto, milord.

      Decidió pasar por alto la amenaza.

      —¿Por qué estabais allí, en París, y en el Château?

      Hubiera querido añadir vestida de prostituta, pero le pareció inapropiado añadirlo, teniendo en cuenta quién era en la actualidad.

      Ella miró a su alrededor por si había oídos curiosos.

      —Había ido a visitar a una buena amiga, y acabé en el Château Giraudon por mi propia mala cabeza.

      —¿Fuisteis allí con las otras mujeres? Eran prostitutas.

      No podían seguir andando de puntillas alrededor de aquel asunto.

      Ella asintió.

      —Había oído que la clase alta parisina era bastante… osada en su forma de vestir, o mejor dicho, en su casi desnudez, y pensé que era cierto cuando entré en aquel local que no tenía la más mínima intención de conocer.

      —Dios.

      —Lo del coñac fue culpa mía y no he vuelto a tocar ni una sola gota de alcohol desde entonces.

      —Dios —repitió, y se paso la mano por el pelo. No había sido culpa de ella sino suya, porque debería haberse dado cuenta de que aquella mujer era todo lo que otras no eran. Debería haber sabido leer los detalles con más exactitud y certeza. A él le pagaban por descubrir duplicidades y sin embargo se había dejado engañar por un rostro hermoso y un regalo inesperado. La conciencia le escocía. Si algún hombre trataba a su hermana como él había tratado a Eleanor, lo mataría.

      Ojalá la hubiera convencido de que se citaran en un lugar alejado y desconocido para poder reemplazar las líneas de preocupación de su rostro por alegría y risas.

      ¡Pero quedaban aún tantas preguntas sin respuesta!

      —Encontré una carta entre las sábanas la mañana que os marchasteis. Imagino que fue cosa vuestra.

      —Lo fue.

      —¿Conocíais su contenido?

      —El sobre iba lacrado, y como comprenderéis no iba a profanar las últimas voluntades de mi abuelo.

      —¿Vuestro abuelo?

      —Yo era Eleanor Bracewell-Lowen antes de casarme con Martin Westbury, el conde de Dromorne. Nigel era mi hermano.

      La historia volvió a solidificarse. Cada vez que se encontraba con aquella mujer, su mundo giraba en dirección opuesta.

      Nigel Bracewell-Lowen había empapado de sangre sus manos mientras intentaba taponar la herida que tenía en la garganta. Una botella vacía de coñac hablaba de otra noche de excesos. Juventud salvaje y moral aún más, y las consecuencias no existían en el desbordado comportamiento de la adolescencia de Cristo. Hasta que ocurrió lo de Nigel…

      —Mi padre se mató al año siguiente —su voz sonó de nuevo cargada de culpa—. Sabed que ya os habéis llevado una buena parte de la felicidad de mi familia.

      Cristo movió la cabeza. Se había quedado sin palabras y sin pensarlo estiró el brazo para poner su mano sobre la de ella. El segundo error más grande de toda su vida.

      Fue como si una corriente de electricidad le recorriera el brazo y alcanzase lo más profundo de su alma, llenándola de necesidad, lujuria, urgencia y calor.

      Rápidamente la apartó y al hacerlo la miró francamente a los ojos. Se había quedado completamente pálida y los libros se le resbalaron de las manos y cayeron al suelo con estrépito.

      Todo el mundo los miró: el bibliotecario con sus gruesas gafas, las dos mujeres que había junto a la puerta y el grupo de hombres que leía los periódicos del día. Sin embargo, y en lugar de agacharse a recoger los volúmenes caídos, se quedó paralizado contemplándola y recordando.

      Recordando cómo la había sentido bajo su cuerpo, tumbada sobre aquel terciopelo de color vino mientras él enardecía sus sentidos. Recordó su abandono, su seducción, su humedad.

      —¿Puedo ayudarle, señor? —el bibliotecario estaba junto a él—. ¿Estáis bien, lady Dromorne?

      Tuvo que aplaudir la sangre fría de Eleanor, que se volvió al bibliotecario con una sonrisa.

      —Estoy perfectamente, señor Jones, gracias. Este caballero me estaba preguntando acerca del sistema de préstamos de la biblioteca. Es nuevo en Londres y al parecer desearía hacerse socio.

      El rostro del bibliotecario se iluminó considerablemente.

      —Si me acompaña al mostrador, señor, estaré encantado de ponerle al corriente de los detalles.

      Cristo se levantó, tal y como había hecho ella, y la luz de la sala brilló en su anillo de casada mientras se arreglaba el sombrero. Cada vez se alejaba más de la mujer que había conocido en París. Casada. Feliz.

      No pudo hacer otra cosa que verla marchar, ocultando en un bolsillo la mano con que la había tocado, apretando en el puño sus remordimientos.

      No debería haber ido, ni haberse citado con él a solas, ni haber permitido que la tocase porque ahora el chantaje era la menor de sus preocupaciones.

      Se había sentado en un rincón de Hyde Park bajo los árboles a disfrutar de cómo el verano se iba colando en el parque, casi siempre húmedo y neblinoso, aquel día brillante de sol. El corazón le latía a un ritmo que sólo había sentido una vez y había necesitado aquel corto instante para recuperarse.

      Olvidado. Vivo. Decadente. Desmedido.

      La edad y la impotencia de Martin habían sido la razón por la que había aceptado su proposición de matrimonio y la base sobre la que se asentaba su felicidad con él y que hasta el momento no se había puesto en cuestión.

      Hasta que la mano de Cristo Wellingham había desatado una sensación innegable en su cuerpo. Como el agua en un desierto, capaz de crear vida donde no la hay, el caos había reverdecido imparable y se había dispuesto a golpear como lo hizo en el pasado.

      ¡Pues no iba a permitirlo!

      Martin prefería la vida tranquila y no lo inesperado.

      «Una existencia pacífica es en resumen una vida feliz» le gustaba decir, y tras la debacle de París, tal sentimiento le había resultado muy atractivo, recordaba mientras retorcías las delgadas asas de su bolso. No miró a nadie de quienes pasaban ante ella y permaneció allí sentada intentando calmarse.

      —¿Lady Dromorne?

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