Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James

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Noche prohibida - Delicioso engaño - Sophia James Ómnibus Harlequin Internacional

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de Cristo Wellingham hubiese provocado en ella una reacción tal que se le había extendido por el cuerpo como pólvora.

      —Me gustaría organizar una fiesta, Taris, para celebrar el regreso de Cristo.

      Beatrice cruzó los pies con los de su marido. Ambos estaban ya en la cama aquella misma noche y su calor le resultó muy agradable.

      —No sé si le gustaría tal cosa —contestó Taris, riendo—. Desde luego a mí no me gustaría. Además, como aún no tenemos ni idea de por qué ha decidido volver a Inglaterra. Puede que sólo haya venido a restregar por el barro nuestro apellido como ya hizo en otra ocasión y quiera marcharse en cuanto la rutina diaria de la vida le aburra.

      —Es tu hermano, Taris. Pase lo que pase, tienes que intentar arreglar las cosas con él o resignarte a pasar toda la vida lamentándolo.

      —Asher preferiría construir un muro más alto y echarlo de la familia para siempre. Los pecados de su pasado no han sido una bagatela y cuando se marchó la última vez las discusiones entre nuestro padre y él eran muy virulentas. Fue un joven salvaje, sin límites, aunque Ashborne siempre mantuvo cierta distancia con él, lo cual puede que empeorase las cosas.

      —Pero no es una mala persona.

      Él sonrió.

      —¿Cómo puedes decir eso tan pronto?

      —Sabes que llevo años casada con un malvado y acabas reconociéndolos enseguida.

      —Por dios, Bea. A veces eres implacable…

      Su risa se extendió por toda la habitación.

      —Sólo contigo, Taris —le contestó, acariciándole los brazos—. Podríamos organizar un fin de semana en Beaconsmeade. No gran cosa. Algo íntimo.

      —¿A quién invitarías?

      Bea sintió que el pulso se le aceleraba porque nunca se le había dado bien engañar.

      —A la familia, por supuesto, y algunos amigos más y conocidos.

      Él le sujetó la muñeca y allí notó su pulso.

      —¿Conocidos?

      Hizo la pregunta con un tono que exigía saber la verdad.

      —Hoy he visto a lady Dromorne en el parque. ¿Alguna vez te ha hablado tu hermano de ella?

      Taris se colocó la almohada que tenía tras la espalda.

      —¿Eleanor Westbury? ¿En qué sentido?

      —¿Alguna vez ha estado… interesado en ella?

      —No.

      La negativa sonó demasiado rápida. Demasiado forzada.

      —Está lo de aquella reyerta años atrás con Nigel Bracewell-Lowen que según algunos fue fruto de los numeritos de Cristo, aunque por supuesto aquella acusación nunca se demostró. Además es una mujer casada y Martin Westbury rara vez sale de casa.

      Bea asintió. La unión de Eleanor Westbury y su marido se suponía feliz, pero su instinto le sugería otra cosa. Lady Dromorne se había desmayado al ver a Cristo en el teatro y aquella misma tarde Prudence Tomlinson decía haberlos visto dándose la mano en una biblioteca pública.

      Ella le había dicho para acallar el rumor que su cuñado había pasado el día en Beaconsmeade y Prude le había quitado importancia achacándolo a su imaginación. Sin embargo, el posterior encuentro con Eleanor había despertado su curiosidad.

      ¿Cómo podían ser responsables de la reputación de Eleanor las revelaciones que pudiera hacer Cristo? Ella se había imaginado que podía tener que ver con la edad y la enfermedad de su marido. Y tenían una hija de unos cinco años, si la memoria no le fallaba, y se preguntó cómo podía concebir un hombre tan mayor y enfermo. ¿Y si Martin Westbury no era el padre de la hija de Eleanor? Condenada imaginación…

      —Si estás decidida a reparar las relaciones de nuestra familia quizá sirviera más a tus propósitos que invitaras a las dos sobrinas más jóvenes de la familia Dromorne. Se dice que son chicas muy razonables. Puedes invitar a algunos jóvenes de la zona para compensar.

      Beatrice sonrió. Su buen juicio le decía que se olvidara del asunto, pero la tristeza que había visto en los ojos azules de Eleanor Westbury estaba relacionada sin duda con su cuñado, y proporcionar una oportunidad para que la conclusión de algo importante pudiera tener lugar no podía hacer daño a nadie, ¿no?

      Se acurrucó en brazos de su marido y se cubrieron con una manta ligera.

      —Te quiero, Taris.

      Él se echó a reír y colocándose sobre ella le susurró:

      —Demuéstramelo.

      Siete

      La invitación para la fiesta de los Wellingham que tendría lugar diez días después causó un auténtico revuelo en la casa de los Dromorne por más de una razón.

      Las dos jóvenes lanzaron un grito de júbilo, y ambas comenzaron a imaginarse qué vestido conseguiría llamar la atención del enigmático Wellingham más joven.

      Martin Westbury decidió rechazar la invitación por su parte, pero insistió en que su esposa acompañara a sus sobrinas y su hermana porque hacía mucho tiempo que nadie los invitaba a esa clase de reuniones de primer orden. No es que Martin clasificase las cosas de acuerdo con axiomas tan estrictos y rígidos, pero tenía que considerar el futuro de las hijas de su hermana y que las jóvenes tuvieran que quedarse en Londres otra Temporada más empezaba a pasarle factura con toda la actividad social que ello requería.

      Eleanor por su parte se quedó muda de asombro, incapaz de comprender el porqué de aquella invitación.

      Esperaba ser persona non grata a los ojos de lady Beatrice-Maude después de lo ocurrido en el parque, y resulta que ahora le enviaba una invitación a una fiesta organizada por las personas más solicitadas de toda la buena sociedad de Londres. El temor que había despertado en ella era atroz.

      —Sophie y Margaret deben ir, por supuesto — razonó, y le sorprendió que Martin alzase una mano.

      —Diana y tú debéis acompañarlas, querida. Es lo correcto.

      —Yo estaré encantada de cederle el puesto a Diana. Además, yo no podría dejar a Florencia durante dos días.

      —Florencia tiene a su querida niñera y yo últimamente estoy mucho mejor, así que estoy seguro de que sería una estupenda oportunidad para todos nosotros —le guiñó un ojo a su hermana—. Para asegurarnos de que estamos a la altura, tendréis que ir a la modista a que os vista para la ocasión.

      Tal declaración valió otra ronda de exclamaciones de júbilo, hasta tal punto que Eleanor no pudo dejar de sonreír al ver la cara de Margaret. En aquel momento llegó Florencia y Eleanor la recibió con los brazos abiertos.

      —¿Lo pastaste bien ayer, Florencia? —preguntó Margaret con una sonrisa.

      —Estuvimos

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