Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James
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—¡Ya era hora, Cristo! Me han dicho que andas buscando un sitio para la crianza de tus pura raza. He oído que la propiedad de los Graveson está en el mercado por primera vez desde hace un siglo. Quizás te vendría bien.
Se había olvidado de lo directa que era. Aun así había conseguido despertar su curiosidad por la propiedad que quedaba cerca de Falder. Le habría gustado que se lo dijeran sus hermanos, pero se olvidó enseguida cuando una mujer alta y de ojos azul turquesa se acercó a él. Cuando Ashe se acercó a ellos, Cristo supuso que se trataba de su mujer: Emerald Wellingham.
No se presentó, pero le estrechó la mano durante un momento más largo de lo normal, en silencio.
—Seguro que a mi hermano le gustaría recuperar su mano, Emmie.
—Pues aún no puedo devolvérsela, amor mío, porque no he terminado.
Cristo dio un respingo al darse cuenta de que le estaba leyendo la palma.
—¿Una larga vida, riquezas y buenos ejemplares? —bromeó.
—Y el inesperado final de un viaje —añadió ella cerrándole la mano.
—Tiene un gran don —la mujer de cabello oscuro se había acercado a ellos seguida por Taris—. Y si puedo atreverme a daros un consejo, os diré que las predicciones de Emerald son siempre acertadas.
—Es cierto que hacen falta grandes dotes para saber que acabo de viajar a Inglaterra.
El sarcasmo de su tono no era agradable, pero ya le habían dicho antes la buena ventura y nadie se había acercado ni de lejos a sus demonios.
—No hablaba de ese viaje —respondió la mujer de Asher—. Hay una mujer que fue importante para vos hace tiempo…
Sus ojos se le clavaron y por un momento Cristo sintió que la cabeza le daba vueltas. Le alegró que Lucy se colara entre ambos para decir que le apetecía estirar las piernas.
Eleanor encontró encantadora la obra y sin embargo la tensión que sentía dentro parecía crecer a cada minuto que pasaba. De pie con las sobrinas de Martin y su hermana Diana, tomando el fresco en el vestíbulo, la columna que tenía a la espalda le proporcionó un agradable apoyo.
Tenía miedo. ¿Miedo? ¿De qué? Tenía el vello de punta cuando Margaret se puso de pronto de puntillas para poder ver algo que había al otro lado de la estancia.
—¡Allí está! Sabía que vendría esta noche.
Eleanor no quiso mirar y Sophie la empujó.
—¡El hermano pequeño de los Wellingham del que te hemos hablado!
La gente que los separaba empezó a dispersarse y pudo ver la espalda de un hombre alto y rubio, con el cabello recogido en la nuca.
Se quedó sin respiración. Había algo en el color de su pelo, en su porte y estatura… algo familiar.
«No. No. ¡No! ¡Que no sea él!»
El hombre en cuestión comenzó a volverse sonriendo a la mujer rubia que llevaba colgada del brazo, y sus ojos oscuros fueron a pararse en los de ella, atravesando la distancia que los separaba de un château en Francia, desnuda, borracha y perdida. Las luces empezaron a apagarse y el suelo, antes sólido bajo sus pies, empezó a moverse, a trazar arcos de horror y negación y algo más que nunca jamás habría admitido.
Se alegró de sentir la mano de Diana en su brazo cuando las rodillas dejaron de sostenerla y el suelo se convirtió en una losa fría contra la mejilla.
La incredulidad más extrema atrapó a Cristo mientras intentaba comprender lo que acababa de ocurrir. Su prostituta virgen de Château Giraudon estaba allí, con un precioso vestido azul, el pelo recogido en un elaborado peinado que la peluca rubia que llevaba en París había ocultado, un tesoro de tonos rojizos, caoba y chocolate.
—Dios mío, es Eleanor Westbury, Emerald — la voz de Beatrice-Maude sonaba preocupada—. Se ha desmayado. ¿Dónde está su marido?
¿Marido? El mundo se volvía cada vez más extraño y sintió la necesidad de adelantarse y simplemente tomarla en brazos, pero la palidez de su rostro había quedado oculta por las cabezas de aquellos que se habían acercado a socorrerla.
Un sofá que había detrás resultó ser un regalo divino al que un hombre joven que debía ser el marido del que había hablado Beatrice la subió. Fogonazos de unos iris color azul zafiro se colaban entre la gente que se había arremolinado en torno a ella cuando un médico que había en la sala se arrodilló a su lado con su maletín de instrumental.
Un momento después, Cristo vio que recuperaba el sentido y que intentaba incorporarse con movimientos torpes. Tragó saliva y oyó que le preguntaban algo. Había sido la mujer de Asher, y a juzgar por su tono de voz había algo más que la dosis normal de curiosidad.
—¿Perdón?
Estaba aturdido. La mujer a la que llamaban Eleanor Westbury no había intentado encontrarle con la mirada sino que había mantenido los párpados bajos, apretando en un puño el abundante vuelo de su falda.
Temblando por el esfuerzo de permanecer inmóvil, Cristo se enfrentó con angustia a la mirada de Emerald Wellingham.
—¿La conocéis?
Contestó que no con la cabeza y a continuación oyó cómo Beatrice-Maude le relataba la historia de lo que estaba ocurriendo a Taris. ¿Por qué lo hacía si la escena se estaba desarrollando igualmente ante sus ojos?
Otra verdad se materializó de golpe: su hermano no podía ver, ni eso ni nada. Miró a Asher para que se lo confirmara y su hermano mayor asintió casi imperceptiblemente.
Al parecer no había allí verdades o descubrimientos insignificantes. El mundo se empeñaba en modificar la inclinación de su eje a fuerza de tiempo y conocimientos: la prostituta francesa que habían dejado en su cama desnuda y dispuesta era nada menos que una dama inglesa casada y su hermano Taris se había quedado ciego.
—Ahora llega Martin Westbury, conde de Dromorne —dijo Emerald, y Cristo lo miró con curiosidad.
El marido de Eleanor, viejo, gris y confinado en una silla de ruedas llegó junto a su esposa y ésta se agarró de su mano con tanta cariño que Cristo se dio la vuelta.
—¿Ése es lord Dromorne? —preguntó sin fineza alguna. A juzgar por su aspecto y el tono macilento y gris de su piel mejor estaría en un sanatorio que allí.
Emerald asintió.
—Sí, y es un matrimonio hecho por amor, porque él es muy rico y la mima constantemente.
¿Eleanor Westbury era una mujer con una posición social que mantener? ¿Una dama de alcurnia y buena crianza a la que nada podía habérsele perdido por los callejones de París?
Fue un alivio que sonara el timbre que indicaba a los espectadores que volvieran a sus asientos.
¿Sería grave el motivo del desmayo? ¿Le habría visto?
Mil preguntas se le agolpaban en la cabeza y entre tanto estupor y tanta incredulidad