Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James
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Cristo vio cómo el carruaje salía del patio y el ruido de las piedras blancas del pavimento bajo las ruedas le recordó a otro lugar, a otra casa muy lejos de allí.
Apretó los puños y el sabor amargo de la soledad le llenó la boca. Añoraba una tierra más verde y una casa que se asentaba en la ladera de una montaña, con un bosquete de robles guardándole la espalda y multitud de rosas en los jardines.
Falder.
El nombre despertó los rincones de su memoria y decidió apartarse de la ventana y concentrarse en encender la chimenea. Aquella sencilla tarea le tranquilizó, e hizo que el miedo que sentía royéndole las entrañas se tornara más distante.
Cuando terminó, abrió el cajón oculto de su escritorio y sacó del portafolios de piel el resumen de lo ocurrido la semana anterior en el Comité.
Los secretos le ayudaron. Escribir en clave requería de lógica y concentración, ya que había que encontrar un patrón entre líneas al azar de letras y números. El libro de Conradus y los principios de Scovelle le facilitaron la tarea y su interés creció.
Le aguardaban horas de concentración y atención. No iba a dormir. No soñaría. No tendría tiempo de contemplar la luz grisácea de la mañana y preguntarse cómo demonios había terminado así.
El penetrante olor de la muchacha seguía presente y resultaba un elemento desconcertante. Le hacía volver a desearla. A anhelar el calor de su carne, pura aún.
Tomó la pluma y la mojó en el tintero. Su medallón seguía allí sobre la mesa, delante de él, con su delicada cadena de oro, y recordó cómo lucía colgando de su cuello, frágil y pálido, con una piel casi translúcida.
Mentalmente repasó su forma. Hubo un tiempo en el que no sabía nada de matar o de morir, un tiempo en el que le habría sido imposible describir el sonido de la muerte. No podía engañarse diciéndose que aquellos que habían acudido al encuentro de su Creador por su culpa habían perecido por un bien supremo o por la Regla de Oro, o de la reciprocidad. La inteligencia era un juego que cambiaba casi igual que las estaciones, y la codicia tenía tanto peso como la lealtad, al rey o a la patria.
No a la familia. Hacía tiempo que se había curado de eso.
Las columnas del documento que tenía sobre la mesa volvieron a enfocarse. Página setenta y cinco, columna C, la cuarta palabra empezando por arriba. Un mensaje empezó a cobrar cuerpo en aquel caos, aunque una letra mayúscula le desbarató todo. El calibrado había cambiado por dos veces y las combinaciones habituales ya no encajaban. La transposición siempre servía, y buscó una letra que apareciese con frecuencia.
La R. La había encontrado. La sustituiría por una E. Ahora sólo le faltaba encontrar el sistema.
Tenía dieciocho años cuando empezó su carrera en la peligrosa carrera del espionaje. Un muchacho desencantado de su familia y solo en Cambridge, una presa fácil para sir Roderick Smitherton, profesor que llevaba años proporcionando los mejores alumnos para la oficina de Asuntos Exteriores. Cristo había sobresalido en todas las disciplinas, y en particular su habilidad para los idiomas había terminado sellando su destino.
Al principio fue para él como un juego, los poderes políticos de Europa atenazados aún por el recuerdo del terror de Napoleón, un hombre que había sido capaz de crear un imperio gracias a su capacidad de maniobra.
Cristo había llegado a París siendo hijo de una francesa y el legado de su château le había proporcionado un lugar en el que vivir. Las relaciones de su padre y la deshonra de su madre no le habían servido precisamente como punto de partida, pero aun así había conseguido organizar una red de espionaje en aquel inestable París en el que los sacerdotes y las prostitutas se habían erigido en la piedra angular de su servicio de inteligencia.
Lo que más le gustaba era la caza, aquellas pocas horas que sobresalían entre meses de total aburrimiento, porque en ellas encontraba el tan buscado olvido y su vida quedaba sumida en el desequilibrio que era sólo responsabilidad de otros.
Apretar el gatillo y acabar con todo.
Muchas veces le había llamado la atención la resistencia de la condición humana, siempre que sus manos actuaban por voluntad propia y que se oía el zureo de una bala o brillaba el filo de un puñal a la luz de la luna y en los rincones escondidos de aquella ciudad, en los lugares en los que la gente ocultaba los secretos que podían acabar con una nación merced a una respiración de más o al vuelo de una moneda. Siempre contando, pero no las vidas que pudiesen perderse con el rodar de unos dados o el movimiento de la cabeza. Esas, no. Contando sólo el coste imprescindible de mantenerse en el juego, un paso adelante… ¡y vivo!
Sacó un puro de la cajita de plata que guardaba en el primer cajón y golpeó el extremo contra el pulido roble de su escritorio. El bien y el mal dependían del punto de vista de cada cual, aunque sospechaba que sus principios morales hacía mucho tiempo que habían quedado teñidos por el barniz de la conveniencia, y la idea, equivocada por otro lado, de que su intervención podía marcar la diferencia era sólo un vago recuerdo en el oscuro laberinto que era su vida.
El código que tenía ante los ojos se volvió borroso y se levantó para acercarse a la ventana.
Su carruaje aún no había vuelto y se preguntó dónde habría pedido Jeanne que la llevasen. Debería haberla acompañado para asegurarse de que llegaba sana y salva a su destino.
—Mon Dieu!— exclamó, y su aliento tiñó el vidrio. Con un inusual patetismo escribió una J en él y la borró inmediatamente.
Podría encontrarla de nuevo, o podía perderla para siempre en el laberinto de espejos y sombras en el que nada era inmutable.
Sólo gran decepción y soledad infinita… y si la prostitución era la profesión más antigua del mundo, el espionaje no debía andarle a la zaga.
Vio salir de su casa a unas cuantas prostitutas que fueron engullidas por el tráfico de la calle, pero hubo tiempo de que los colores de sus vestidos chocaran tanto como la presencia de un pavo real en un gallinero. Esperaba que fuese cierto que una de aquellas mujeres era la tía de Jeanne y que algo de lo que le había dicho fuese cierto. Quizá entonces pudieran reírse juntos tomando una taza de té y planear la frivolidad de la velada.
Qué absurdo. No podía ejercer dominio alguno sobre aquella pequeña puta y exigirle algo sería una estupidez. Pero la ira no se disipaba, como tampoco el deseo. No podía dejar de contemplar la cama deshecha, el cobertor que le había proporcionado calor revuelto, arrastrando por el suelo. Vacío.
Sólo quedaba su olor, mezclado con el del alcohol. Respiró hondo para sentirla cerca de nuevo pero se detuvo.
No. Su asociación con Beraud sólo podía ser peligrosa para ambos. Sin pararse a pensar tiró de las sábanas y las lanzó al fuego de la chimenea. Mejor tenerla sólo en el recuerdo. Conservar su encanto. Su inocencia. Su juventud. Ojalá supiera su verdadero nombre.
Metió el medallón en una caja de objetos varios que guardó al fondo del cajón de su escritorio y estaba decidido a apartarla de su pensamiento cuando llamó su atención algo que brillaba con más intensidad que la tela.
Una carta. A punto de ser devorado por el fuego vio que el sobre estaba dirigido a él.