Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James
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—La promesa de que cuando llegue el día me facilitaréis la salida de este lugar en vuestro carruaje y me dejaréis ir donde me plazca sin hacerme preguntas.
Él asintió.
—¿Escaparéis a París, mademoiselle?
Se limitó a sonreír mientras él apartaba el cobertor y una de las plumas blancas del relleno se salía e iba a parar sobre su vientre. Se inclinó para soplarla y cuando su cálida respiración le rozó la piel sintió que se quedaba sin aliento. Un latigazo de pasión le hundió la cabeza en la almohada e hizo que la sangre le latiera en los oídos, nublando cualquier otra percepción excepto el deseo que le palpitaba por cada poro de la piel.
—Quizás os esté causando un perjuicio, ma petite, permitiendo que dejéis París y una profesión que parece ser vuestro medio natural —concluyó con una sonrisa descarada, al tiempo que dejaba caer el cobertor de la cama al suelo.
No debería haber seguido adelante con aquel juego, pensaba Cristo, pero sus palabras ofreciéndole todo habían sido para él un poderoso afrodisíaco:
«Estoy a vuestro servicio».
Con veintitrés años que tenía ya no podía decir que fuese un santo, y si el demonio iba a tentarle para que entrase en el infierno, estaba dispuesto a correr el riesgo. Estaba listo y rebosante de deseo, y el perfil de su erección se dibujaba nítidamente en los pantalones de un modo casi… desesperado.
Ojalá se le hubiera ocurrido ocultarlo, ocultar el poder que ella tenía sobre su cuerpo, pero no podía hacerlo ya; además el reloj había dado las siete y el momento de cumplir su promesa de libertad se acercaba.
—¿Cómo os llamáis?
De pronto sintió la necesidad de conocer parte de la verdad.
—Jeanne.
Lo dijo tan en voz baja que apenas lo oyó. ¿Jeanne?
Escribió las letras de su nombre con la lengua en su vientre y luego con un dedo. El vello de su brazo derecho se erizó, y reparó en que no era tan pálido como el de su cabello, sino casi castaño. Vio cómo sus pezones se enardecían al contacto con sus manos y el palpitar de su pulso en la garganta se aceleró bajo las últimas pecas de verano.
Tan delicada y tan frágil; sólo una muchacha al borde de la edad adulta. Deslizó la mano hacia abajo para llegar a la unión de sus piernas, húmeda, caliente y cerrada.
Siguió luego por sus muslos y la curva de las caderas, haciéndola reconocer con su exploración lo hermosa que era. No sólo una prostituta, la distracción de una noche o una moneda de cambio.
Sus labios se entreabrieron y la respiración se le aceleró al volver a acercarse a su centro para abandonarlo en el último momento y no satisfacer aún su deseo. Pero lo sintió. Lo sintió en el modo en que sus caderas se elevaron y su carne se inflamó de necesidad.
El sudor le perlaba la piel encima de la boca y la frente antes de que acercara los labios a la unión de sus piernas.
Aquella vez sí que gritó por la sorpresa al sentir que su lengua la acariciaba, paladeando el buen vino que manaba de aquel lugar, y sintió que se aferraba a sus cabellos reteniéndole allí como la llama retiene a la polilla.
El fuego de la juventud, el sexo y la pasión. La lujuria de cien días de abstinencia y muchos años de cautela. El recuerdo de lo que era sentirse libre. Bebió de todo ello como un hombre que saliera del desierto hasta que lo único que quedó fue ella.
Su piel. Su olor. La sensación de tener sus manos enredadas en el pelo, reteniéndolo.
—Jeanne —musitó, y cuando no vio reconocimiento alguno en sus ojos azules, supo que aquél no era su verdadero nombre.
Pero no podía importarle porque ella estaba allí, y él estaba allí, y su sangre en las sábanas era más real que cualquier falsedad.
Moldeó sus pechos con la palma de la mano y apretó con suavidad, y su abundancia se escapó entre el pulgar y el índice. En aquello no era una niña.
Se acercó a su rostro y reteniéndolo entre las manos la besó en la boca, sorprendiéndose a sí mismo con aquel deseo, y cuando su resistencia se hundió, lo sintió como una bendición. Su lengua, sus mejillas, su rostro en las manos volviéndose hacia él, su sabiduría frente a ella, la certeza, la necesidad de poseer, de retener, de afirmar.
Cuando se desabrochó los pantalones y la colocó en su regazo, ella no se resistió, y sintió el extremo de su sexo detenerse un segundo antes de penetrarla, recibió con agrado el dolor apoyando la cabeza en su hombro. Rindiéndose. Plegándose. Todo olvidado excepto la pesada rigidez de su miembro dentro de su cuerpo.
—Ah, cariño…
Tenía la frente húmeda de sudor pegada a sus senos. Eleanor se había dejado llevar por su experiencia, por su delicadeza, por su modo de hacer crecer el deseo de ella junto con el propio hasta que no les quedó lugar alguno adonde huir excepto al dominio de la fantasía y el placer, del supremo alivio del orgasmo.
La mantuvo abrazada contra su pecho acariciándole la espalda mientras los ruidos de fuera iban haciéndose presentes. Su camisa del mejor lino estaba empapada en sudor y ella se preguntó por qué no se habría desprendido de ella. Quizá por las cicatrices que había notado en su espalda al abrazarlo.
Atrapada en un mundo en el que no cabía nadie más, se volvió más osada y trazó las formas de su oreja con la lengua como él le había hecho antes.
Él contuvo la respiración y el olor que emanó de ambos resultó intenso y penetrante, un lazo más que los unió, otra sensación indescriptible.
Cristo dejó que fuese ella quien liderara aquella vez, dejándola hacer. Le gustaba cómo le abordaba con delicadeza, extendiendo la palma de la mano sobre su pecho y con la erección presionándole con fuerza en el vientre.
Cuando lo rodeó con la otra mano y él se quedó inmóvil, ella la retiró de inmediato, pero Cristo volvió a guiarla donde estaba.
Quería moverse, quería tumbarla y colocarse sobre ella, que sus senos le rozaran el pecho, pero ella lo retuvo como estaba.
—Dios, ayúdame —susurró, en inglés aquella vez, signo inequívoco de hasta qué punto había perdido el control. Entonces la penetró sin moderación porque no quedaba ni rastro en él, ni inhibiciones, ni cortapisas. El estremecimiento acompañó a su orgasmo y sintió una liberación que siempre había imaginado como parte sólo del pasado.
—Dios.
Su voz ya no sonó del mismo modo cuando unos veinte minutos después se separó de ella y cruzó la alcoba para lavarse en su aseo, y volvió a repetir la palabra al comprender la enormidad de lo que acababa de ocurrir. La prostituta pagada por Beraud le había devuelto los sentimientos, la esperanza.
Apoyó la frente en la luna del espejo de plata y cerró los ojos. La muchacha era un peligro con su piel de alabastro y su inocente sensualidad. En su mundo, cualquier cosa que tuviese valor para él suponía una pérdida de control, la debilidad de la preocupación como arma fácil para aquellos que quisieran hacerle daño. ¡Y había tantos!
Tenía