Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James

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Noche prohibida - Delicioso engaño - Sophia James Ómnibus Harlequin Internacional

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que los hombres honorables de la corte de Inglaterra le habrían dispensado. Su vestido estaba un poco ajado, pero la peluca era de las mejores y se la había comprado justo antes de salir de Londres. Quizás se debiera a la presencia de las mujeres instaladas allí, sus ropas de colores y sus generosos bustos lo que había provocado la ilusión de algo que allí, en París, debía ser normal.

      Les había costado menos de una hora a la gente de la planta baja conseguir que bebiera más coñac que en toda su vida junta mientras esperaba, esforzándose por no mostrar el nerviosismo que sentía.

      Dios, si el conde hubiera aparecido antes le habría entregado la misiva y se habría marchado sin más como pretendía. Una nieta fiel a su abuelo que cumplía con una de sus últimas voluntades. ¿Y ahora? No se atrevía a hacer nada que pudiera despertar todavía más las sospechas de aquel hombre con todo lo que había pasado entre ellos, porque si llegase a descubrir su verdadero nombre…

      La incipiente luz del amanecer le iluminaba el perfil. Era casi tan joven como ella, y al menos eso la satisfizo un poco.

      —¿De dónde sois?

      Sus palabras contenían la desconfianza y la precaución de alguien acostumbrado a la traición. Le vio posar la mano derecha sobre el muslo y reparó en que le faltaba el dedo meñique.

      —¿Habláis inglés?

      Había cambio de idioma y su acento era pura aristocracia. El cambio la hizo ponerse a la defensiva ante aquel velo de misterio que ocultaba la verdad. ¿Quién era? ¿Por qué le preguntaba eso? Tragó saliva antes de contestar.

      —Pardon, monsieur, no entiendo lo que dice. Intentó que sus palabras sonaran con la cadencia de las criadas de Bornehaven, el francés provenzal tan fácil de imitar. Las líneas de sus hombros se relajaron.

      —El sur queda muy lejos de París, ma petite. Si necesitáis dinero para volver a casa…

      Saltaba con suma facilidad del inglés al francés.

      Contestó que no con la cabeza. Aceptar dinero sería quedar en deuda, y ya que carecía de cualquier cosa que sirviera para comerciar excepto su cuerpo, tenía que andarse con cuidado.

      —Pues si estáis decidida a quedaros en la ciudad, a lo mejor podemos llegar a un acuerdo vos y yo.

      El fuego de su mirada la estaba calcinando.

      Eleanor se apretó contra el cabecero de la cama cuando le vio acercarse.

      —¿Acuerdo?

      —Vuestro modo de trabajo es, digamos… inseguro. Yo podría ofreceros un futuro menos incierto.

      —¿Incierto?

      Él se echó a reír. Tenía unos dientes muy blancos y Eleanor reconoció el poder de la belleza, intenso e innegable, que los ojos de él parecían definir con arrogancia y autoridad. No era un hombre al que se pudiera tomar a la ligera, pero no era el exterior lo que la tenía casi hipnotizada, con una especie de tristeza oculta tras el desenfado con el que se comportaba.

      Se detuvo frente a ella y le pasó el pulgar por la mejilla. Sin fuerza. El corazón se le aceleró.

      —Aunque si de verdad deseáis que pare, mademoiselle, lo haré.

      Y hablaba en serio. El honor afloraba en los lugares más inesperados, se dijo, y el silencio se extendió entre ellos.

      Debería apartarse. Debería decir que no con la cabeza y ponerle punto final a todo, pero estaba presa de sus ojos, con los pezones endurecidos y el deseo agarrado al vientre.

      ¡El conde de Caviglione!

      Su abuelo le había dicho que era un buen hombre, digno de confianza, un hombre relacionado con el duque de Carisbrook…

      El que hace un cesto, hace ciento, se dijo.

      ¿Qué más daba cuando la urgencia que sentía su cuerpo era irresistible y el daño ya era irreparable?

      No se inmutó cuando él apartó la sábana para dejar sus pechos al descubierto, el frío sumándose al deseo.

      La colcha era de color vino cosida con hilo de oro, y sintió sus pequeños montículos cuando él fue deslizando la mano hasta llegar a su cuello. Encima de la cama había una red de gasa sujeta con un lazo a una pieza pintada en plata antigua. Más arriba de todo ello había un espejo que captaba sus movimientos a través de un velo de muselina en el que se podía ver el perfil de sus senos.

      El reflejo del hombre que tenía sentado a su lado, con aquellos ojos tan negros como la noche y su magnetismo le dejaba pocas posibilidades de rechazarlo. El pelo le llegaba más allá de los hombros, era casi de hebras de plata y alargó la mano para tocarlo.

      Él sonrió sin falsa modestia y los distantes sonidos de un París que despertaba les llegaban muy lejos.

      —¿Cuántos años tenéis?

      —Dieciocho.

      Él le hizo volver la pierna hacia la luz.

      —¿Qué es esto?

      Los círculos de piel quemada le dolieron al contacto.

      —Es que no quería que me desnudaran.

      —El pudor en una prostituta es poco habitual.

      —Es que tenía frío.

      Se echó a reír, en aquella ocasión con libertad. De un cajón de la mesilla sacó un paño limpio que untó en un ungüento que tenía en una lata y se lo aplicó cuidadosamente, lo que apaciguó el dolor. Cuando terminó no apartó la mano sino que la deslizó por su pierna. La piel se le erizó.

      —¿Cuánto os han pagado?

      La pregunta fue casi una caricia.

      Ella permaneció en silencio. No tenía la más remota idea de a cuánto podía ascender la remuneración que percibiese una dama de la noche.

      —Lo triplico.

      —¿Y si me niego?

      —No lo haréis.

      Un inesperado griterío la sobresaltó.

      —La fiesta seguirá aún durante algunas horas —le dijo él—. Y las señoritas de Beraud son bastante inquietas. Elegid, ma petite.

      Ella le tomó la mano, delgada y elegante, de uñas perfectas y limpias.

      —Estoy a vuestro servicio, monseigneur. Había oído a algunas de las mujeres de la planta baja utilizar esa frase en los salones del Château Giraudon. Su seguridad radicaba en lo bien que fuese capaz de interpretar su papel, y se humedeció los labios con la lengua del mismo modo que hacían las mujeres de abajo, despacio, mirándolo directamente.

      Sus ojos eran miles de veces más sabios que él, con aquel chocolate derritiéndose sobre destellos de ámbar. El peligro, la distancia y el férreo control, la despreocupación de la juventud a pesar de la amenaza… decidió correr el riesgo con aquellas manos

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