Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James
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—Pero ser una mujer sin experiencia os mostráis sorprendentemente bien dispuesta.
Eleanor volvió la cara. Desde lo que debía ser la planta baja llegaban gritos, copas que caían sobre superficies duras a resultas de la embriaguez.
Un burdel.
Estaba en la cama de un burdel con el hombre que la había desflorado.
Una lágrima solitaria se deslizó por la mejilla y fue a desaparecer en el terciopelo burdeos de la almohada. Su ristra de maldiciones en francés le confirmó que él también lo había visto.
¿Lady Eleanor Bracewell-Lowen? Inglaterra y el rancio mundo de la buena sociedad quedaban lejos, muy lejos de allí.
Dos
—¿Quién sois? —repitió Cristo, sosteniendo el medallón en la mano y con la voz incierta. Detestaba el miedo que estaba viendo en su rostro. Ojalá la hubiera dejado allí y se hubiera limitado a salir hasta que se marchara. Pero la vida había dejado de ser sencilla para él. Beraud se la había llevado. ¿Y si aquella mujer sabía algo de su pasado? Durante años había mantenido a salvo sus secretos, pero tras haberse apoderado de su doncellez sentía que le debía algo.
Pasó otro minuto y otro más, pero ella seguía sin hablar, y la furia goteaba como el pus de una herida infectada.
Decidió valorar sus opciones.
No parecía dispuesta a hablar y él ya no sentía necesidad de conseguir que lo hiciera. Temblaba porque el fuego se había apagado hacía rato y el frío de aquellos primeros días del noviembre parisino se había colado en su cámara.
Desplegó un edredón de plumas de ganso que tenía en una silla y la cubrió con él. Un pie se le quedó fuera y lo cubrió.
Las primeras luces del alba empezaban a despejar la habitación y las campanas del Sacré Coeur reverberaban en aquellas almas que aún creían en la bondad de Nuestra Señora. Rascó una cerilla para encender un puro y sus volutas de humo ascendieron por la rácana claridad, otro recordatorio más de en qué se había convertido.
—Mon Dieu, et quel bordel tout ceci.
«Dios mío, en qué lío de mil demonios estoy metido».
Vio que el edredón se movía. La joven intentaba incorporarse.
—¿Seríais tan amable de darme algo de beber? Oír aquellas palabras le hizo palidecer porque la dignidad que palpitaba en ellas era innegable. Le sirvió una copa y aunque ella le dio las gracias, él siguió sin poder emplazar su acento.
—¿Por qué estáis aquí?
Ella siguió sin querer hablar, pero al ver unos reflejos de culpabilidad brillar en sus ojos claros sintió que su sentimiento de culpa crecía también.
—No sabía que no habíais conocido varón — le dijo intentando explicarse—. En este lugar nunca hay inocentes y cuando me he dado cuenta de que vos lo erais, ya se había hecho demasiado tarde.
A duras penas podía calificarse de disculpa, pero no era capaz de nada más.
—En ese caso, ¿me dejaréis marchar, monsieur?
Ojalá la hubiera sacado de allí antes de que la necesidad de su cuerpo hubiera sido ingobernable.
—¿Dónde están vuestras ropas?
—Abajo. Tomé una copa… más de una.
—¿Llegasteis con las… con otras mujeres? Ella asintió.
—¿Y la cadena?
—Se la regaló a mi tía un caballero inglés al que había servido bien. Una baratija que no era de su gusto. A mí sí me gustaba y ella me dijo que si la acompañaba esta noche podría quedármela, si la noche salía tal y como esperaba…
—¿Vuestra tía es una de las mujeres que hay abajo?
Ante tal explicación Cristo apretó el medallón en la mano y sintió que el escudo de armas labrado en él se le clavaba en la palma. ¿Era posible tal coincidencia? Tras casi una vida de engaños sabía que no podía ser el caso. ¿Conseguiría hacerla hablar ahora que estaba ya más sobria? El corazón le latía desaforado al preguntarse lo que Beraud podía haber intuido sobre el significado que ocultaba aquella divisa.
«Sigue hablando», se dijo Eleanor cuando la niebla de la bebida que le habían obligado a ingerir empezaba a despejarse y comprendía que tenía que sobrevivir. El terciopelo oscuro de sus iris se había vuelto más intenso. Sólo era para él una prostituta que comerciaba en un mercado al que podía acudir en innumerables ocasiones puesto que la mercancía podía ofrecerse muchas veces, tan poco valiosa la primera vez como la vigésima.
Tenía que intentar ver si aún podría salir de allí con su nombre intacto.
—No creo ni una palabra de cuanto decís. ¿Trabajáis para Beraud?
—¿Beraud?
—De la policía de París. El hombre que os envió a mi habitación.
—No sé quién es. Yo vine aquí con mi tía y… Le impidió seguir hablando con tal sólo alzar la mano.
—Mentís, mademoiselle, y quiero saber por qué. O a lo mejor preferís uniros a los de abajo y continuar con vuestro comercio —sugirió, levantándose de la silla y acercándose a la ventana—. Podríais obtener unos ingresos extras con el tipo que os trajo aquí. Sin duda se mostraba muy interesado.
El miedo se hizo palpable en su voz.
—Creo que preferiría quedarme con vos, monsieur.
Su sonrisa estaba desprovista de humor.
—Tened cuidado, ma cherie, de expresar tales deseos, porque son muchos en este juego los que no os ofrecerán el lujo de daros a elegir.
Eleanor apretó los puños bajo el edredón. «Como vos no me lo habéis dado». Estuvo a punto de decir.
Una perdida.
La palabra había quedado escrita con la sangre que había manchado las sábanas y la risa que provenía del piso de abajo parecía burlarse del silencio que había entre ellos, de la extrañeza. Le vio tomar una copa para volver a dejarla boca abajo, sin usar.
Isobel la había puesto sobre aviso de la intemperancia de los hombres como aquél cuando llegó a París, pero las cautas advertencias de su amiga habían quedado sepultadas por la necesidad. Su abuelo le había dado instrucciones para que se asegurara de que aquella carta llegase a las manos adecuadas.
—El conde de Caviglione en el Château Giraudon. Entrégale este carta sólo a él, hija mía— le había dicho una y otra vez, mientras su vida se apagaba—. Sólo a él. Prométeme que lo harás así, porque es un buen hombre, en el que se puede confiar y necesita saber la verdad.