Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James

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Noche prohibida - Delicioso engaño - Sophia James Ómnibus Harlequin Internacional

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del momento no podía ser casual y se preguntó qué pretendería ganar Beraud aquella noche metiendo una mujer en su alcoba. Los códices en los que había estado trabajando estaban casi terminados. ¿Habría llegado a oídos de la policía francesa? La mirada de un ojo experto bastaría para desenterrar secretos que debían permanecer ocultos y poseía la experiencia suficiente para saber que los espías eran más eficaces cuanto más inesperada era su forma.

      El reloj de la chimenea dio las once y de los salones de la planta baja le llegó la algarabía de la fiesta: risas femeninas, una botella que se descorchaba y el canto de hombres disfrutando libremente del sexo y el licor.

      En otras ocasiones él había estado entre ellos, regalando avances a cortesanas que recibían con agrado sus atenciones. Pero de todo aquello distaba ya un siglo y el orgasmo había dejado de ser el opiáceo de su vida.

      La muchacha se movió de repente y su olor se volvió penetrante. Era joven para haber sido tan maltratada y el gusto de Beraud en el arte amatorio nunca había sido sencillo. Dos marcas en el muslo izquierdo llamaron su atención: una quemadura con ampollas que parecía no pertenecer a una piel de alabastro como aquella. Cuando se inclinó hacia delante para tocarlas ella no reaccionó, sino que se limitó a mirarlo con los ojos entrecerrados.

      —Combien as tu bu, mon amour?

      «¿Cuánto has bebido, cariño?»

      Un murmullo que no logró descifrar fue su respuesta al volverse hacia él con un gesto claramente incitante en el modo en que dejó caer las piernas. Aquel movimiento fue acompañado por su intenso perfume. Los polvos que llevaba en la cara mancharon de beis sus inmaculadas sábanas blancas y se despreció a sí mismo por el modo en que su mano se negaba a obedecer la orden de dejar de tocarla. El calor de su seducción era un narcótico sin rival y su aura de chica inocente un incentivo más en su medio de trabajo.

      Debería dejarla allí, salir y ordenar que alguien se encargara de echarla a la calle, pero le era imposible. Era el tacto de su piel lo que actuaba como un imán y la curva de sus caderas de las que nacían aquellas piernas largas y condenadamente perfectas.

      Incapaz de pensar, alargó la mano para buscar lo que más oculto estaba y sonrió al ver cómo la joven arqueaba la espalda. Desde luego era una cortesana con ciertas habilidades, tenía que reconocerlo, pero sus músculos estaban más cerrados de lo que deberían estarlo los de una prostituta. Con un cuidado que a él mismo le sorprendió comenzó a acariciarla con el objetivo de que su placer fuera similar al suyo propio y que su cópula fuese algo completamente distinto al encuentro rápido y animal que seguramente Beraud tenía en mente. Cerró los ojos para no ver los afeites de su profesión y su falsa peluca, y fácilmente consiguió imaginarse otras cosas… cosas que eran ciertas y buenas y que pertenecían a un mundo que antes era suyo, antes de que sus pecados lo cambiasen.

      Voló a aquel momento, años de vida en París concentrados en sus manos, acariciando con cadencia y vigor, buscando su respuesta, provocándola, empujándola a alzar las caderas.

      Algo le estaba pasando, algo pavoroso, exquisito y carnal. Ya no podía seguir inmóvil y tensa cuando todas las fibras de su ser gritaban de necesidad.

      Mal. Todo aquello estaba mal, pero una fuerza incontenible la arrastraba.

      Más. Quería que se moviera más, que llegara más dentro, y no pudo contener el gemido que se le escapó entre los labios ni el pálpito de su piel donde él la tocaba. Un maestro interpretando música en su cuerpo, borrando la rigidez del miedo y reemplazándolo con serenidad y deseo. Todo. Sin retener nada. Rendición incondicional.

      —Sh…

      Intentaba mantenerla inmóvil, pero ella no podía calmarse, necesitaba llegar al final de su necesidad.

      «No os detengáis».

      Con los ojos cerrados se dejó llevar por la sensación que desbarataba todo lo demás, abandonándose a la exigencia que la hundía en el colchón y que le arrancaba la vida y el honor.

      La sintió culminar, sintió que sus músculos le rodeaban espesos por el éxtasis, sin aliento. ¡Agotada y repleta!

      Ahora era suya. Dios, Beraud le había medido bien, pensó mientras se desabrochaba los pantalones y se preparaba para montarla. Estaba húmeda y lista, entregada a él de una manera que despertaba un apetito insaciable en él. Se colocó sobre sus piernas abiertas y abrió sus labios para penetrarla.

      El calor del interior de su cuerpo le llegó hasta el alma misma, pero tropezó con una barrera que de ninguna manera había esperando descubrir allí.

      ¿Virgen?

      La noción fue como un fogonazo que no sirvió para detenerle, aunque lo hubiera pretendido, y la semilla que casi nunca depositaba en mujer alguna se derramó caliente en su vientre.

      Una prostituta virgen. Un engaño. Sus pensamientos despertaron al salir de ella, dejando el líquido de su sexo sobre su piel.

      La muchacha se había vuelto de costado con los ojos cerrados en lánguido abandono, que en él iba cobrando visos de ira. La corrupción de una inocente le hizo maldecir.

      ¿Quién diablos era aquella mujer? ¿Quién demonios le había hecho algo así… a él, y a ella?

      Dios bendito… después de llevar años trabajando para los servicios de inteligencia, ¿era capaz de caer en algo así? Una oleada de culpa y arrepentimiento le sacudió al comprender que no había contado con el consentimiento sagrado en cualquier relación. Él jamás había empleado la fuerza para yacer con una mujer y la virginidad era un don que debía protegerse y entregarse con pleno conocimiento. Volvió a maldecir, insultando a Beraud por haberle enviado una prostituta virgen y empapada en coñac que desconocía por completo aquel negocio.

      Más preguntas acudieron a su mente al ver brillar de pronto un medallón en la almohada, un colgante de oro que había quedado al descubierto al retirarse el cabello. Se lo quitó del cuello y acudió con él a la luz, y de inmediato supo que el pasado acababa de darle caza.

      Engañado. Expuesto. Otro eslabón de la cadena que le ataba allí, lejos de la buena sociedad y marcado para siempre por la vergüenza.

      Eleanor sintió que flotaba en un extraño desequilibrio y abrió las manos para agarrarse a la sábana blanca sobre la que descansaba.

      Desnuda. Estaba desnuda, aunque tal consideración no era nada comparada con la certeza absoluta y repentina de lo que había ocurrido. Seguía manteniendo los ojos cerrados y deseó no volver a abrirlos jamás.

      —Sé que estáis despierta —oyó decir en francés.

      A pesar de no querer hacerlo, volvió la cabeza.

      —¿Por qué llevabais esto?

      Lo encontró sentado en una silla con las piernas estiradas delante y el medallón de su abuelo colgando de los dedos. El labrado del metal reflejaba la luz de la vela y creaba un arcoíris en el techo. Tenía los pantalones y la camisa desabotonados, y a pesar de la situación no pudo dejar de contemplar la imagen nueva para ella del pecho de un hombre.

      Retazos de lo ocurrido en la última hora le llegaban a la memoria y sintió que las mejillas le ardían, y aunque le vio mirar la unión de sus piernas supo que el único sentimiento que provocaba en él en aquel momento era ira.

      —¿Quién

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