Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James
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Se abrochó los pantalones, buscó una camisa limpia y entró de nuevo en la alcoba con la ira confiriendo brusquedad a sus movimientos.
Tres
Eleanor no podía comprender todo lo que acababa de ocurrirle.
Mientras él se abrochaba una camisa limpia veía obrarse en un su persona un tremendo cambio: parecía enfadado y frío. Inaccesible. Se había recogido el pelo en una coleta, el señor feudal de los bajos fondos de París, los cuatro dedos de la mano profusamente adornados.
Un extraño, sólo eso, en el que no quedaba ni rastro de las horas que habían compartido. Ni un sólo vestigio del hombre dulce que la había adorado. Sólo peligro, azar y diferencia, y la elección de un modo de vida que quedaba palpable en las duras líneas de su cuerpo y de su expresión.
Dieciocho años y apartada de todo, una mujer caída, una mujer estúpida, una mujer que no podría encajar ya en el mundo en el que había crecido. Mercancía dañada. ¿Qué hombre querría ser su marido?
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Iba a llorar. Una muchacha que había tomado una decisión que después lamentaba, reflejada en el carmín rojo sangre que se le había extendido por la barbilla como si fuese una herida.
—¿Dónde están vuestras ropas? —espetó.
—Abajo, en una cámara de… color azul, pero el vestido estaba todo roto.
El miedo la hacía temblar y el cobertor de la cama se movía con fuerza. Él se acercó a la puerta, descorrió el cerrojo y pidió a un sirviente que recuperase sus ropas.
Luego sacó de su guardarropa una chaqueta de lana y una falda de satén que alguna mujer debía haberse dejado olvidadas allí.
—Poneos esto.
Ella aceptó las prendas y él sacó del fondo del armario una bufanda de fina lana que ella se colocó con un gesto sumamente femenino. El cabello quedó enganchado en la bufanda y debajo de los tirabuzones rubios vio unos bucles castaños. ¿Era todo falso?
Su interés se acrecentó.
—¿Conocéis bien a Beraud?
—Es cliente de una tía mía.
—En ese caso y si sabéis lo que os conviene, ma chérie, os mantendréis lejos de él. Sus gustos son más eclécticos…
Pero no siguió hablando. No tenía por qué advertirla, ni por qué asumir responsabilidad alguna por una prostituta que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
No podía salvarlas a todas. Había aprendido aquella verdad años atrás, cuando la primera mujer que le rogó que la ayudara se gastó su oro en una botella del mejor coñac y se arrojó a las aguas del río desde el Pont d’Alma. Su cuerpo había sido recuperado y en la mano tenía un reloj que le pertenecía y que llevaba sus iniciales grabadas.
El peso de la ley había recaído sobre él y las autoridades le habían pedido explicaciones, lo que había llamado la atención sobre él, una atención que de ninguna manera deseaba. Desde entonces había extremado las precauciones.
Apartó la mirada mientras ella se vestía, y hasta evitó mirar la silueta que se reflejaba débilmente en el cristal de la ventana.
Dislocado. En una palabra se resumía todo lo que solía mantener en secreto: el desperdicio de la vida, de la bondad y la inocencia frente a un mundo duro y egoísta.
¡Su mundo! Falder Castle brillaba en su memoria como la promesa dorada, las ondas interminables de las olas que se estrellaban en Return Home Bay y que parecían decirle: «vuelve a casa, vuelve a casa, vuelve a casa».
Pero no podía volver, ni ahora ni nunca, ya que las consecuencias de sus pecados le obligaban a mantenerse a distancia.
No quería perderse en los recuerdos del pasado, y al darse cuenta de que Jeanne lo miraba, se obligó a relajarse.
Un halo de tragedia cubría los ojos oscuros de su seductor. Estaba ahí aun cuando sonreía, y su ira cedió un poco. Era un hombre guapo. Es más, dudaba de haber conocido a otro que lo fuera más, incluso con aquel cabello más largo de la cuenta y unas ropas que no deslucirían una de las producciones teatrales del West End londinense. Miró a su alrededor. La habitación emanaba un aire de glorias pasadas: sedas, terciopelos, cortinajes y cordones. Un piano de considerables proporciones junto a la pared más alejada con las partituras abiertas en el atril. Libros en pilas sobre el suelo completaban el cuadro, los títulos tanto en francés como en inglés.
Vestida se sentía más valiente y se levantó para deslizar la mano por los lomos. Tampoco las lecturas eran ligeras. A continuación se acercó al piano y pulsó una tecla de marfil. La nota que se emitió estaba perfectamente afinada. Era un Stein muy usado y muy bien cuidado. Al adelantarse sintió que la falda naranja que llevaba se movía con facilidad. ¿Pertenecería a alguna bailarina? ¿A una cortesana quizás? Al no llevar ropa interior, el satén resultaba frío.
Llamaron a la puerta brevemente y no fue poca su sorpresa al comprobar que el hombre que entraba iba vestido exactamente igual que el mayordomo de su abuelo a finales de siglo.
—Milord —¡Su acento era del mismísimo norte de Inglaterra!—. El carruaje está dispuesto.
¡Carruaje? ¿Podía irse ya? ¿El comte de Caviglione iba a mantener su promesa y no pensaba hacerle preguntas, o iban a llevarla a otro sitio?
—Os agradezco que hayáis hecho honor a vuestra palabra, señor… No terminó la frase al ver que alzaba una enjoyada mano como queriendo decir que para él carecía de importancia lo que tuviera que decirle.
—¿Son vuestras todas estas cosas? —preguntó, señalando a una doncella que entraba con su capa, sus botas, el sombrero y el portamonedas.
Eleanor enrojeció toda ella al ser consciente de que todos los presentes tenían su atención centrada en ella, y teniendo en cuenta que la cama lucía las sábanas revueltas y que el ambiente olía a coñac y sexo, estaba claro lo que había ocurrido allí. El servicio hablaba con tanto detalle y fervor como el diario más sensacionalista. Además, habían contado con la posibilidad de curiosear dentro de su portamonedas.
¿Seguiría la carta en su interior? ¿Podría honrar la promesa que le había hecho a su abuelo?
—Estos objetos estaban en el salón azul, mademoiselle —dijo el sirviente de más edad, avanzando con sus posesiones.
—Gracias.
Lo primero que quiso ponerse fue el sombrero, pero sin espejo y con la peluca no era tarea fácil. Aun así, con él puesto y la capa sobre los hombros cubriendo las ropas desparejadas que llevaba, se sintió mejor. En unos segundos se calzó sus botas y pretextando recoger algo del suelo, sacó la carta mientras el conde hablaba con su sirviente.
—Milne os acompañará al coche. El cochero tiene instrucciones de llevaros donde le indiquéis.
Casi no se atrevía a creer en aquella promesa de libertad, y mientras el conde se volvía hacia la ventana ella siguió al mayordomo.