Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James

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Noche prohibida - Delicioso engaño - Sophia James Ómnibus Harlequin Internacional

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en el pecho.

      —Ya estoy bien. De verdad, Martin. Estoy bien. No sé qué me ha podido pasar. Puede que algo de la cena no me haya sentado bien.

      Su marido le estaba dando tanta importancia a su desmayo que ya no sabía qué decirle. ¡El conde de Caviglione! Cristo Wellingham era el conde de Caviglione, con su cama envuelta en terciopelos y sus espejos cubiertos de gasa.

      —Pero tú nunca has estado enferma. Yo creo que ni siquiera te he visto llorar…

      Eleanor apretó su mano tanto por gratitud como por aturdimiento. A salvo en su dormitorio, recostada en almohadas de plumas y la chimenea encendida para disipar el fresco de la noche, todo seguía estando en su sitio. Normal. Predecible. Ni siquiera se atrevía a pensar en lo que pudiera ocurrir al día siguiente.

      Por el momento estaba a salvo. En casa. A resguardo de la culpa que había mantenido controlada durante cinco largos años.

      Cuando llegase la mañana un nuevo asunto podía correr de boca en boca por los mejores salones de Londres. Historias sobre estupidez y deshonor, de cómo las jóvenes alocadas podían perder su reputación.

      Respiró hondo y continuó contestando a las preguntas de su marido como quien no tiene grandes preocupaciones, y sintió un enorme alivio cuando él le besó la frente y salió de su cámara para irse a descansar a su propia alcoba.

      Cuando la puerta se cerró, apagó las velas y se levantó de la cama, descorrió las cortinas, abrió las ventanas y dejó entrar la luz de la luna y la brisa. Se sentía más libre en la oscuridad y fue un alivio notar la brisa fresca por encima del calor de la chimenea. Martin sentía el frío de un modo desconocido para ella, ya que su inmovilidad añadía complicaciones a los problemas de circulación que padecía.

      Tenía la frente sudorosa. Las revelaciones de la velada habían venido acompañadas de una acuciante sensación de peligro.

      Cristo, el tercer hijo del fallecido duque de Carisbrook, ¿era el conde de Caviglione?

      ¿La habría visto? ¿La recordaría? Llevaba el pelo más corto que cuando lo conoció en París y sus ropas eran muy distintas, pero la fuerza que emanaba de su persona era la misma: magnética, peligrosa, amenazadora. Era la viva representación de una pantera de ónice que había visto unos meses atrás en una pequeña tienda de antigüedades de Regent Street: un depredador que recorría su territorio, marcándolo. La batista y la lana no podían disfrazar a Cristo Wellingham ni mitigar la intensidad de su mirada.

      Cuando su mirada fue a parar al retrato a carboncillo que tenía sobre la mesilla de noche, el riesgo que corría todo lo que amaba, todo lo que era querido para ella, creció de un modo exponencial.

      Su hija Florencia: su cabello veteado de plata y sus pómulos perfilados exactamente del mismo modo que los de su padre.

      A la mañana siguiente llegó una carta para ella.

      No llevaba sello en el lacre, de modo que no pudo prepararse para su contenido. Al menos aquella vez estaba sola en la tranquilidad de su habitación y había sido su doncella quien le había llevado el correo en una bandeja de plata.

      La caligrafía de Cristo Wellingham era tal y como ella se la imaginaba: atrevida y fuerte en las mayúsculas y escrita con una tinta del color del cielo de medianoche en verano.

      Quería verla cuando pudiera dedicarle unos minutos. ¡Sólo eso! no añadía explicación ni de por qué, dónde o cuándo. Pensar en contestarle que no le hizo sentir todavía más miedo. ¿Cuáles serían las consecuencias de una negativa? ¿La chantajearía, la obligaría a pagar por su silencio, o requeriría de ella algún… servicio? Por segunda vez en menos de doce horas experimentó el terror de saberse vulnerable.

      Por supuesto, tenía la opción de no decírselo a nadie. Martin no tenía ni idea de la otra identidad de Wellingham y nadie excepto Isobel, su amiga de París, sabía la verdad sobre sus meses en Francia. Por el momento, tampoco nadie se imaginaba nada de la razón de su absurdo desvanecimiento.

      Aquello era algo a lo que debía enfrentarse sola, pero ¿dónde podían encontrarse que fuese un lugar seguro? ¿Qué destino podía ocultarlos de los demás pero siendo al mismo tiempo lo bastante público para no correr riesgos? Necesitaba un lugar urbano, pero en los parques había demasiada gente.

      Tenía que ser también un lugar al que pudiese acceder andando porque pedir un carruaje para ella sola llamaría la atención ya que rara vez salía sin compañía.

      Aquella noción la sacó de su ensimismamiento; hubo un tiempo en el que era valiente, libre y aventurera, y se enfrentaba a cualquier desafío con energía e ilusión. Como en aquella ocasión en que entregó el mensaje de su abuelo…. Mejor no pensar en aquello.

      Su mirada se tropezó con la pila de libros que tenía junto a la cama de Hookham’s Lending Library, de Bon Street.

      Una biblioteca. La elegante y espaciosa zona de la biblioteca era lo bastante pública para sentirse a salvo sin estar rodeados de gente, y podían subir a alguna de las salas de reunión de la primera planta si se encontraban con algún conocido.

      Además, era uno de los pocos lugares a los que acudía sola cada semana para renovar sus préstamos de libros, de modo que no llamaría la atención.

      Pero ¿cuándo? No podía ser al día siguiente, ya que no podría enfrentarse a Cristo Wellingham tan pronto.

      El miércoles era el día que solía ir a las salas de lectura y no modificar su rutina sería el modo más seguro de proceder.

      Rápidamente escribió el lugar y la hora, selló la carta y la guardó en su bolso de mano para llevarla al correo.

      Seis

      Cristo se sentó junto a la ventana, en un lugar que le daba un buen acceso a las distintas salas. Eleanor Westbury se retrasaba ya veinte minutos, pero decidió esperar por si alguna dificultad inesperada le había impedido llegar a la hora.

      Y se alegró de haberlo hecho cuando vio una figura vestida de azul oscuro llegar apresurada a la puerta y mirar a su alrededor con el rostro semi oculto bajo un amplio sombrero de verano. Tenía que ser ella.

      Se levantó para que pudiera captar su movimiento y esperó. Ella no acudió directamente a su encuentro, sino que se acercó al mostrador a dejar un montón de libros ante un hombrecillo de aspecto eficiente.

      Debía ser el bibliotecario. Habló con él unos minutos antes de atravesar la estancia, escoger un volumen de una de las estanterías y luego otro de la siguiente. Con dos pesados volúmenes en los brazos seguramente sentía que tenía excusa suficiente para dirigirse a una de las sillas del fondo de la sala donde hojearlos y decidir cuál se llevaba a casa para leer.

      —¡Lord Cristo! Espero que podamos hablar rápidamente —dijo cuando por fin llegó ante él.

      Su voz era exactamente como la recordaba, aunque en aquel momento hablase inglés, un inglés de dicción perfecta teñido de cierta irritación.

      —Gracias por venir, lady Dromorne.

      Ella enrojeció y reparó en que las manos le temblaban cuando dejó los volúmenes en su regazo.

      —Pero no dispongo de mucho tiempo,

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