Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española. Vicente Méndez Hermán
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A todo ello habrá que sumar el diálogo que de continuo se establece entre nuestra zona de estudio y otros talleres de España. Esta relación se materializa a veces por medio de artífices que se trasladan en busca de una mejor formación o de una clientela más pudiente, como es el caso de la proyección que la Merindad de Trasmiera tuvo en la zona burgalesa hasta bien entrado el siglo XVIII[28]. O bien, a través de las obras de escultura que llegan procedentes de la gubia o talleres de otros artistas. Es el caso de la producción conservada en Castilla de Pedro de Mena (1628-1688), y la consecuente generalización de sus modelos habida cuenta de ser el mayor creador de tipos en el siglo XVII[29]; no olvidemos el viaje que hizo a Madrid hacia mediados de 1662 y el nombramiento que recibió como escultor de la catedral de Toledo al año siguiente[30]. Junto a Mena, Andalucía sigue teniendo su representación a través de obras —entre otras— como el bello Nazareno que celosamente custodian las MM. Clarisas, vulgo Nazarenas, de la villa conquense de Sisante, una pieza original de Luisa Roldán (1654-1704/06), que Antonio Palomino pudo admirar en el obrador familiar después de la muerte de la artista en 1706, y que fue adquirida a sus herederos por don Cristóbal de Jesús Hortelano, fundador del convento[31]. Madrid también tuvo en Castilla una profunda proyección a través de Luis Salvador Carmona (1708-1767) y las obras que hizo para las provincias de Toledo, Salamanca, León, Zamora, Segovia, Ávila, Guadalajara o Valladolid[32], donde descuellan las tallas que hizo para el convento de los Sagrados Corazones de MM. Capuchinas en Nava del Rey, su localidad natal[33]. Murcia tuvo, asimismo, su presencia a través de la obra que llegó a la provincia de Albacete procedente del taller de Francisco Salzillo (1707-1783) y de su discípulo Roque López (1747-1811)[34].
Esta pléyade de artistas estará al servicio de una devota sociedad que se halla inmersa en la Contrarreforma trentina, y es copartícipe de la propaganda de la fe y de la cultura de la imagen sensible de la que hablaba Maravall[35]. La promoción de distintas empresas artísticas estará en función de la categoría que ocupe el mecenas o cliente dentro del orden estamental, razón por la cual tendrán especial relevancia las impulsadas por los reyes, nobles y las más altas jerarquías eclesiásticas. El mecenazgo regio está representado por el encargo que le hizo Felipe III a Gregorio Fernández del Cristo yacente de El Pardo (1614-1615), conservado en el convento de Capuchinos de Madrid y envuelto en leyendas piadosas, según las cuales el artista llegó a hacer dos imágenes previas hasta que logró alcanzar la perfección en la tercera, que fue la que entregó[36]; la cita es interesante como heraldo de la belleza de la escultura, uno de los más hermosos Yacentes que salieron del taller del escultor (Fig.2), y de la fama que siempre ha tenido. En su ánimo por emular al soberano, y atraída por la creciente nombradía de Gregorio Fernández, la nobleza se disputaba sus obras; entre sus clientes figuran el duque de Lerma, sus hijos los duques de Uceda, el duque de Ciudad Real, la duquesa de Frías, la duquesa de Terranova, la condesa de Nieva y su marido el marqués de Valderrábano, los condes de Fuensaldaña, y hasta el propio conde-duque de Olivares[37].
Fig. 2. Gregorio Fernández, Cristo Yacente, 1614-1615. Madrid, convento de Capuchinos de El Pardo.
No obstante, el siglo XVI había sido la centuria en la cual tanto la Corona como la nobleza habían ejercido un importante mecenazgo frente a lo que sucede en la centuria siguiente. Tras el hundimiento de la economía del Estado, el decaimiento de la nobleza y los gravámenes que se les pone al alto clero a través de una mayor carga tributaria, el arte fluye a través de la veta más popular, que propician los conventos y las parroquias, sin olvidar el protagonismo que ejercen las catedrales como centros impulsores de la actividad artística.
Germán Ramallo analiza e interpreta la catedral como guía mental y espiritual de la Europa barroca católica, resaltando, entre otros aspectos, la potenciación de las devociones que se impusieron tras finalizar el Concilio de Trento[38]. En esta línea se sitúan obras como la imagen de la Asunción que el toresano Esteban de Rueda contrató en 1624 para la catedral nueva de Salamanca (Fig.3)[39], o la actividad que el escultor Mariano Salvatierra desarrolla en la catedral de Toledo, alumbrando ya un cambio de rumbo estético[40].
Fig. 3. Esteban de Rueda, Asunción, 1624. Salamanca, Catedral Nueva.
Las numerosas órdenes religiosas que se establecen a lo largo y ancho de toda la zona castellana —ya sean masculinas o femeninas— procurarán y hasta competirán por alhajar los templos con las esculturas procedentes de los mejores talleres, y siempre tras la deliberación que derivaba de la llamada a capítulo a son de campana tañida. Agustinos, benedictinos, premostarenses o cistercienses, cartujos y jerónimos, las órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos, o las nuevas casas religiosas de jesuitas y carmelitas, se encargarán de materializar el impulso de la propia orden en materia artística o de hacer realidad la iniciativa de los más preclaros benefactores.
Con respeto a las parroquias, hasta la más modesta pugnaba por contratar una obra con la que demostrar la fe y devoción de sus convecinos. De hecho, es frecuente que las piezas se abonen mediante suscripción popular, bien con limosnas o a través del trabajo del pueblo en la dehesa boyal —unos días determinados— aplicado a tal fin. En ocasiones, son verdaderamente esplendorosas las obras que se acometen, y para las que incluso se llegó a recomendar a un escultor concreto; Vasallo Toranzo recuerda que los propios vicarios diocesanos aconsejaban a las parroquias y templos zamoranos la contratación del escultor Sebastián Ducete[41]. En definitiva, se trata de una riqueza extraída de los fieles, que a su vez ejercerán un mecenazgo a través de los hospitales de los que se hacen responsables, o por medio de la autoridad de los concejos e incluso agrupados en cofradías.
Las cofradías hunden sus raíces en la Edad Media y están íntimamente ligadas al gremio, constituyéndose en unidades básicas con las que cubrir las necesidades espirituales y materiales de sus asociados —pobreza, enfermedad (a través del hospital que solían sufragar), óbito, etc.—. El Concilio de Trento las potenció, sobre todo las de tipo penitencial —de disciplina o de Sangre—, de modo que abundan durante gran parte de la etapa en la que se prolonga el Barroco y hasta 1750, momento en el que entran en crisis fruto de su propia situación interna y de las reformas introducidas por Carlos III. En relación con la cofradía, hay que estudiar el paso procesional, muestra del culto exterior[42]. La imagen procesional y el paso —del latín passus, que significa sufrimiento— de una o varias figuras terminó por configurarse, tal y como hoy lo entendemos, entre finales del siglo XVI y principios del XVII, en paralelo a las primeras manifestaciones del realismo en nuestra plástica, y recogiendo una amplia tradición que se remonta al bajomedievo[43]. Fue entonces cuando se pasó a madera lo que hasta ese momento se había hecho en papelón o cartón y lino o sargas encoladas —debía ser el caso de aquellos grupos que no estuvieran expuestos de continuo a la devoción de los fieles—, dotándole de un estudio compositivo para lograr la multifocalidad[44], como así se pone de manifiesto en los conjuntos de Valladolid, Medina de Rioseco o Zamora[45], e iconografías como las del Nazareno[46], Cristo Varón de Dolores[47], Cristo yacente[48], el Cristo del Perdón[49] o la Virgen de las Angustias[50]. El empleo de la madera no supuso la desaparición de la tela encolada en la escultura, antes al contrario, pues se convirtió en un recurso