Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española. Vicente Méndez Hermán
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Para materializar esta ingente producción de obra escultórica, era frecuente que en los talleres hubiera colecciones de grabados que servían como fuente de inspiración, bien para la iconografía o bien para la composición de una escena o creación de figuras. En 1994, López-Barrajón Barrios retomaba para el campo escultórico esta línea de investigación que Angulo se encargó de iniciar para el de la pintura, y analizaba la influencia del grabado en el programa escultórico que Gregorio Fernández ejecutó para el retablo mayor de la monumental de Nava del Rey, dedicado a los santos Juanes —en 1620 estaba concluido en lo referente a arquitectura y escultura—[53]. Aunque no son muchos los estudios que hasta la fecha se han realizado sobre este tema, cabe citar el trabajo que Manuel Arias Martínez dedicó al análisis de la influencia de los grabados de Sadeler en el ámbito leonés, tanto en el plano escultórico como pictórico y aplicado a los siglos XVI y XVII[54]. O las interesantes aportaciones de Virginia Albarrán a la obra de Alejandro Carnicero y sus fuentes de inspiración[55].
1.2.La evolución hacia un realismo concreto cada vez más incisivo; la ulterior conquista de la expresividad, dinámica y teatral
El factor que contribuye a definir y justificar la tendencia general por la que camina la escultura durante los siglos XVII y XVIII descansa en el hecho de que el Renacimiento no supuso para España una interrupción de la escultura religiosa, sino más bien un cambio estético, bajo el cual siempre se mantuvo viva —en mayor o menor medida— la corriente espiritual gótica[56]; ésta conectó con la influencia del arte flamenco que empezó a proyectarse entonces sobre nuestro arte religioso, materializada en una intensidad expresiva y patética del sufrimiento extremo, que la policromía subrayó[57]. Este hilo conductor que podemos establecer entre las centurias se puso de manifiesto en la exposición que se celebró de mayo a septiembre de 2012 en el Museo de Bellas Artes de Sevilla bajo el elocuente título Cuerpos de dolor. La imagen de lo sagrado en la escultura española (1500-1750)[58].
De este modo, cuando los ideales artísticos del Renacimiento se encuentren ya en sus últimos estertores al finalizar el siglo XVI, la tradición manierista —el alargamiento del canon (estilizado por tanto) en las esculturas, el contrapposto con el que estas se conciben para potenciar su volumetría y lograr la integración de la figura en el espacio que la rodea, largos cuellos, etc.—, en el mejor de los casos, irá cediendo paso a la captación del natural, con un interés cada vez más creciente por el hombre individual y la vida que fluye en su entorno. Es el mismo proceso que se da también en la pintura, con José de Ribera (1591-1652) y sus singulares personajes, muchas veces sacados de los bajos fondos del puerto de Nápoles, o en la literatura, con Miguel de Cervantes (1547-1616), las comedias de Lope de Vega (1562-1635) o la sátira mordaz de Quevedo (1580-1645). Sin embargo, y como bien recordaba Pérez Sánchez, el fuerte acento religioso de la escultura española a finales del siglo XVI, controlada por la Iglesia y abocada a ilustrar de forma fiel y decorosa la mentalidad contrarreformista, no había tenido ocasión de desarrollar los caprichos manieristas, “de extrema imaginación, arrebatada y vibrante, que en su momento pareció iniciar Berruguete (muerto en 1561) y que, en pintura, hizo culminar en su soledad toledana El Greco”. El desarrollo de nuestra escultura finisecular del quinientos se había mantenido en un tomo mucho “más mesurado y digno, solemne y grandilocuente en sus gestos, tomados prestados a Miguel Ángel en muchas ocasiones, pero siempre en un tono de estricta verosimilitud, tal y como la sensibilidad contrarreformista exigía para la imagen de culto, atenta a una serena gravedad, contenida y equilibrada, que supo utilizar los modelos del clasicismo y rehuir todo artificioso capricho”[59].
El resultado de esa lucha entre los esquemas intelectuales del manierismo, con toda la rigidez que les caracteriza y sin perder de vista la salvedad señalada, y el cada vez más pujante naturalismo, conllevará a desembocar en un intenso realismo, no exento en algunas ocasiones de un clasicismo que, si bien no es lo más característico de la escuela castellana, al contrario de lo que sucede con un Martínez Montañés en Sevilla, sí habrá algunas obras que participen de esa tendencia. En esta línea, uno de los ejemplos con más fuerza es el que nos ofrece el Ecce-Homo de Gregorio Fernández conservado en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, de hacia 1621; en la restauración de la pieza, que llevó a cabo el Ministerio de Cultura, se pudo contemplar, tras retirar el paño de pureza de lienzo encolado que le cubre, el desnudo completo que había ejecutado el artista inspirándose en las formas clásicas (Fig.4)[60], sugeridas por la estancia de Pompeo Leoni en la ciudad. El perizoma encolado sería deudor de la tradición de la escultura procesional, y de las figuras de papelón, que renovará Francisco Rincón en Valladolid[61], aunque también hay una evidente pretensión de realismo. El desnudo de la pieza es significativo del gusto de Fernández por la belleza misma del cuerpo humano y su sensibilidad, si bien no hay que olvidar que la imagen fue hecha para ser contemplada vestida.
Fig. 4. Gregorio Fernández, Ecce-Homo, hacia 1621. Valladolid, Museo Diocesano y Catedralicio. La obra completa junto a la fotografía obtenida en el transcurso del proceso de restauración de la pieza.
La insistente búsqueda del realismo contribuirá a la evolución de la policromía, en la que se irá renunciando progresivamente a la técnica del estofado renaciente, con abundante oro y ornato menudo, en favor de colores enteros para las vestiduras, con profusión de temas botánicos grabados o pintados, y las encarnaduras en mate. Como es bien sabido, los postizos alcanzan su ápice en Castilla, y su arraigo y difusión definitiva en el siglo XVIII, pues el deseo era que las tallas resultaran sobre todo vivas; de este modo, se incorporan a la obra ojos de cristal —de cuya colocación normalmente se encargaba un lapidario—, dientes —de hueso—, uñas —hechas de asta de toro, por ejemplo—, lágrimas, cabellos, llagas —con corcho adherido— y hasta telas, puntillas incluidas en las orillas, cuya última consecuencia será la imagen de vestir, un icono vivo donde solo se tallan la cabeza, manos y pies[62]; en suma, y según señala Concepción de la Peña Velasco, se trasciende de la idea de estatua para hacer figuras vivas, creando ambientes con los que se potencian los valores espaciales en el contexto del retablo, el camarín, la capilla y el templo en general, logrando una relación más próxima y persuasiva con el fiel devoto[63]. Se trataba de llevar la vida cotidiana al plano escultórico, de ver cómo lo sagrado se hacía real[64] y, por ende, de emplear la escultura como un instrumento contestatario frente a las tesis iconoclastas del protestantismo[65], máxime con la incorporación al repertorio iconográfico de los santos recientemente canonizados, junto a los tradicionales apóstoles, doctores y mártires.
Mientras tanto, los artistas italianos también han definido el Barroco frente al manierismo, aunque desde unos ideales bien distintos al realismo español. Se trata de un arte más plástico que expresivo, en el que las esculturas se agitan, buscan la línea curva, se impone la impresión de inestabilidad, el dinamismo contribuye a borrar las fronteras entre las artes, y todo ello se ve preso de efectistas juegos de luces. En este sentido, hay que citar la influencia que Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) ejercerá sobre nuestra escultura, cifrada, como señalan Mª Elena Gómez Moreno[66] y Alfonso Rodríguez G. de Ceballos[67], no ya en la influencia específica de las obras del artista, ni de su estilo, sino en un enriquecimiento de las fórmulas que hasta entonces se habían practicado, y que se plasmó en un mayor dinamismo manifestado