Rendición ardiente. CHARLOTTE LAMB

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Rendición ardiente - CHARLOTTE LAMB страница 2

Автор:
Серия:
Издательство:
Rendición ardiente - CHARLOTTE  LAMB Bianca

Скачать книгу

unos segundos pensó que se trataba de un espejismo conjurado por la climatología, hasta que él trató de abrir la puerta.

      Zoe era una mujer dura y ya hecha, tenía treinta y dos años y se asustaba de muy pocas cosas. Pero, tal vez por cansancio, sintió pánico ante el gesto del extraño, hasta que recordó que había cerrado todas las puertas.

      Al darse cuenta de que no podía entrar en el coche, golpeó el cristal, mientras decía algo ininteligible, con toda la lluvia cayendo por su cara.

      Zoe abrió ligeramente el cristal.

      –¿Qué quiere?

      La voz del extraño era profunda y desgarrada.

      –Mi coche tiene una avería. ¿Me podría acercar a un taller?

      Era un hombre grande, con una espesa mata de pelo negro, con más aspecto de vagabundo que de alguien que pudiera ser el dueño de un coche. Llevaba unos vaqueros viejos y no demasiado limpios. De cualquier forma, no habría metido a nadie en su coche a aquellas horas de la noche. Zoe había oído demasiadas historias sobre mujeres que meten en sus coches a extraños.

      –El taller más cercano cierra a las nueve de la noche. Hay una cabina de teléfonos enfrente de la iglesia. Puede llamar a un taxi desde ahí.

      –¡No puede dejarme así, en mitad de la calle con lo que está cayendo! Estoy empapado. Ya he probado a llamar, pero la cabina está rota. No le costará nada llevarme a un pub que he visto abierto a un par de millas de aquí.

      –Llamaré a un taxi desde mi móvil –dijo ella.

      Agarró el bolso y sacó el teléfono. Se lo mostró al extraño.

      –Bien. Llame y dígales que vengan cuanto antes, o me moriré de neumonía.

      Zoe tecleó su número personal y el teléfono le avisó de que no tenía batería.

      –Lo siento, pero no funciona.

      El hombre estaba realmente empapado y la lluvia corría por su cara a raudales. Realmente su situación era lamentable. De haber sido una mujer no habría tenido ningún problema en ayudarlo, pero no se iba a arriesgar con un extraño.

      –Mire, llamaré a un taxi en el momento que llegue a casa –le prometió–. Espere aquí.

      El hombre sujetó el mango de la puerta y se inclinó sobre ella.

      –¿Cómo sé yo que va a cumplir con su palabra?

      Zoe empezó a impacientarse. Estaba cansada y tenía ganas de meterse en la cama.

      –Tendrá que confiar en mí, no le queda más remedio. Ahora, por favor, apártese, si no quiere que me lo lleve enganchado en la puerta.

      –¡Seguro que sería capaz de hacerlo! –dijo él con sarcasmo y trató de detener la ventana que se cerraba, pero no pudo hacer nada.

      Zoe aceleró, con la certeza de que él no sería tan estúpido como para seguir agarrado a su puerta.

      Así fue. La siguiente visión que tuvo de él fue a través del retrovisor.

      Desde la distancia, parecía medir casi uno noventa. Era fuerte, con piernas largas y bien formadas, pues la tela mojada de los pantalones dejaba adivinar el contorno de su musculatura.

      A pesar de las circunstancias, la oscuridad y lo extraño del encuentro, no podía negar que era un hombre muy atractivo. Sabía de muchas mujeres a las que les encantaba ese tipo de hombres. Ella no era una esas.

      Le recordaba a alguien, pero estaba demasiado cansada como para poderse poner a dilucidar de quién se trataba.

      Muy pronto, vio el tejado de su casa emerger entre los árboles.

      Zoe se había comprado Ivydene porque estaba en un lugar tranquilo y había unas magníficas vistas del bosque y porque le daba cierta sensación de aislamiento. De hecho, había algunas casas escondidas entre los árboles, pero no tenía vecinos cerca.

      Pero, el encuentro con aquel extraño hombre la había dejado algo confusa. Por primera vez, habría deseado no haber estado tan aislada.

      Giró a la derecha y, por fin, llegó a la casa.

      Dejó el coche, bajó a toda prisa y se metió en el porche. Desde allí cerró las puertas del vehículo con el mando a distancia.

      Se quitó el chubasquero y lo dejó en la percha que había junto a la puerta. Luego, se quitó las botas y las dejó junto a la pared del porche.

      Abrió la puerta y encendió la luz. Se quedó inmóvil durante unos segundos, escuchando el silencio sólo perturbado por el tic-tac del gran reloj. Ya llevaba tres años viviendo allí.

      Cuando la compró, la casa estaba hecha un verdadero desastre. Había estado deshabitada durante un año. El techo estaba lleno de goteras, el papel pintado enmohecido y las ventanas habían sido rotas por piedras que tiraban los muchachos de la zona.

      Zoe no tenía dinero para las reparaciones, pero poco a poco, trabajando en su tiempo libre, había conseguido hacer de aquel un lugar muy agradable.

      La casa era de la época eduardiana, con grandes habitaciones y techos altos decorados con molduras de yeso.

      Había una despensa y la casa tenía todo el aire de una mansión en miniatura.

      Zoe se decidió por una expedición a la cocina y se dirigió hacia allí en calcetines.

      Abrió la nevera. No había nada demasiado excitante. Estaba claro que tampoco podría dormir si se daba un gran banquete. Lo mejor sería una sopa de tomate y una tostada de pan.

      Tardó sólo dos segundos en abrir la lata y en meter el contenido de la lata en un cazo, después lo puso todo al fuego. Cortó un par de rebanadas de pan y las metió en el tostador.

      Pasó al cuarto de estar y encendió el contestador automático. La voz de su hermana llenó la habitación.

      –Hola, soy yo. No te olvides de la barbacoa del sábado. Empezará a las seis. Tráete a alguien si quieres. ¿Quién es tu último ligue? ¡Ah, y una botella de algo! Limonada, vino, lo que te apetezca.

      Al fondo de la grabación había un ruido reconocible.

      –Canta un poco más bajito, cariño –dijo Sancha, dirigiéndose al pequeño monstruo de hija que tenía. Flora era su nombre. ¿Se suponía que ese horrible gemido era cantar?

      Zoe encendió la imitación de fuego que había puesto en la chimenea. La calefacción central se encendía a las seis de la tarde todos los días. Pero en días como aquel necesitaba el apoyo moral del fuego, aunque no fuera real.

      –Zoe, tengo noticias para ti… ¡No le hagas eso al gato! –dijo Sancha de pronto.

      ¿Qué le estaría haciendo al pobre animal? Los maullidos competían con lo que Sancha denominaba cantar en Flora.

      –¡Me tengo que ir! Está intentado meter al gato a través de los barrotes de la cuna.

Скачать книгу