Rendición ardiente. CHARLOTTE LAMB

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Rendición ardiente - CHARLOTTE  LAMB Bianca

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a un taxi.

      –Lo hice. ¡Está claro que usted no esperó lo suficiente! –lo acusó ella. Pero su insistente mirada la obligó a confesar la verdad–. Está bien, se me olvidó al principio, pero luego me acordé y llamé. Puede llamar de nuevo para que le envíen el taxi aquí. Siéntase como en su casa.

      –Eso es lo que pensaba hacer –dijo él con insolencia.

      –¿Qué quiere decir con eso?

      –Estoy calado hasta los huesos, tengo frío, estoy cansado y hambriento y no tengo intención alguna de esperar así a un taxi. Lo que necesito en estos momentos es una ducha caliente, ropa seca y algo de comer, en ese orden. Y puesto que no cumplió su palabra de mandarme un taxi, creo que tiene la obligación moral de darme lo que necesito.

      –Escuche, siento mucho lo del taxi, pero yo no soy responsable de sus problemas. Ni he estropeado su coche, ni he hecho que llueva. Así que deje de culparme de todo. ¿Cómo demonios me ha seguido hasta aquí? ¿Cómo sabía que vivía aquí?

      Zoe apreció un brillo evasivo en sus ojos que la alarmó. ¿Qué quería decir aquella mirada? De pronto, tuvo la sensación de que la conocía o, al menos, de que sabía dónde vivía. ¿Qué demonios era todo aquello? ¿Quién era aquel hombre?

      –Es usted uno de mis vecinos –conocía a casi todo el mundo de vista y no lo relacionaba con la zona. Si lo hubiera visto por allí lo recordaría.

      Lo miró fijamente.

      «¡Un momento! Hace un rato me pareció reconocerlo». Zoe trató de recordar dónde lo había visto, si era cierto que lo había visto antes.

      Pero no conseguía situarlo.

      –No –el extraño se encogió de hombros–. Yo vivo en Londres.

      Eso no explicaba cómo había llegado hasta allí y como la había localizado.

      –Todavía no me ha dicho cómo ha llegado hasta aquí y cómo ha entrado en mi casa.

      Él le lanzó una mirada hostil.

      –Esperé bajo esa maldita lluvia torrencial durante veinte minutos antes de decidirme a andar. Seguí la carretera por la que había ido usted, pues pensé que encontraría alguna casa. Vi las luces de ésta y me acerqué. Al llegar, reconocí su coche. Llamé varias veces a la puerta, pero nadie respondió.

      Debió de ser mientras estaba en la ducha. No lo había oído.

      –Me di cuenta de que la puerta no estaba cerrada.

      –¡Eso es una mentira! ¡La cerré!

      –No, no lo hizo. Estaba abierta. Vaya y compruébelo si quiere –le dijo él.

      La verdad era que no podía recordar si la había cerrado o no. Generalmente lo hacía. Pero estaba tan cansada y tan ansiosa por entrar en casa que, tal vez, no se había acordado de echar la llave.

      Miró al extraño de arriba a abajo. Realmente, tenía un aspecto patético. No pudo evitar sentir cierta compasión por él.

      –Puedo darle algo de comer y alguna bebida caliente, pero no tengo ropa de hombre. Sería estúpido que se diera un baño si no puede ponerse luego ropa limpia y seca. Llamaré al taxi. Podrá comer algo mientras llega.

      –Hal tiene toda la razón. Es usted una verdadera arpía –dijo él con rabia.

      –¿Hal?

      –Mi primo, Hal Thaxford.

      La luz se encendió.

      –¿Es usted primo de Hal Thaxford?

      Lo miró de arriba a abajo. ¡Claro, por eso le resultaba tan familiar! Se parecían mucho, el mismo color de pelo y de ojos, el mismo tipo de complexión, el mismo corte de cara, incluso el mismo tipo de mirada de ceño fruncido que había hecho a Hal la más famosa estrella de televisión del momento.

      Zoe tenía en muy poca consideración a Hal como actor, pues se limitaba a hacer siempre papeles superficiales y se refugiaba en su imagen y su sex appeal. Por suerte para él, las mujeres se desmayaban cada vez que él aparecía en escena y trabajaba mucho y muy bien pagado. ¿Por qué iba a molestarse en trabajar la parte interpretativa?

      –¿Es usted actor?

      –No –respondió él–. No lo soy. No tengo nada que ver con el mundo del cine, pero lo conozco a la perfección. Hal me ha contado todo, y también me habló de usted.

      Su mirada hostil la recorrió de arriba a abajo. De pronto, sintió el enorme pijama de algodón como un picardías que dejara adivinar la turgencia de sus pechos pequeños, sus caderas y sus piernas largas y delgadas.

      Ella se ruborizó.

      De acuerdo, a Hal no le gustaba nada ella. Era absolutamente mutuo. Ella no era una de sus fans. ¿Pero qué le habría contado a aquel hombre para que la mirara de aquel modo?

      No tardó ni medio segundo en obtener la respuesta a esa pregunta.

      –Sé cómo manipula a los hombres, con qué frialdad. Coquetea con ellos hasta conseguir que se enamoren de usted y luego se deshace de ellos en cuanto le cansan. Había visto fotos suyas y no podía creer que nadie con su físico pudiera ser realmente así. Pero ahora que la conozco, me ha demostrado que Hal no exageró en absoluto.

      Se quedó tan anonadada que le llevó unos segundos reaccionar cuando él, sin pedir permiso, entró en su salón y se dirigió al teléfono.

      –¿Qué se cree que está haciendo? –empezó a decir–. Deje ese teléfono ahora mismo.

      Se acercó a ella y la agarró del brazo. Ella clavó los pies en el suelo y se resistió a moverse.

      –Déjeme ir y márchese ahora mismo de mi casa.

      –No tengo tiempo de discutir con usted –dijo.

      Le rodeó la cintura con el brazo y la levantó como si fuera una niña.

      –¡Bájeme, bájeme! ¿Qué demonios está haciendo?

      Haciendo caso omiso de sus protestas, se la echó sobre el hombro.

      –Me la llevo arriba –dijo él con absoluta frialdad.

      Zoe sintió un escalofrío.

      Capítulo 2

      PARA cuando llegaron arriba, Zoe ya se había recobrado ligeramente del shock inicial y empezaba a ver con claridad lo que estaba sucediendo y lo que debía hacer.

      De acuerdo, él era más grande y más musculoso, pero ella no se iba a dejar vencer.

      En cuanto abrió la puerta del dormitorio de ella, Zoe lo agarró del pelo y comenzó a gritar.

      –¡Bájeme!

      La soltó encima de la cama. Ella rodó hacia el extremo

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