Rendición ardiente. CHARLOTTE LAMB
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–No sea tan tonto como para pensar que no voy a ser capaz de utilizar esto. Si se acerca, lo golpearé con él y es muy pesado, puro bronce. Hace daño de verdad.
Él se dio media vuelta. Pero, lejos de marcharse, cerró la puerta y se metió la llave en el bolsillo.
Zoe sintió que la garganta se le secaba. La miraba con intensidad.
Zoe apretó la figurilla en su mano.
–Insisto en lo que he dicho. No se acerque o le abro la cabeza.
Él atravesó la habitación. Ella casi no podía respirar.
Se dirigió al baño y cerró la puerta, sin ni siquiera mirarla.
Se oyó el agua de la ducha correr y pronto se mezcló con el sonido de una conocida canción que no pudo identificar. ¡Lo tenía en la punta de la lengua! ¿Qué canción era?
De repente, Zoe se sintió tremendamente ridícula, agazapada en una esquina y con la figurilla en la mano.
La dejó de nuevo en la mesilla y rápidamente sustituyó el pijama por unos vaqueros y un enorme jersey que le había robado a uno de los tipos con los que había salido. ¡Pobre Jimmy! Era como el jersey: largo, delgado y gris, con los ojos grises, el pelo castaño y un aspecto algo deprimente. La verdad era que no recordaba por qué había empezado a salir con él.
Bueno, en aquel entonces no tenía más que veinte años. Él tenía cuarenta, era documentalista de televisión… Su trabajo la había impresionado. Por eso había aceptado la cita para cenar. Después de aquello había estado en su vida durante una temporada, como un fantasma, que aparecía de vez en cuando y la invitaba al teatro o la llevaba a pasear a la orilla del mar un domingo por la tarde.
Hasta que un día, Zoe se dio cuenta de que se estaba complicando demasiado con él, que podía acabar pidiéndole que se casara si no acababa con aquella relación.
Acabó con la relación. Jimmy le dijo que le había partido el corazón y que moriría de pena.
A los seis meses se casaba con una chica llamada Fifi que había conocido en París, la ciudad del amor. Según había oído, Jimmy había dejado la televisión y se había retirado a criar cerdos en Normandía con sus tres hijos y su esposa.
«Los corazones se curan rápido», pensó Zoe. «No están hechos de cristal, por mucho que diga la gente. No se parten en cachitos. En todo caso están hechos de goma, que rebota».
¡Danny Boy! ¡Ese era el nombre de la canción! Muy bien cantada, por cierto, no por un profesional, pero agradable al oído. Siempre le había encantado esa canción irlandesa, tan dulce, tan aguda. ¿Cómo no la había reconocido antes?
De pronto, se dio cuenta de que la voz había cesado y el ruido de la ducha también.
¿Qué estaría haciendo? Pues secarse, ¿qué otra cosa?
El picaporte del baño se movió y la puerta cedió. El extraño salió con un albornoz que le cubría sólo hasta las rodillas.
Era el albornoz de Zoe. Lo había visto en el armario del baño. Tenía un aspecto muy cómico. Zoe casi suelta una carcajada. Hasta que se dio cuenta de que no llevaba nada debajo del albornoz. Tenía las piernas aún mojadas, el pelo negro y mojado, los pies descalzos…. ¡Era muy sexy!
A Zoe le intimidaba la idea de estar tan cerca de un hombre así y que tenía tan poca ropa encima.
–Vístase –le ordenó.
–¿Qué dice? Toda mi ropa está empapada. ¿Seguro que no tiene nada?
–No, ya se lo he dicho.
–Seguro que tira sus cosas una vez que ha acabado una relación –dijo en un tono incisivo.
Zoe se sintió ofendida por el comentario. ¿Quién era Hal Thaxford para hablar así de ella?
–Mire, señor… ¿Cuál era su nombre?
–Hillier, Connel Hillier –le dijo, mientras recorría su habitación e iba abriendo sus armarios.
«Connel. Un nombre poco habitual», pensó Zoe. «Me gusta»
–Señor Hillier –de pronto se dio cuenta de lo que estaba sucediendo–. ¿Qué demonios cree que está haciendo? Se fue detrás de él. No tiene ningún sentido que siga buscando.
Él sacó un par de calcetines. Eran de Zoe, que usaba calcetines y botas para trabajar en invierno y cuando llovía, lo que ocurría con frecuencia.
–¡He dicho que ya está bien!
Se sentó en la cama y miró los calcetines.
–¿Qué talla son? Bueno, da igual porque se estiran.
Un minuto después ya estaba de pie con los calcetines puestos.
–Así me siento mejor. Se me estaban quedando los pies helados. Espero que tenga algo de comer, porque estoy realmente hambriento. Vamos a la cocina a ver si podemos cocinar algo.
Aquel desenfado tan descarado la dejó sin habla, cosa que a Zoe no le ocurría jamás.
Al principio el tipo no le había caído bien. A aquellas alturas sencillamente lo detestaba.
–Escuche, esta es mi casa. ¿Podría dejar de tratarme como si le debiera la vida?
–No.
–¡Esto es increíble!
Él la ignoró por completo.
Salió del baño con su ropa mojada en la mano. Sin inmutarse, sacó la llave del bolsillo y abrió la puerta de la habitación.
Sin volverse a comprobar si ella había salido o no, desapareció.
La llave estaba en la cerradura y, durante unos segundos, Zoe tuvo tentaciones de encerrarse dentro de su habitación. Pero recapacitó y se dio cuenta de que si lo hacía aquel tipo desvergonzado acabaría por hacerse con toda la casa.
Salió detrás de él sin dejar de preguntarse cómo demonios se libraría de aquel castigo que le había caído. Si al menos tuviera el móvil en marcha. Pero no, precisamente en ese momento necesitaba que lo cargara.
Tal vez mientras comía fuera capaz de agarrar el teléfono y llamar a la policía. Eso, si no la estrangulaba al bajar las escaleras.
«No seas melodramática. No es de ese tipo. Podría ser un caco. Incluso un gánster. Pero jamás lo elegiría para un papel de asesino en serie», pensó Zoe. Pero sí era alguien a quien no se debía perder de vista. Había algo electrizante y poderoso en él.
Al llegar a la cocina, vio que estaba colocando su ropa húmeda en la lavadora. La miró de reojo con esos ojos oscuros y amenazantes.
–¿Dónde está el jabón?