Rendición ardiente. CHARLOTTE LAMB

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Rendición ardiente - CHARLOTTE  LAMB Bianca

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el armario que hay junto a la lavadora –le respondió. La miró con frialdad. Estaba claro que esperaba que ella se ofreciera a hacerlo por él. Ese era el maldito impulso masculino. Si alguna vez llegaba a tener un hijo le enseñaría a no ver a las mujeres como sirvientas.

      En cuanto se agachó para meter la ropa, Zoe empezó a buscar posibles armas. El primer candidato podía ser un jarrón griego con flores secas que estaba colgado de la pared de la cocina. No, ese era un recuerdo de las mejores vacaciones que había tenido en su vida.

      ¿Una sartén? No. Eran de aluminio y no pesaban lo suficiente. «La cacerola de cobre», pensó, al mirar el hermoso recipiente que colgaba sobre la cocina.

      La lavadora ya estaba en marcha, así que el intruso se dirigió a la nevera. Sacó algo del congelador y comenzó a leer las instrucciones.

      –Hay sopas también –le informó ella.

      –No quiero sopa. Esto tiene buen aspecto. Y veo que tienes microondas. ¿Quieres un poco?

      Metió el pollo al curry en el horno y pulsó los botones para ponerlo en marcha. El plato de dentro comenzó a girar.

      –Necesitaré que mi ropa antes de irme. También tienes secadora, eso es un alivio.

      –Pero tardará horas en estar lista. En cuanto coma, se larga de aquí. Voy a llamar a un taxi.

      Él hizo caso omiso de ella y continuó sacando cosas. Sacó el café y lo olió. Era café de filtro.

      –Bueno, no es maravilloso, pero espero que sirva.

      –¡Lo siento, sinceramente! ¡Qué voy a hacer con mi vida, mi café no está a su altura! Trataré de comprar algo mejor para la próxima vez que allane mi casa.

      Su sarcasmo le resbaló sin hacer mella alguna.

      –Me gusta más el café expreso. Su aroma es extraordinario. Y el café instantáneo es como una burla.

      –Pues lo siento, pero esta maquinita de filtro es mucho más cómoda y más rápida. Igual que el microondas y la secadora, etc…

      Él la miró con sorna y volvió a la nevera.

      –Está a dieta, ¿verdad? No veo la nata por ningún lado –se dispuso a llenar de agua la cafetera–. Pues yo no estoy a dieta, así que espero que, al menos, tenga azúcar.

      –Señor Hillier, yo no lo he invitado a mi casa. Pero, puesto que es mi huésped, deje de criticar mi modo de vida. ¿Quién se ha creído que es? –miró al reloj–. Mire, estoy agotada. He tenido un día muy duro y lo único que quiero es dormir antes de que amanezca. Por favor, cómase su comida y lárguese. Estoy segura de que al taxista le dará igual lo que lleve puesto.

      De pronto, tuvo una idea.

      En el recibidor había guardado un enorme chubasquero que había comprado en Australia hacía un par de años.

      –Se puede poner esto. Nadie sabrá lo que lleva debajo.

      –Muchas gracias. Tiene buen gusto. Pero, a pesar de todo, insisto en llevar puesta mi ropa debajo.

      –Se las haré llegar mañana mismo.

      –No. Esperaré.

      Zoe quería librarse de él.

      –Esta es mi casa y lo quiero fuera de ella.

      Abrió la puerta del microondas e inhaló el aroma del curry.

      –Huele estupendamente.

      Apagó el grill y sacó el recipiente con un trapo de cocina. Se sirvió el pollo, la salsa y el arroz en un plato y se sentó a comer..

      –¿Podría servirme un poco de café?

      –¿Cómo murió su último esclavo?

      –Delicioso –dijo él.

      Zoe no pudo más, lo absurdo de la situación la hacía realmente cómica. Comenzó a reírse.

      –¡Así que es usted humana!

      –Humana y agotada –le dijo y sirvió café en dos tazas. Estaba claro que no iba a librarse de él fácilmente, así que, qué menos que un café.

      –¿Cuántas horas ha trabajado hoy?

      –Me levanté a las cinco y a las seis ya estábamos trabajando –le dijo y se sentó frente a él.

      La estudió con detenimiento.

      –Tiene los ojos rojos. Le hacen juego con el pelo.

      –Muy glamouroso, gracias.

      Continuó mirándola fijamente.

      –Los vaqueros son realmente ancestrales. Pero tiene la capacidad de hacer que parezcan última moda. No sé muy bien cómo. Supongo que porque es preciosa. Debo de ser el hombre número un millón que le dice eso. Así que me merezco algún premio por ello.

      Se levantó ligeramente, se inclinó sobre ella y le besó los labios, un beso rápido y ligero.

      Zoe se quedó sin respiración unos segundos y, por fin, reaccionó.

      –¡Se toma más libertades que ningún hombre de los que he conocido! ¿A qué se dedica? ¿Trabaja para los medios de comunicación? Sólo los reporteros tienen tanta cara como usted.

      Él soltó una carcajada.

      –No. Soy explorador.

      Zoe parpadeó. Debía de haber entendido mal.

      –¿Qué?

      Quizás era el cansancio que hacía que se sintiera desorientada. Sus oídos le estaban empezando a jugar malas pasadas.

      –Explorador –repitió él. Acabó la comida y apartó el plato–. Acabo de regresar de Sudamérica. Hemos estado en las montañas que van desde la Tierra del Fuego, por la costa, hasta Venezuela. Era una expedición para la creación de un mapa de la zona. He estado allí durante un año, escalando, filmando, dibujando.

      Ella se quedó boquiabierta.

      –¿Sólo?

      Él se rió.

      –No, gracias a Dios. Era parte de una expedición internacional, europeos todos. Éramos veinticuatro, todos especialistas: fotógrafos, dos médicos, científicos, biólogos, geólogos, biólogos. Pero todos éramos escaladores profesionales. Eso es muy importante. En esas montañas es necesario saber lo que se está haciendo. De otro modo, es muy fácil cometer un error que le cueste la vida a alguien –bostezó y se levantó–. Voy a adelantar el programa de la lavadora y, después de que centrifugue, meteré la ropa en la secadora.

      –No está casado, ¿verdad? –dijo Zoe, pensativa, mientras lo veía manipular la máquina.

      Él

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