E-Pack Los Fortune noviembre 2020. Varias Autoras

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      Habían encontrado una fotografía de Molly, su primera mujer, en la visera del coche y la prensa del corazón había empezado a hablar de la posibilidad de que su padre se lo hubiera pensado mejor y hubiera decidido no casarse.

      Pero Jeremy sabía que no era cierto.

      William Fortune había estado deseando que llegara ese día en el que por fin iba a contraer matrimonio religioso con Lily, la viuda de su primo Ryan. Y había estado muy ilusionado ante la idea de pasar el resto de su vida con esa mujer a la que había llegado a amar y respetar. Además, su familia y sus amigos eran muy importantes para él, sabía que nunca habría huido sin decirles nada. A no ser que estuviera retenido en contra de su voluntad.

      Al principio, había temido que alguien hubiera secuestrado a su padre, pero no habían recibido ninguna información al respecto y nadie les había pedido rescate.

      No entendía dónde podía estar.

      Jeremy era cirujano ortopédico y estaba completamente dedicado a su profesión. Creía en la lógica como única manera de resolver sus problemas, a los que siempre se había enfrentado, por muy duros que fueran. Pero, de momento, no había encontrado nada de lógica en la desaparición de su padre.

      Como hombre de ciencias que era, no solía fiarse de sus instintos ni de corazonadas, pero tenía la sensación de que su padre seguía vivo y estaba en alguna parte, sólo tenía que encontrarlo.

      Parte de él pensaba que se sentía así porque ya había perdido a demasiados miembros de su familia y le costaba aceptar la posibilidad de que su padre también hubiera fallecido.

      De un modo u otro, no pensaba irse de Texas ni regresar a California hasta que dieran con el paradero de su padre y descubrieran lo que había pasado.

      Había conseguido que le concedieran un permiso especial en la clínica de Sacramento en la que trabajaba. Había creído que le resultaría muy duro estar alejado de su trabajo, pero no le estaba costando.

      En parte, creía que su actitud tenía bastante que ver con todo lo que había estado planteándose antes incluso de ir a Red Rock para asistir a la boda de su padre. Llevaba ya algún tiempo tratando de decidir si realmente estaba haciendo lo que quería con su vida. Había pensado que ese viaje a Texas iba a servirle para distanciarse un poco de su día a día y ver las cosas desde otra perspectiva.

      Mientras tanto, para tratar de mantenerse ocupado y ser de ayuda, estaba trabajando como voluntario en el centro médico de Red Rock, clínica que se financiaba en parte gracias a donaciones de la Fundación Fortune.

      Miró el reloj. Eran sólo las cuatro y media, demasiado temprano para ir al restaurante. Había quedado en el Red, su local favorito, para cenar con su hermano y su nueva cuñada. Pero tampoco tenía el tiempo necesario para conducir hasta el rancho Double Crown, donde se alojaba, y regresar después al pueblo para la cena.

      Pensó que podía aprovechar para acercarse a la librería y comprar un par de libros. Llevaba algún tiempo tratando de luchar contra el insomnio y llenaba esas solitarias horas de la noche gracias a la lectura.

      De camino hacia allí, su humor fue empeorando por momentos. Le pasaba cada vez que salía de la clínica y no tenía la distracción de sus pacientes ni su trabajo.

      Recordó entonces el sueño que había tenido la noche anterior. No solía pensar demasiado en esas cosas, pero esa fantasía había sido especialmente vívida, le había parecido casi real.

      La escena había tenido lugar una soleada tarde de primavera y en una calle arbolada, muy parecida a las que había visto en los mejores barrios residenciales de Red Rock.

      Había aparcado su coche frente a una casa de dos pisos con la fachada recién pintada de blanco y con contraventanas verdes. El césped estaba muy cuidado, como si alguien lo hubiera segado recientemente. El resto de las plantas, arbustos y rosales también eran perfectos. Una mujer menuda estaba sentada en una mecedora del porche, al lado de una ventana llena de macetas con flores de vibrantes colores.

      La escena era idílica, casi le había parecido un anuncio o la foto de un calendario. Pero no podía evitar dejarse llevar por esa fantasía cada vez que recordaba el sueño.

      Había intentado distinguir el rostro de la mujer, pero tenía la cabeza inclinada y contemplaba un bulto envuelto en una manta rosa que sostenía entre sus brazos. Su cabello, castaño claro y ligeramente ondulado, había impedido que distinguiera su rostro.

      —Ya estoy en casa —había dicho él al salir del coche.

      Después, había ido deprisa hacia la casa y se había dirigido entusiasmado hasta donde estaban la madre y el bebé.

      En ese momento, había sentido que desaparecían por completo la tristeza y la desazón de las que se había sentido presa durante demasiado tiempo. De hecho, no recordaba haberse sentido tan feliz y satisfecho como durante los minutos que había durado el sueño.

      Pero se despertó justo en el momento en el que la mujer levantaba la cabeza y la giraba hacia él para saludarlo, y no había podido ver su rostro. En cuestión de segundos, había pasado de la soleada primavera al frío invierno, de un día radiante a la sensación de noche eterna en la que se veía sumido.

      Sabía que el subconsciente daba rienda suelta a muchos sentimientos mientras la mente y el cuerpo dormían, pero ese sueño había conseguido que se sintiera vivo, algo que echaba de menos. Cuando se despertó, entendió por primera vez qué era lo que había estado echando en falta en su vida, una vida llena de éxito profesional y otro tipo de satisfacciones. No tenía una esposa ni una familia propia con la que compartir su existencia.

      Creía que era una pena que no hubiera podido ver el rostro de esa mujer. Pero se dio cuenta de que no importaba, era algo meramente simbólico, una manera en la que su subconsciente le daba a entender qué era lo que necesitaba, aunque ni él mismo se hubiera dado cuenta de ello hasta ese momento.

      Estaba ya cerca del lugar donde había dejado el coche esa mañana, cuando oyó pasos tras él. Miró por encima del hombro y vio a una mujer menuda. Llevaba unos pantalones vaqueros que destacaban su esbelta figura, una camiseta blanca bastante ajustada y una chaqueta rosa. En sus brazos, sostenía a un bebé que llevaba envuelto en una toquilla azul. Estaba mirando al pequeño y no pudo verle la cara.

      Pero no pudo evitar quedarse un segundo sin aliento al verla. Su cabello era castaño claro, muy parecido al de la mujer de su sueño.

      Era un hombre de ciencia y no creía en las premoniciones, pero esa mujer parecía la protagonista del sueño que había tenido la noche anterior, era casi demasiada coincidencia para pasarla por alto.

      Aunque no creía en premoniciones, no pudo evitar detenerse para observarla con más detenimiento.

      Cuando ella levantó la cabeza y lo vio, entreabrió los labios como si estuviera a punto de decirle algo y aminoró su marcha. Tenía un rostro bellísimo, como los de las modelos que aparecían en las portadas de las revistas. Sus rasgos eran delicados y tenía unos ojos azules muy expresivos.

      —Perdone, ¿es médico? —le preguntó ella entonces.

      Jeremy, que aún llevaba su bata blanca sobre la ropa de calle, asintió con la cabeza.

      —Así es.

      —¡Qué bien! Quería que alguien examinara al

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