E-Pack Los Fortune noviembre 2020. Varias Autoras

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pudiera conocerla tan bien, pero, por otra, tampoco era tan sorprendente. Si trabajaban tan bien juntos, era por una razón, y no era sólo por lo bien que ella le comprendía.

      —No quiero tu dinero.

      —Pero lo necesitas —le dijo él, agarrándola del brazo y rodeándola hasta ponerse delante de ella—. Oye —la agarró de la barbilla y la obligó a mirarle a los ojos —su sonrisa era irónica y ligeramente burlona—. Yo no quiero casarme, pero tengo que hacerlo.

      Deanna sintió un intenso escozor en los ojos y rezó para no derramar ni una lágrima. Lo último que deseaba era llorar delante de su jefe.

      —Aunque yo… Aunque estuviera de acuerdo, ese dinero sólo sería un arreglo temporal para Gigi.

      —¿Y cuál es su problema entonces?

      Ella levantó la vista hacia él y sintió que sus ojos la atrapaban sin remedio.

      —Es adicta a las compras.

      Él arrugó el entrecejo.

      —¿Qué?

      Ella suspiró. Apartó el bate y el bolso y se dejó caer sobre la silla.

      —Tiene una adicción a las compras. Y no es la clase de adicción de la que tantas veces se acusa a las mujeres. No sólo le gusta salir a comprar zapatos o… lo que sea —hizo un gesto con la mano—. Cuando está… sin trabajo… Se deprime… Y cuando se deprime, se va de compras. Por Internet o por la ciudad. No importa dónde ni cómo. Compra cosas que no necesita y que no se puede permitir. Y no importa lo que yo le diga o lo que haga. No para y no quiere pedir ayuda.

      Juntó las palmas de las manos y se miró los dedos.

      —Ya debe la hipoteca de nuevo. Ha conseguido que le den nuevas tarjetas de crédito de las que yo no tenía ni idea y ahora quiere que yo le resuelva todo el lío.

      —¿Por qué tú?

      —Porque llevo pagándole todo desde que conseguí mi primer trabajo cuando tenía quince años.

      Ese año su padre se había marchado y su madre había empezado a culparla de todo.

      —Si sigo sacándola del hoyo como siempre he hecho, jamás conseguirá ayuda.

      —Por lo menos te das cuenta de ello.

      —Darse cuenta de ello y llevarlo a la práctica son dos cosas muy distintas —se tragó el nudo que tenía en la garganta—. No es fácil decirle que no a tu propia madre.

      —Y tampoco es fácil decirle que no a tu padre —Drew se agachó delante de ella y le tomó las manos—. Podemos ayudarnos el uno al otro.

      Sus manos eran cálidas y tranquilas. A Deanna las suyas propias le parecían diminutas en comparación.

      —No es… Una buena idea. Nunca es buena idea tener un lío en el trabajo —le dijo ella, deseando retirar las manos. El tacto de su piel la quemaba cada vez más—. Eso es lo que hace mi madre. Y siempre termina en un desastre.

      —La gente lleva siglos casándose con el jefe. No tiene por qué ser malo.

      —Cierto. Pero es así cuando los dos están enamorados.

      De repente, Deanna se dio cuenta de que había deslizado los dedos entre los de él hasta entrelazarlos. Se soltó bruscamente y se agarró de los reposabrazos de la silla.

      —Y, como te he dicho antes, el dinero no resolvería el problema de base.

      —Entonces le buscaremos a tu madre la ayuda que necesita, el tiempo que haga falta, incluso aunque nuestro acuerdo haya llegado a su fin.

      Ella hundió las uñas en la tapicería de la silla para que no le temblaran las manos.

      —No va a querer. Siempre hace lo mismo.

      —La convenceremos. Encontraremos una forma.

      —¿Encontraremos?

      Él puso su mano sobre la de ella.

      —Sí, nosotros la encontraremos.

      Deanna sentía que el corazón se le quería salir del pecho. La cabeza le daba vueltas y creía que se iba a desmayar en cualquier momento. Nunca había tenido a quien acudir. Siempre había estado sola, desde la marcha de su padre. Drew la observaba con esa mirada firme que tan bien le salía. Sus palabras, claras y seguras, retumbaban dentro de su cabeza.

      «La convenceremos. Encontraremos una forma…».

      Que hablara en plural resultaba tan… tentador…

      —Muy bien —susurró y entonces sintió un escalofrío.

      Él la miró fijamente.

      —¿Te casarás conmigo?

      Ella tragó en seco y se aclaró la garganta.

      —Sí.

      Él esbozó una sonrisa radiante.

      —¡Siempre he dicho que eras las secretaria perfecta! —se incorporó, se inclinó sobre ella y le dio un beso rápido en la frente—. Esto va a salir fenomenal —dijo, volviendo a su despacho—. Vendrás conmigo a Red Rock. Allí lo anunciaremos.

      Deanna le oía hablar solo, entusiasmado. Y entendía todo lo que decía. Pero no podía hacer más que contemplar el escritorio que tenía delante. Todavía sentía el tacto de sus labios sobre la frente, como si aún estuviera ocurriendo.

      —Dee, ¿cuánto tiempo necesitas para hacer la maleta?

      Ella se frotó las mejillas y trató de volver a la realidad.

      —¿No… No podrías decírselo tú a tu padre? No sé si será buena idea que te acompañe a Texas. No quiero ser una molestia.

      Él apareció de nuevo en el umbral. Se había vuelto a poner la gorra de béisbol, del revés. Y el hoyuelo volvía a asomar en su mejilla. También tenía una botella de champán que un cliente le había enviado esa misma tarde.

      —Estoy seguro de que mi prometida será bienvenida en cualquier reunión familiar —le dijo con sequedad—. Bueno, en realidad la estarán esperando —agitó la botella delante de ella—. Llama al piloto de nuevo. Dile que llegaremos una hora más tarde de lo planeado.

      Deanna sintió unas ganas absurdas de echarse a reír. A lo mejor estaba al borde de la histeria.

      ¿De verdad había accedido a casarse con él?

      —Ya le di una hora de margen la última vez que cambié la hora del vuelo —le dijo.

      Él levantó las cejas.

      —Vaya, qué bien me conoces —sonrió de oreja a oreja—. Bien hecho.

      Ella se las arregló para sonreír.

      —Vamos.

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