RETOQUECITOS. Gerardo Arenas
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La depresión anaclítica descripta por Spitz es elocuente al respecto.(58) La cancelación de las excitaciones nacidas de las necesidades no responde al “resorte pulsional” requerido para poner en marcha el mecanismo psíquico, y por eso el destino de las criaturas que pasan cierto tiempo en las condiciones del llamado “hospitalismo” oscila entre la idiotez y la muerte. La explicación que Spitz propone para este conocido fenómeno, basada en la de Freud, no es convincente. ¿Cómo no ver que esas desgraciadas criaturas afrontan una larga, espantosa y generalizada privación de aquellos goces “cuya falta [hace] vano el universo”? (59)
Por lo demás, para convencerse de que la cancelación de estímulos molestos no es, en sí, apta para satisfacer nada, basta observar en cualquier criatura el inagotable afán por mamar o chupetear el pezón o la tetina tras haber saciado su apetito, o incluso el empeño con que se resiste a dormir aunque se le cierren los ojos. En síntesis, aquí no tiene lugar la vivencia de una satisfacción debida al cese de cierta molestia, sino el encuentro con uno o varios goces desconocidos hasta entonces, y esta vivencia de excitación no tiene por qué ser considerada una experiencia inaugural y privativa del infans, ya que bien puede tener lugar en cualquier momento de la vida.(60)
Freud concluye el apartado que dedica a este asunto diciendo que el estado de esfuerzo o de deseo provocará, cuando resurja, una suerte de alucinación, precursora del desengaño. Luego veremos en qué medida y cómo se sostiene esta conjetura suya, pero convengamos que, bajo esta perspectiva, la animación del deseo no depende de que reaparezca la excitación perturbadora ni coincide con tal reaparición.
El dolor pierde así el carácter contrario a la satisfacción impuesto por el planteo freudiano. De las consideraciones acerca de la vivencia de dolor, poco se sostiene. Ante todo, porque Freud yerra al enlazar dolor y displacer, que carecen de correlación necesaria. Que pueda gozarse del dolor sólo es un misterio para quien no tiene ese gusto. Por otro lado, hay algo inexplicable para el modelo freudiano, debido a que éste supone erróneamente que la cantidad responsable del dolor proviene del exterior del cuerpo, a saber, la posibilidad de que un proceso de pensamiento produzca dolor. ¿Por qué algo es capaz de causarnos dolor de sólo pensarlo? Finalmente, si nada impide que un dolor guste, no habrá cómo distinguir, con estos elementos, entre la vivencia de dolor y la de excitación gozosa.
Los afectos y estados de deseo contienen elevaciones de tensión y dejan secuelas compulsivas, dice Freud, y en esto no podemos menos que acordar con él, dado que nos topamos con ellas en la clínica más cotidiana, pero a eso añade dos cosas muy llamativas ligadas al deseo y la defensa (o represión) resultantes. En el caso del deseo, la compulsión toma la forma de esa atracción hacia el objeto (o más bien hacia su huella mnémica) evocada por la canción No hago otra cosa que pensar en ti. Ello provoca un estado de excitación e investidura incesantes que no sólo contradice el supuesto principio de placer, sino que además no se aniquila mediante satisfacción alguna. El deseo, por lo tanto, contradice ese principio, y su “más allá” tampoco lo explica. Por su parte, la vivencia de dolor crearía, según Freud, una inclinación a no investir la imagen mnémica del objeto hostil, lo cual implicaría una reacción de avestruz, hacer como si el objeto no existiera, cuando en verdad eso se opone a lo que él mismo había dicho antes acerca de esta secuela compulsiva, y también contradice las más conocidas y generalizadas formas que esa secuela toma y que van del resquemor al odio e incluso al afán de venganza –No hago otra cosa que pensar en ti con aversión. Por lo tanto, no podemos acompañar a Freud en su idea de la defensa primaria, que es, a su vez, la primera imagen de la represión y que llega a requerirle el agregado de un principio explicativo nuevo… y biológico.
El inconcebible yo y la alegría del encuentro
Llegamos al sitio donde se define el yo como un grupo de neuronas (representaciones) constantemente investido que, entre sus funciones, tiene la de inhibir la repetición. En las coordenadas propias del modelo freudiano, esta definición hace del yo un engendro inconcebible, ya que, si siempre está investido, no se descarga y, por lo tanto, en él no rige el principio de placer, y si además inhibe la repetición, sus excitaciones no pueden ser ligadas por obra y gracia de la compulsión de repetir, lo cual significa que tampoco lo explica el “más allá” de ese principio. En el casi medio siglo de desarrollos ulteriores, Freud no logrará borrar del yo esta monstruosidad inicial.(61)
Que en ese grupo investido inhibitorio haya una parte variable y otra constante es algo que además nos pone sobre la pista del carácter lingüístico de las representaciones que lo componen, como veremos en un momento. Freud dice que esa investidura está al servicio de la función secundaria, es decir, la de no descargar toda excitación, la de conservar una cuota de energía disponible para hacer todo aquello que la vida requiere, como si el principio de placer nos impeliera a la inactividad y el yo debiera movernos a comer para no morir, por ejemplo, función para cuyo cumplimiento debe hacer uso de la energía que ha acopiado y mantenido en forma de unas investiduras permanentes. Sin embargo, bien sabemos que una elevada investidura yoica puede, muy por el contrario, tener un efecto contrario y aun mortífero, como bien lo ilustra el mito de Narciso.
Luego se plantea la distinción entre los procesos primario y secundario, requerida para que la percepción no se confunda con el recuerdo. La idea de Freud es que, si cada vez que deseáramos o temiésemos algo lo alucináramos, habría un gasto inútil y excesivo. Notemos que esto depende, a su vez, de la suposición de que el saldo de la vivencia de satisfacción es la inclinación del aparato a alucinar lo deseado, y no sólo no hay nada que justifique esta hipótesis,(62) sino que además el sentido de esa vivencia cambia si borramos del mapa el principio de placer. Esto último pone en tela de juicio, por lo tanto, el papel inhibidor del yo y el paso del proceso primario al secundario.
Algo muy distinto ocurre con lo que Freud llama “el discernir y el pensar reproductor”, donde entran en juego el lenguaje (ausente hasta aquí) y la Cosa (das Ding).(63) La clave es entender que el objeto investido por el deseo es una multiplicidad (un “complejo”, no una unidad) y que en ella cabe distinguir una parte constante, a, y otra variable, b, mientras que la percepción inviste otra multiplicidad que incluye esa parte constante, a, y otra distinta, c. ¿Cómo hacer para que la parte distinta deje de serlo? El lenguaje, según Freud, hará de a la Cosa y de b (o c) su predicado, lo que de la Cosa se dice. Como ésta es aquello acerca de lo cual se habla, es indecible.(64)
Podemos acordar con lo aquí planteado, pero no con la afirmación de que, una vez alcanzada la identidad, sobrevenga la descarga que dicta el principio de placer,(65) ya que, cuando encontramos el objeto, nuestra tensión, lejos de descargarse, estalla: nos invade la alegría, temblamos de regocijo y excitación, y esto no significa aligerarla por el polo motor, en la medida en que ese estado suele ser duradero e interrumpirse únicamente debido al agotamiento de nuestras fuerzas. Por otro lado, el goce de ese encuentro no es único y puntual como el flechazo o como el hallazgo del objeto (que es siempre un rencuentro, según Freud), sino que forma parte de nuestra vida cotidiana, aunque no lo descubramos más que cuando nos falta: la cólera que surge cuando las clavijas dejan de entrar en los agujeritos, como decía Lacan parafraseando a Péguy,(66) muestra que del encastre –o sea, de hacer que c coincida con b– gozamos todo el tiempo.(67)
Pensar, dormir, soñar
Podemos descartar la sugerencia freudiana de que el pensar tenga una finalidad práctica, ya que su