El sueño del aprendiz. Carlos Barros

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El sueño del aprendiz - Carlos Barros

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basta! No me lo recuerdes —me interrumpió enfadado.

      —Perdón, pero espera, déjame terminar. Iba a decir que ya dejó claro que se ha fijado en otro, y créeme, es del tipo de chicas de armas tomar. Así que dudo mucho que la hicieras cambiar de idea fácilmente —traté de explicarle.

      Pero Julio no se daba por vencido. Estaba realmente obsesionado y, en su caso, tal vez la dificultad no había hecho sino acrecentar el deseo de acercarse a ella.

      —Proponle una merienda en la chocolatería de la calle Zaragoza, este sábado, los tres —me dijo sin pensárselo dos veces.

      —Estás loco.

      —Lo sé. Y estoy desesperado, que es mucho peor.

      —Ya veo.

      —¿Lo harás? —suplicó.

      Ya había visto antes en él esa mirada, sabía que no tenía nada que hacer.

      —Si lo hago me deberás una muy grande, Julio —le hice saber, exasperado.

      —Prometo ingeniármelas para buscarte un rato a solas con mi hermana.

      —Olvida lo de tu hermana de momento. Ya te he dicho que ahora no estoy para esas cosas —rechacé.

      —Vamos a ver, Manuel, no me fastidies. Una cosa es el trabajo y otra muy distinta las mujeres, perfectamente compatibles, además.

      —Ya te diré algo de lo del sábado, no prometo nada. Pero, que te quede claro, la próxima cita te la buscas tú solo.

      —Hecho.

      * * *

      Y mientras aquel sábado cruzaba el espacio oblicuo de la plaza que mediaba entre su casa y la mía a la hora acordada, no dejaba de sorprenderme por la facilidad con la que Cecilia había accedido a nuestra propuesta, casi como si ya lo estuviera esperando.

      Al llegar a su altura, de pronto sentí como si mi figura empequeñeciera a su lado. Su sola presencia causaba un inexplicable efecto entre todos los que la miraban. Nadie diría que, con esa falda marrón de hilo grueso cubierta por una ancha pañoleta y mantón de lana negro, iba a ser capaz de captar la atención y, sin embargo, lo hacía. El conjunto, tal vez un atuendo más propio del campo que de la ciudad, caía a la perfección a su pequeño talle coronado por esa mirada intensa y una brillante cabellera. Y es que eran aquellos ojos verdes de claridad penetrante y de una belleza que no solo era capaz de infundir en ella firmeza sino de inspirar en los demás una instintiva admiración, los que le conferían un atractivo carácter, al mismo tiempo prudente y audaz.

      Intercambiamos algunas palabras amables antes de que Julio apareciera, tarde, como siempre, en el momento justo en el que casi deseé que no se presentara para poder seguir disfrutando a solas de su personalidad arrolladora. Por más que me empeñara en negarlo, era evidente que ella cada vez me atraía más y que despertaba en mí sentimientos confusos. Era una sensación difícil de definir, pero que fuera lo que fuese, una obstinada resistencia interna se encargaba de ocultar, asumiendo que mi papel era el de mero acompañante, sin opción a intentar ningún otro tipo de acercamiento.

      Pensando en todo esto, mientras paseábamos, vinieron a mi mente aquellas misteriosas palabras suyas al despedirnos la primera vez que nos vimos en su casa. Aquella frase todavía resonaba en mi cabeza y durante días me había obsesionado la idea de que, tal y como Julio había insinuado, ese “alguien del barrio” en quien ya se había fijado, fuera yo. «¿Era eso posible? ¿A quién si no se referiría? Y si no era eso, ¿por qué me soltaría una revelación así, con tanta intriga? ¿Era un mensaje oculto que yo debería ser capaz de entender?», me interrogaba sin cesar. Odiaba esa incómoda sensación de media certeza, y al mismo tiempo, había algo en mí que seguía dispuesto a ignorar cualquiera de esas señales. No, no podía hacer nada solo con eso. Hubiera necesitado una evidencia más fuerte, y de todos modos, de confirmarse esa sospecha me pondría en una tesitura muy difícil con Julio, así que, en parte, prefería seguir viviendo en la ignorancia.

      Él, por su parte, obviamente se había propuesto impresionarla en esa primera cita, así que empezó a desplegar toda su artillería dialéctica. Cuando traspasamos la calle del Trench y llegamos a la altura de Santa Catalina, ya había conseguido acaparar totalmente su atención.

      —¿Qué te ha contado Manuel de mí? —le preguntaba.

      —No hacía falta que mandaras un mensajero —respondió ella resuelta—. Fue muy divertido el día que se presentó en mi casa sin avisar, estuve a punto de creerme que de verdad era para darnos la bienvenida al barrio.

      —Es el tipo de favor que hace un buen amigo, es algo que hacemos continuamente —dijo Julio para justificarse.

      —Ya, ya veo que vosotros dos os conocéis muy bien —comentó ella mirándonos a ambos.

      —Demasiado bien. Julio es como un hermano para mí —intervine yo.

      —Ah, ¿así que os lo contáis todo? ¡Qué tierno! —continuó ella divertida.

      Pero nada de lo que ella dijera habría hecho que Julio cejara en su empeño. Detecté enseguida ese brillo especial en sus ojos y sabía perfectamente lo que significaba: que estaba loco por ella. No podía evitar que se le notara a leguas de distancia y supuse que Cecilia, por fuerza, también tenía que haberse dado cuenta. Aunque no parecía importarle mucho. «¿Cómo era posible que para él todo resultara así de natural y fácil?», me dije. Y a pesar de mi asombro, me di cuenta de que, en el fondo, lo envidaba. Me pregunté si sería capaz de sentir algo así por alguien alguna vez, de traspasar esa barrera de la devoción y la entrega absoluta.

      Al poco llegamos a la chocolatería, muy próxima a la Puerta de los Hierros de la catedral, que un sábado a esa hora estaba a rebosar. Suerte que los propietarios, Emilio y Josefa, eran amigos del padre de Julio y nos hicieron un hueco en una apretada mesa al vernos entrar.

      Julio no paraba de hablar. Estaba desplegando todas sus artes y ella se reía divertida con toda naturalidad, parecía encantada con tantas atenciones. En cierto momento me sorprendí disgustándome por que hubieran congeniado tan bien en tan poco tiempo. «Pero, ¿qué esperabas?», me dije. Julio era encantador, y con sus bucles castaños, mirada segura y sonrisa perfecta, tenía ese aire de chico rebelde que las volvía locas. No sé por qué había llegado a pensar que con ella sería diferente, tal vez porque parecía tan distinta a todas las demás.

      —Estás muy callado Manuel —me dijo ella sacándome de mis pensamientos.

      —Déjalo. Él es así, chico de pocas palabras. Siempre en su mundo. ¿Te ha contado que ahora quiere ser periodista?

      —No tenía ni idea. Pensaba que a los dos os atraía eso de ser abogados —dijo Cecilia de pronto, muy interesada.

      —No le hagas caso, de eso no hay nada de nada. Como mucho soy aficionado al mundillo, eso es todo —aclaré.

      —No le creas, es mucho más que eso. Lo que pasa es que es muy modesto, cualquier día lo verás dirigiendo su propio periódico —comentó medio en broma.

      —Vaya Manuel, qué bien tenías guardado el secreto. ¿Hay algo más que no me hayáis contado?

      Aquello me descolocó un poco y me sentí algo incómodo, sin saber muy bien qué decir. Aunque no tuve tiempo de replicar nada,

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