El sueño del aprendiz. Carlos Barros
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—¿Y te ha dicho Julio que pronto ingresará en el ejército para el servicio obligatorio? —solté casi sin pensar, confieso que sin medir bien las consecuencias.
Julio palideció, visiblemente contrariado, y un repentino silencio rompió la hasta entonces agradable armonía de la velada. Agaché la cabeza arrepentido, en parte, pensando que probablemente me había excedido un poco, pero es que me había salido del alma. Aunque, a decir verdad, se lo debía, pues él tampoco debería haber mencionado lo de mi estreno en el periódico. Se suponía que era un secreto entre los dos.
—Nunca se me dieron bien los sorteos, los hay que tuvieron más suerte —dijo después ya algo recompuesto, pero atravesándome con la mirada. Luego inspiró aire y miró al frente mientras Cecilia rebañaba los últimos restos del chocolate de su taza—. Será solo temporal, y tendré días de permiso. No iréis a abandonarme, ¿no? —añadió en tono lastimoso.
—No, claro que no —le dijo ella conciliadora—. ¿Cuándo será eso?
—El miércoles. Dentro de cuatro días.
—Entonces habrá que hacer una fiesta de despedida —dijo dejándonos paralizados a los dos.
Ninguno nos lo esperábamos, pero empezábamos a darnos cuenta de que con ella la sorpresa estaba siempre asegurada. Y mientras nos miraba a ambos expectante, Julio no apartaba los ojos de mí aguardando mi respuesta.
—¿Entre semana? No contéis conmigo —dije enseguida, desmarcándome.
—Tú qué dices Julio, ¿conoces algún sitio? —le preguntó entonces a él directamente.
—Dime una cosa Cecilia, ¿tú de dónde has salido? —le dijo sin poder borrar una amplia sonrisa de su cara.
—Encerrada en un pueblo demasiado tiempo. Y ya va siendo hora de que empiece a recuperar el tiempo perdido.
—Brindemos por eso —remachó Julio eufórico.
* * *
Hecho un manojo de nervios, de pronto me percaté de que mi ropa de diario estaba hecha una porquería y que el traje de los domingos era el único decente que tenía. Pero era un detalle sin importancia, pues estaba decidido a dar el paso y ya no había vuelta atrás. Traté de escabullirme rápido para no llamar la atención en casa y me presenté en el café Madrid ataviado con él y con mi gorra de hule calada hasta las cejas. Pese a llegar a la cita cinco minutos antes de lo acordado, nada más entrar descubrí la figura de Lorenzo Vila recortada en la esquina de la barra, ligeramente ladeada hacia el brazo en el que sostenía su taza de café.
—Buenos días, señor Vila —dije aproximándome con cautela.
—Buenos días, Manuel.
—Prudencio, pon aquí otro café —soltó con familiaridad al hombre de mediana edad que estaba despachando al otro lado de la barra. Este atendió con celeridad su pedido sin mediar palabra alguna—. ¿Estás seguro entonces? —añadió justo en el momento en que colocaban la taza frente a mí, sobre la barra.
Me sostuvo la mirada sin decir nada más y yo asentí casi sin pestañear, acercándome el vaso de hirviente café a los labios mientras trataba de ocultar mis nervios.
—Lo primero que has de saber de este periódico es que es muy joven y se encuentra en una situación muy delicada —comenzó a hablar entonces muy despacio, como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo—. Esto no es Las Provincias. Así que trata de aprovechar el tiempo todo lo que puedas, porque cualquier día de estos podría cerrar.
Debió de captar mi gesto contrariado, pues confieso que no era el tipo de frase que esperaba.
—Lo siento Manuel, no voy a engañarte, Las Provincias es el mejor periódico de Valencia. Llorente tiene los mejores medios y el mejor equipo, nosotros hacemos lo que podemos —prosiguió sin inmutarse pese a mi reacción, algo confusa—. No debería sorprenderte. De hecho, hace unos meses El Mercantil estuvo a punto de desaparecer. Peris Mencheta ha conseguido mantenerlo a flote, pero no sabemos por cuánto tiempo.
Estaba al corriente de los recientes problemas de El Mercantil y de que había tenido que superar más de una crisis, pero tal vez esperaba percibir un tono algo más optimista nada más empezar.
—No le menciones esto a nuestro director, te echaría a la calle en un abrir y cerrar de ojos —me advirtió.
Sabía también que El Mercantil y Las Provincias sostenían una eterna disputa, aunque no imaginaba que las rencillas entre la prensa local podían llegar hasta ese punto. Al parecer, Peris Mencheta había perdido un pleito con Llorente al poco de hacerse cargo de El Mercantil, de modo que me pareció obvio que le irritaría cualquier mención al ilustre empresario de la competencia.
Lorenzo pagó la cuenta y se ajustó el sombrero mientras yo ingería el último trago de café y notaba cómo se acrecentaba mi sensación de vértigo, preguntándome si realmente era consciente de dónde me había metido.
—Bien, entonces no se hable más. Vamos a la redacción, te presentaré al director —zanjó—. Es un hombre de lo más interesante, ya lo verás.
En realidad, tan solo unos pasos nos separaban de la redacción de El Mercantil, que ocupaba un viejo edificio de la misma calle Fumeral, en el número diecisiete. Nada más traspasar su puerta tuve una extraña sensación. Jamás había llegado a imaginar que algún día conocería los secretos que albergaba el interior de aquellas oficinas ante las que, estando tan cerca de mi propia casa y atraído por el magnetismo que ejercían sobre mí los periódicos, me había detenido cientos de veces.
Una pared de madera separaba a los redactores y empleados de El Mercantil de la gente que llegaba hasta allí para publicar un anuncio o dar una información. Apenas cinco redactores, incluyendo a Lorenzo, ocupaban en ese momento la ruidosa sala. Uno de ellos revisaba unos archivos, otros dos charlaban animadamente y el último, recluido en una mesa retirada, escribía concienzudamente alguna cosa en un papel. Al irrumpir allí, me sorprendió que fueran capaces de trabajar en medio de semejante caos; los montones de papeles, de sobres y de prensa, se acumulaban por doquier y parecía que reinara la anarquía.
Al fondo, separado por una puerta de cristal, estaba el despacho de dirección. Lorenzo me acompañó directamente hasta allí y me presentó a Francisco Peris Mencheta. Me sorprendió encontrarme con un individuo tan joven, de apenas treinta años, con una apariencia tan cercana y humilde, apostado tras la robusta y lujosa mesa de roble oscuro minuciosamente labrada que presidía el despacho. Parecía que hubiera usurpado aquel sillón de terciopelo rojo que en ese momento ocupaba.
—¿Quién es este desgarbado? —preguntó con altanería al verme entrar acompañando a Lorenzo.
—Le presento a Manuel Planes, mi nuevo ayudante.
—¿De dónde lo has sacado? —inquirió sin estar muy convencido.
—Es un estudiante de leyes que, a mi juicio, apunta buenas maneras.
Tras soltarme la mano, que había estrujado con tanta fuerza que casi dolía, me miró de arriba abajo y disparó la primera pregunta:
—Tú no serás monárquico, ¿no?