El sueño del aprendiz. Carlos Barros

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El sueño del aprendiz - Carlos Barros страница 16

Автор:
Серия:
Издательство:
El sueño del aprendiz - Carlos Barros

Скачать книгу

cuanto más larga era esta más sustancial era la rebaja. En el caso de El Mercantil la suscripción mensual de las dos ediciones costaba diez reales, mientras que si solo era la de la mañana el precio se reducía a nueve. También figuraba el precio de las suscripciones para tres meses y un año, a una o las dos ediciones, cuyo coste iba aumentando gradualmente. No obstante, fuera con suscripción o sin ella, leer el periódico todos los días era un lujo que no estaba al alcance de cualquiera.

      Repasé con detenimiento la edición matinal, que empezaba normalmente con la sección editorial y el llamado Boletín del día. En la primera página, la crónica política siempre era lo más importante, sobre todo con el resumen de lo que se cocía en aquel momento en las Cortes, detallando las intervenciones más importantes en Senado y Congreso. Después se pasaba a la crónica local y provincial, que venía repleta de sucesos y anécdotas o algún magno evento acaecido en la ciudad, lo que se terciara ese día. A menudo también se insertaba algún extracto especial recibido de los corresponsales, sobre todo de Madrid y Barcelona, aunque también publicaba cartas de Italia, de Inglaterra o de Francia. Mientras que la edición de la tarde, de menor enjundia —a menos que hubiera alguna noticia de última hora que reseñar—, solía estar centrada en la sección de las Gacetillas, que eran un somero resumen de lo que llegaba de la prensa oficial de Madrid y Barcelona.

      Mientras repasaba lentamente los caracteres impresos con tinta, sentí cómo ejercían un asombroso poder sobre mí. Casi sentí vértigo al imaginarme componiendo uno de aquellos párrafos. Hasta los anuncios me parecían más hermosos al mirarlos con detenimiento: «Esencia de Zarzaparrilla», «Papel de fumar de La Palma», «Cápsulas y sacaruro contra la disentería y el crup», «Liquidación de abanicos en la calle de la Abadía». Acabada la lectura recogí el papel, sobrecogido, y le pregunté a doña Encarnación si podía llevarme aquel ejemplar a casa.

      —Claro —me dijo ella sorprendida por mi extraño comportamiento.

      — 7 —

      Mediados de diciembre de 1872

      La madre de Julio nos había preparado un delicioso chocolate con galletas. Bueno, más que de su madre aquella maravilla era obra de Espe, la señora que se ocupaba del servicio. Me encantaba visitar aquella casa, que perfectamente podría tener el doble de espacio que la mía y estaba dotada de todo tipo de comodidades. Estimé que solo la lujosa decoración del salón sería más costosa que todos los muebles con los que nosotros contábamos. Además, me permitía acceder a los libros y materiales de estudio a los que jamás podría acercarme de ninguna otra manera. A su padre apenas lo conocía, rara vez se dejaba ver en casa, pero ella era una mujer encantadora que parecía vivir siempre en el mismo estado de complacencia con la vida.

      A Julio, en cambio, lo encontré profundamente abatido. El motivo no era otro que la proximidad del momento de su periodo de instrucción en el ejército. Con el carrusel de emociones al que había estado sometido en los últimos días, casi había olvidado que debía presentarse en Capitanía dentro de unos días para conocer su destino. Intenté animarlo lo mejor que pude, y esperé ansioso hasta disponer de algún momento de intimidad para poder contarle todas las novedades.

      Empecé por explicarle la propuesta que me había hecho Lorenzo Vila, pero aquello no consiguió sacarlo del todo de su aturdimiento, y su entusiasmo fue mucho menor de lo que yo esperaba.

      —¿O sea que tú también dejas las clases? ¿Vas a tirarlo todo por la borda? —me recriminó con gesto adusto.

      —No voy a dejarlo Julio. Haré lo que pueda para seguir el ritmo del curso, pero no puedo dejar pasar esta oportunidad. ¿Es que no lo entiendes? —traté de explicarle.

      —No lo sé, dímelo tú. ¿Es de fiar ese tipo? ¿Desde cuándo lo conoces?

      —Ya te he dicho que es un cliente de mi padre y es un hombre respetable. Y sí, claro que es de fiar —dije irritado por su inusual recelo—. Además, lo que cuenta es que es redactor y me abrirá las puertas de El Mercantil, ¿acaso eso no es suficiente? —añadí fastidiado porque no fuera capaz de entender algo tan obvio.

      —A propósito, ¿lo sabe tu padre? —preguntó.

      —Claro que no, y no debe saberlo. Después de lo que ha costado mi ingreso en la universidad no lo consentiría.

      —Tendrás que andarte con pies de plomo, entonces.

      —Para eso cuento contigo, espero que me apoyes en caso de que sea necesario.

      —Por supuesto, pero conmigo en el ejército no sé si seré de mucha ayuda.

      —Eres mi única coartada —le rogué.

      —¿Estás seguro de que vale la pena?

      —Este es mi sueño Julio, tengo que hacerlo.

      Se limitó a asentir como distraído. Aunque yo en el fondo sabía que, a pesar de sus dudas, contaba con su apoyo. Decidí entonces tratar el otro asunto, aquel con el que estaba seguro de que conseguiría cambiar su ánimo.

      —Conseguí hablar con esa chica que te gusta, Cecilia —le deslicé guiñando un ojo.

      Por supuesto, a mí aquello me parecía mucho menos importante comparado con poder verme pronto como ayudante de un redactor en El Mercantil, pero como me figuraba, su interés creció exponencialmente.

      —¿De veras? ¿Pudiste hablarle de mí? —dijo de pronto mucho más animado.

      Traté de explicarle cómo fue mi encuentro con ella en su casa sin omitir ningún detalle, tampoco el comentario que me hizo al despedirse.

      —¿Cómo que otro chico? Explícate, ¿qué quiere decir eso? —me apremió.

      —Eso fue lo que me dijo exactamente, justo antes de cerrar la puerta. No sé nada más.

      Pareció meditarlo durante unos segundos.

      —Dime sinceramente: ¿qué opinas de ella después de conocerla de cerca? —preguntó tras tomarse un poco de tiempo para asimilar toda la información.

      —Tenías razón, es diferente —empecé diciendo, y en ese momento estuve a punto de confesarle la honda impresión que me había causado, que apenas me había repuesto aún de aquel encuentro, o que no estaba realmente seguro de los sentimientos que en mí había despertado. Pero me contuve a tiempo y, en lugar de eso, me limité a encogerme de hombros—. No negaré que tiene mucho encanto.

      Pero sin duda Julio debió de percibir algo en mí que le hizo sospechar un poco.

      —Oye, ¿no será que a ti te está empezando a gustar? No serás tú ese chico en el que se ha fijado, ¿verdad? —me recriminó elevando un poco el tono.

      —Claro que no —rechacé tajante—. Además, yo ahora no puedo pensar en eso.

      La verdad era que no estaba del todo seguro pero, obviamente, Julio no debía saberlo.

      —Entonces… ¿crees que tengo alguna posibilidad con ella? —me abordó preocupado.

      —¿Quieres que sea sincero?

      —Claro que sí.

      —Creo que harías mejor en olvidarte.

      —¿Por

Скачать книгу