El sueño del aprendiz. Carlos Barros

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El sueño del aprendiz - Carlos Barros

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quién va a ser? A tu vecina —me dijo como si aquello fuera una completa obviedad.

      —¿Qué vecina?

      —Esa vecina nueva que tienes en la plaza.

      —¿Pero tú de qué la conoces? —pregunté extrañado.

      —La vi el otro día, cuando te acompañé a casa por la tarde, ¿recuerdas? No pude evitar fijarme en ella. No sé, tiene algo especial, es diferente. ¿Cómo es posible que no me hubieras mencionado nada antes?

      Diferente, esa era la palabra perfecta. Julio la había descrito tan bien que me dejó enormemente sorprendido.

      —Ni siquiera la conozco, y no sabía que te interesara —repliqué—. ¿A qué viene esta fijación?

      —A ver cómo te lo explico: ¿sabes cuándo ves a alguien y de inmediato te deja una huella muy profunda y no puedes dejar de pensar en ella? —dijo verdaderamente excitado.

      —Sí, pero no entiendo qué es lo que has podido ver en esa chica, si no la conoces de nada.

      —¿Pero es que tú no te has fijado en sus ojos? —me exhortó.

      —Pues no —mentí—. ¿Qué les pasa a sus ojos?

      —Vamos Manuel, si es imposible no fijarse —añadió cada vez más persuasivo, tratando de resultar convincente ante mi aparente indiferencia—. Son de un verde intenso y salvaje, como el del romero después de la lluvia en primavera. Nunca había visto nada igual.

      Me quedé mirándolo, entre impresionado y aturdido, y ambos quedamos absortos pensando en ellos. Su descripción, tan evocadora y precisa, me transportó de nuevo al incomparable verdor de efecto hipnótico que me había retenido hacía solo unos minutos.

      —Deberías buscarla y presentarte tú mismo —dije tratando de ocultar mi turbación—. ¿Por qué ibas a necesitar mi ayuda para eso, si yo ni siquiera la conozco?

      —¡Venga hombre! Viviendo al lado para ti es más fácil inventar cualquier excusa. Yo no puedo presentarme así sin más.

      —¿Qué tendrá eso que ver? ¡La conozco solo de vista igual que tú! —protesté.

      —Si me ayudas prometo echarte una mano con mi hermana —dijo entonces, tratando de convencerme.

      Confieso que aquello me pilló desprevenido. No imaginé que se le ocurriera mencionarlo, y no pude evitar que acudiera a mi mente la imagen de Clara, la hermana pequeña de Julio. Era cierto que había estado colado por ella mucho tiempo. Poseía una belleza sutil y sumamente refinada, muy delicada. La de veces que le había rogado que me ayudara a acercarme a ella, que intercediera de alguna manera. Aunque, pensándolo mejor, tal vez no fuera más que un secreto anhelo prohibido, una especie de amor platónico. «Olvídate de ella, no es para ti», me solía decir él. «No sé qué habrás visto en esa pusilánime», trataba de convencerme para contrarrestar mi empeño. Pero la verdad era que, en aquel preciso momento, no estaba seguro de que realmente siguiera sintiendo lo mismo. En el fondo sabía que no congeniaríamos, y que mi fijación por ella había surgido solo fruto del deseo hacia lo inalcanzable, más que de una verdadera pasión.

      —Está bien, veré lo que puedo hacer —le contesté con poco convencimiento.

      Al salir del establecimiento, Julio se entretuvo un poco en encenderse un cigarro y percibí en él entonces un gesto nervioso, tenso, y su mirada antes alegre empezó a tornarse esquiva. Su fugaz destello apasionado había sido reemplazado por un pensamiento sombrío. Comprendí enseguida qué era lo que le preocupaba, pues para mí Julio siempre fue transparente y nunca había habido secretos entre nosotros. Aquel estado alterado obedecía a que en el sorteo de quintos él y yo no habíamos corrido la misma suerte. Su nombre había aparecido entre los llamados a filas en su distrito, y en breve tendría que presentarse en el cuartel.

      Aquello, inevitablemente, había trastocado todos nuestros planes. Tal fue el grado de frustración que le produjo la noticia, que estuvo dos días enteros desorientado, dirigiéndose a todo el mundo con gritos y exabruptos. En aquel primer momento, en el que la rabia le nublaba el juicio, había llegado incluso a plantearse una huida. Aunque luego lo descartó, claro está, eso solo hubiera servido para empeorar las cosas. Por suerte aquella colérica reacción inicial ya había pasado, dando poco a poco paso a la resignación. Ahora solo se limitaba a fumar algo más de la cuenta, con ese gesto impulsivo que desafortunadamente se estaba volviendo característico en él.

      A mí tampoco me agradaba la situación y procuraba sacar poco el tema. Habíamos establecido un pacto no escrito para mencionarlo lo menos posible en lo sucesivo, tratando así de anular su efecto negativo, al menos en los días que aún nos quedaban antes de que se produjera la irremediable separación. Entonces ya tendríamos tiempo de lamentarnos, nos decíamos, tratando de disfrutar así del agradable presente.

      Agradable, sí, esa era una buena palabra para describir el tiempo que pasábamos juntos. Las clases, los paseos, las meriendas, las eternas conversaciones, las confesiones, las discusiones por cualquier tema absurdo, los enfados y reproches incluso. Todo aquello formaba parte de nuestras vidas como el aire que respirábamos. ¿Cómo íbamos a reemplazarlo cuando nos obligaran a separarnos por la fuerza?

      En esas estábamos cuando por fin alcanzamos el aula magna de la facultad de leyes. Penetramos con extremo sigilo tratando de que nadie se percatara de que estábamos entrando con la clase empezada. Agazapados en la última fila, divisamos a lo lejos la redonda figura del profesor de derecho romano Abelardo Ginés.

      —No te olvides de hablar con ella, tienes que presentármela —me susurró, retomando de nuevo aquella idea que parecía haberlo trastornado tanto.

      Y yo, desconcertado, cuando me volví hacia él algo molesto por su desmedida insistencia, en sus ojos leí el apremio, la súplica. Empecé a comprender hasta qué punto estaba afectado.

      —No, si al final te saldrás con la tuya y me va a tocar inventar algún pretexto para acercarme a esa chica —le dije con resignación.

      — 5 —

      Noviembre de 1872

      Rondaba los cincuenta, buena planta, exquisitos modales, siempre tan bien arreglada, manos finas, cabello moldeado. La señora Encarnación era toda una personalidad en el barrio de San Agustín, en el que llevaba viviendo toda su vida. Además de la hija de buena familia que había heredado el edificio de la plaza en el que residíamos, era la abnegada esposa de don Braulio Abellán, un respetado funcionario en el ayuntamiento. El matrimonio Abellán Torres tenía un hijo, Leopoldo, que había hecho carrera en Madrid y los visitaba tres veces al año. Visitas cortas, y tal vez demasiado formales, que a doña Encarnación le sabían a poco, a muy poco. «Este ha salido a su padre», protestaba siempre.

      Fue marcharse el hijo de casa y empezar a sentirse sola. Por aquel entonces yo era un niño pequeño que correteaba entre las faldas de mi madre y, ventajas de ser el pequeño, la buena mujer debió de encapricharse un poco conmigo. Hubo ciertos regalos, algún capricho, empezaron las invitaciones a la merienda y cosas por el estilo. Evidentemente mis padres recelaban un poco, se preocupaban; «hijo pórtate bien», «guarda mucho los modales en aquella casa», «que no me entere de que molestas a la señora», me decían. Pero, puesto que tanto el viejo local del negocio como la casa que ocupábamos en la primera planta pertenecían al matrimonio Abellán Torres, que habitaban en la segunda, nada podía negársele.

      Doña

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