El sueño del aprendiz. Carlos Barros

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apatía, carraspeando un poco.

      —Bueno, por eso hace falta que la gente como tú sigáis estando al pie del cañón.

      —Todo está cambiando mucho, y muy rápido. La gente cada vez usa más WhatsApp, Twitter o Facebook para informarse, ya sabes —comentó él, disimulando su decepción.

      —No me puedo creer que te esté escuchándote decir eso —dijo ella soltando una pequeña risa—. Con lo que tú defendías los valores del periodismo, y la de cosas que se pueden hacer con un buen reportaje.

      —No es eso, es solo que…

      —No es como esperabas —había adivinado ella.

      —Sí. Bueno, nunca es como se espera, ¿no?

      Con cierto pesar, Mario terminó reconociendo que, aunque trabajar como periodista siempre había sido su sueño, llegar a consolidarse en un puesto más o menos estable, y en una sección de la que más o menos disfrutaba en la prensa local, le costó muchísimo esfuerzo y quizá también alejarse del romanticismo por el camino. La suya se había convertido en una profesión en la que, además de pasión, había que ponerle mucha dosis de resistencia y masoquismo.

      —No te preocupes, no eres el único. Yo también estoy desilusionada —había admitido también ella—. Al menos tú tienes esto —le dijo aludiendo al apartamento—. Mírame a mí, volviendo a casa de mi madre, volviendo a empezar de cero otra vez…

      —No sé yo si hice muy bien en comprarlo. Y para conseguirlo firmé treinta y cinco años de condena con el banco, ya sabes… —bromeó él.

      Pero a ella le parecía todo un acierto. Le encantaban los lugares que poseían alma, carácter propio, y sin duda aquel era un lugar dotado de un encanto muy especial.

      Después, aunque había estado tratando de demorarlo todo lo posible, Celia no pudo eludir tener que enfrentarse a la inevitable pregunta. La que llevaba sobrevolando el ambiente desde que había accedido a visitarlo en su casa aquel viernes por la tarde: ¿Por qué has vuelto?

      Celia se tuvo que arrellanar en el sofá elevando la mirada hacia el techo, y coger aire antes de lanzar un largo suspiro.

      —Necesitaba volver, Mario. Me acabo de separar y… lo necesitaba —le había dicho enfrentándose a la verdad sin tapujos.

      Y ahora, recordándolo, todavía sentía cómo la mención a la ruptura había sonado como un tenso acorde desafinado, rompiendo la aparente armonía de aquel reencuentro. Inevitablemente era algo que lo cambiaba todo.

      —No te preocupes. Ha sido una separación un poco dura, pero estoy bien —le había dicho ella tratando de restarle importancia.

      —Entonces esto es… ¿estás solo de visita o es un regreso definitivo? —había preguntado Mario mientras asimilaba con cautela la noticia, con la firme intención de desterrar todas sus dudas y prejuicios.

      —No lo sé. Quiero volver, pero… es complicado —había terminado ella abruptamente la frase—. Necesitaba tomar distancia y de momento he decidido quedarme una temporada en casa de mi madre, hasta arreglar los papeles. De hecho, casi nadie más lo sabe —le confesó—. Supongo que todavía lo estoy asimilando.

      —Lo entiendo, imagino que no es fácil pasar página después de algo así.

      —Estoy en ello —le había dicho ella con cara de circunstancias—. La verdad es que me hizo mucha ilusión que me llamaras —añadió tras una pequeña pausa.

      —A mí también que accedieras a verme —confesó él.

      —Tenía muchas ganas. Pero, dudaba de que, bueno, quisieras volver a saber de mí después de todo —musitó ella, bajando la mirada.

      Todavía recordaba cómo Mario había sonreído entonces, tratando de hacer con ello patente que sus puertas siempre estarían abiertas. Aun así, Celia tenía muchas dudas. Era consciente de la dificultad que iba a suponer que aquello fuera a resultar más allá de algún encuentro aislado evocando la nostalgia del recuerdo que tal vez aún les mantenía unidos. La distancia que les había separado los últimos diez años todavía pesaba mucho, demasiado.

      —Tú también tienes que ponerme al día. ¿Qué tal te fue la vida en Italia? —le había tanteado él a ella.

      —Roma me encanta. Al principio tenía la sensación de estar viviendo en una película, era como un cuento de hadas. Encontré trabajo en una agencia de publicidad que dirigía una abogada italiana buenísima. Aprendí un montón, me solté con el italiano y me acostumbré a comer pasta todos los días —le contó provocando la risa de Mario.

      —No suena mal, teniendo en cuenta lo que te encanta la comida italiana.

      —La verdad es que allí era feliz —prosiguió contándole, con un destello de amargura en sus ojos—. Ya sabes que venía a Valencia lo justo, un par de veces al año para ver a mi madre y poco más, otras veces me visitaba ella. Claro que, todo eso fue antes de que Paolo se volviera insoportable.

      —Reconozco que yo apenas lo conocía —había confesado Mario.

      —Mejor. No te has perdido nada.

      —Tranquila. Conmigo puedes desahogarte, si quieres —dijo Mario captando en aquella escueta frase todo el amargor de la ruptura, que todavía estaba muy reciente.

      —Prefiero no hablar mucho del tema —le había dicho ella como vencida y superada. Aunque al poco sus palabras estaban llenando de nuevo el silencio—. No sé, las personas cambian Mario. Y no estoy diciendo que yo tampoco lo haya hecho, pero... sencillamente llegó un punto en que la convivencia era insoportable, y en ese momento lo mejor que se puede hacer es dejarlo. Es así de simple. Y cada día estoy más contenta de haberlo hecho, de verdad, no me arrepiento en absoluto. Lo nuestro ha terminado para siempre —concluyó.

      Agradeció que Mario no dijera nada en aquel momento. Se había guardado para sí cualquier otro comentario u observación, tal vez consciente de que no ayudarían en nada, y de que nadie estaba libre de cometer esos mismos errores. Se acordó del Mario que escuchaba, que siempre comprendía, como en los buenos tiempos.

      Pensando ahora en eso, en la soledad de su cuarto, Celia se dio cuenta de que no había llegado a confesarle lo mucho que echaba de menos los buenos tiempos. «Ah, los buenos tiempos…», suspiró para sí mientras acariciaba de nuevo la fría cubierta de plástico, entre alegre y melancólica. Los buenos tiempos eran los de las despreocupaciones, los de la vida universitaria, los de los paseos por Valencia al atardecer, las cervezas en las terrazas, las noches de los estrenos en el cine o saliendo de juerga los tres. Claro que no era difícil echar de menos aquello. Si cerraba los ojos todavía lo podía acariciar.

      Tampoco se había armado de valor para pedirle disculpas por haber desaparecido de esa forma. Sabía que se merecía, o se merecían —se corrigió—, una explicación. Pero había veces que la vida lo ponía todo tan complicado… Durante mucho tiempo pensó que ya había pasado página, que ya había aprendido a vivir con ello. Pero ahora ya no estaba tan segura. En realidad, estaba en una etapa de su vida en la que no estaba segura de nada, y había veces en las que no tenía claro si dolían más las heridas nuevas o las viejas. Sobre todo una de las viejas, tal vez la primera, la más profunda, que parecía imposible de curar. Y esa herida abierta se llamaba Juanjo.

      —¿Piensas

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