El sueño del aprendiz. Carlos Barros

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El sueño del aprendiz - Carlos Barros

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frustración ante una situación que, desgraciadamente, empezaba a ser demasiado frecuente.

      —¿Has revisado el caso de María González? —le preguntó de pronto Susana.

      Levantó la vista hacia su compañera e hizo un esfuerzo por volver a la realidad del despacho de abogados en el que trabajaba. Después resopló pasándose la mano por la frente y nariz, en un gesto que lo delataba por completo. Tras la monumental bronca, la desazón y la rabia habían invadido su cabeza durante todo el día, impidiendo que pudiera concentrarse en otra cosa y provocando que olvidara aquella comparecencia en el juzgado que debían preparar de forma inminente para uno de los casos que su padre le había asignado.

      Pero Susana siempre estaba allí para recordarle esas cosas: los detalles importantes de un caso, las tareas urgentes, las reuniones; en definitiva, para salvarle el culo casi todos los días. Visiblemente superado, Juanjo le dedicó una mueca de fastidio, consigo mismo y con el mundo, que pretendía ser una especie de disculpa.

      —No he tenido tiempo todavía, lo siento. ¡Joder, qué día! —lamentó en voz alta—. Me pongo ahora mismo con ello —dijo arrastrando cierto cansancio en la voz.

      Consultó la hora en su reloj de muñeca y maldijo otra vez para sus adentros. De nuevo le invadía aquel remordimiento de culpa por no haber podido salir antes para pasar más tiempo con su hija Paula, y la horrible sensación de que el día se le escapaba dejando tras de sí un amargo poso de recuerdo en su interior.

      —Tranquilo, vete a casa —contestó ella enseguida mostrando compresión.

      Juanjo arrugó la frente, indeciso. En aquel momento le importaba una mierda el maldito trabajo y deseaba poder escaparse de allí por encima de todo, pero no quería hacerlo a costa de su compañera.

      —No, no es justo que te deje ahora todo el marrón —declinó en primer término—. Aunque, la verdad, no sé si hoy tengo la cabeza para…

      —En serio, no te preocupes —dijo ella sin dejarle terminar la frase—. Le echo un vistazo rápido y lo revisamos mañana a primera hora —insistió con amabilidad.

      Juanjo le devolvió una sonrisa aliviado y pensó, una vez más, en la suerte que tenía de trabajar con ella.

      —Gracias, te debo una.

      «Una más», se dijo digiriendo el inevitable sentimiento de culpa. Y en aquel momento, al mirarla, se preguntó por qué lo hacía. ¿Qué pasaría por su cabeza? ¿Actuaría de igual manera si él no fuera el hijo del jefe? Tan joven y abnegada, tan profesional, siempre mirando hacia otro lado y actuando con total presteza y discreción. ¿Qué pensaría ella de él en realidad? No era la primera vez que trataba de ponerse en su piel, de comprenderla. Le resultaba difícil porque él nunca había sido así.

      —Pues me voy a ir. Hoy ya no doy para más —dijo mientras se levantaba y se colocaba la americana del traje.

      —Hasta mañana Juanjo —contestó ella levantando apenas un segundo su concentrada vista de la pantalla del ordenador.

      Juanjo pensó que aquella chica valía su peso en oro, demasiado. E inevitablemente acudió a su mente la idea de que, si en algún momento su padre tuviera que escoger entre ambos, tal vez terminaría eligiéndola a ella antes que a él. Llevaba un tiempo dándole vueltas a aquello, a si realmente estaría preparado para afrontarlo en caso de que llegara a suceder algún día; y había decidido que era una posibilidad que le inquietaba y agradaba a partes iguales. En el fondo su vida siempre había sido un mar de contradicciones. Al mismo tiempo detestaba sentirse tan atado y controlado, sobreprotegido, como adoraba la tranquilidad y confort que le proporcionaba.

      En la relación con su padre le ocurría algo parecido. La profunda admiración se mezclaba con una enquistada inquina, y el amor odio era tan intenso que a veces resultaba difícil de soportar. Al aproximarse hacia su despacho, separado por un cristal de su mesa y la de Susana, descubrió que estaba hablando por el móvil. Gesticulaba mucho empleando un tono elevado de voz, como era habitual en él, aunque por su actitud relajada supuso que la conversación era de su agrado. «Mejor», pensó, así podía largarse de una vez y no habría lugar a que hiciera ni dijera nada que pudiera dar pie a una nueva disputa.

      Aprovechó un breve instante en que dirigió la vista hacia él para indicarle a través del cristal que se marchaba, despidiéndose escuetamente con la mano. Sin apenas prestarle mucha atención, su padre le dedicó una breve inclinación de cabeza y un gesto ambiguo que no supo muy bien cómo interpretar —si es que con eso le decía adiós o era una indicación para que esperara a que terminara de hablar por teléfono—. No esperó para comprobarlo. Solo quería perderlo de vista, regresar a casa con los suyos y coger fuerzas para poder volver a empezar al día siguiente.

      —Hasta mañana Susana —le dijo a su compañera volviendo la espalda al despacho de su padre.

      —¡Ah! Se me olvidaba —exclamó cuando él ya estaba a punto de marcharse—. Te dejaron esto al mediodía —le indicó señalando un sobre que descansaba en una esquina de su mesa.

      —¿A mí? ¿Qué es? —indagó Juanjo, volviéndose para comprobarlo.

      —Lo trajo un chico, de tu edad más o menos. Preguntó por ti y me dio el sobre, dijo que era amigo tuyo —añadió.

      —¿Un amigo? —repitió Juanjo, extrañado.

      Tras cogerlo lo sostuvo durante unos segundos, receloso, mientras empezaba a inspeccionarlo. Se trataba un grueso sobre de color blanco con su nombre, Juanjo, escrito en letras grandes en la parte superior. El peso y la forma sugerían que se trataba de un pequeño montón de papeles o documentos, pero no había ninguna otra pista sobre su contenido.

      —¿Y no te dijo nada más?

      —Solo que me asegurara de dártelo en mano. Parece que tenía prisa —dijo ella encogiéndose de hombros.

      —Gracias —le dijo dirigiéndose de nuevo a la puerta.

      —Adiós Juanjo, descansa.

      Se introdujo en el coche, su potente y bien equipado BMW, y se dispuso a sacarlo del garaje privado del edificio. Luego, mientras enfilaba despacio, con calma, el acceso a una gran avenida colapsada de vehículos, se aflojó el nudo de la corbata y se preparó para soportar el atasco del centro de Valencia en hora punta.

      Detenido en un semáforo que tardaba más de lo habitual en ponerse en verde, de pronto decidió cambiar la aburrida charla vespertina de la emisora que llevaba puesta por la música precargada en su mp3. El potente equipo de reproducción del coche empezó a reverberar con una compilación rockera y canalla por la que sentía especial cariño. El rugido de la guitarra eléctrica consiguió levantarle el ánimo. Sonaba una canción de Extremoduro y no pudo evitar empezar a cantar el estribillo a voz en grito. Al principio aquello le ayudó a reconciliarse consigo mismo y a encontrarse mucho mejor, vigoroso y eufórico. Aunque después, poco a poco, el arrebato inicial se fue tornando en una sensación un tanto ridícula hasta cesar de manera repentina.

      Era algo que le ocurría con frecuencia. Como una pequeña descarga, un intenso y fugaz relámpago de algo que todavía vivía en su interior. Y lo malo era que, con la misma velocidad que se esfumaba el arranque de euforia, regresaba la extraña sensación que a veces sentía, como de vacío, al encoger en el estómago a esa especie de yo del pasado. Escuchar aquella música era uno de los detonantes, más aún si cabe estando solo en el coche, que inevitablemente le traía unos recuerdos de un Juanjo del que

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