El sueño del aprendiz. Carlos Barros

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quién podía haberse acercado al despacho en persona para entregar un paquete. Tenía que haber interrogado a Susana sobre su aspecto o pedirle más detalles, si no hubiera tenido tantas ganas de largarse de allí…

      Al llegar a casa desplazó aquellos pensamientos a un lado y empezó a sentirse un poco mejor, más relajado. Aparcó en su plaza del garaje del edificio, maniobrando de memoria, y salió del coche distraído, tratando de desterrar definitivamente todos los sinsabores de la jornada. Mientras esperaba en el ascensor, el contenido de aquel misterioso sobre volvió a intranquilizarlo. Tenía un extraño mal presentimiento, aunque más que por temor, tal vez se resistía a descubrir su contenido por si aquello terminaba de joderle día. Pero antes de que tuviera tiempo de hacer muchas más valoraciones, el ascensor se detuvo en su planta y se concentró por fin en abrir la puerta de casa.

      Se sintió tremendamente reconfortado al encontrar las miradas cómplices de su familia acercándose a recibirlo. Cogió a su pequeña hija Paula en brazos y le dedicó un tierno abrazo. Después le dio un beso a su mujer y caminaron juntos hasta la cocina mientras Juanjo, todavía un tanto trastocado, no dejaba de mirar el enigmático sobre que había recogido apenas hacía unos minutos.

      —¿Qué es, trabajo? —no tardó en preguntarle Elena, advirtiendo su fijación.

      —Pues supongo, lo dejó alguien en el despacho —respondió medio absorto—. Pone mi nombre, pero no hay ninguna pista más. Es muy extraño —comentó confuso.

      —¿No lo vas a abrir?

      Juanjo desconfiaba. Algo le decía que allí no iba a encontrar nada bueno, pero al final le pudo la curiosidad. En su interior había una especie de carpeta de cartulina marrón, muy sencilla, con un pequeño Post-it adosado a la cubierta. Aquella escueta nota, lejos de aclarar nada, le provocó una sacudida de inquietud e hizo que se le helara la sangre: «Juanjo necesito que leas esto y hablemos. Un abrazo de tu amigo Mario».

      De inmediato comenzó a examinar su contenido, sumamente intrigado.

      —¿Quién es Mario? —le preguntó Elena al ver su gesto contrariado.

      —Es… un viejo amigo, estudiamos juntos y...

      —¿Lo conozco? —interrumpió Elena mientras trataba de hacer memoria para asociar a alguna cara aquel nombre que vagamente le sonaba.

      —Estuvo en nuestra boda, y alguna que otra vez hemos coincidido —divagó él—. Pero hace bastante tiempo que no nos vemos, hemos perdido un poco el contacto.

      Mientras decía aquello su mente revivía multitud de recuerdos de la facultad. Por un instante se trasladó a un tiempo feliz y despreocupado, y a aquel verano del dos mil diez en el que habían vivido tantas cosas y ahora parecía tan lejano.

      —Sí, creo que ya sé quién es: pelo rizado, con gafas, un poco tímido.

      —Sí —confirmó Juanjo, preguntándose qué mosca le habría picado y qué sentido podía tener aquello.

      Y es que, tras hojear un poco el contenido de aquellas hojas, no podía ocultar que seguía completamente desconcertado.

      —Igual necesita que le eches una mano con algún asunto legal, la gente se suele acordar de que tiene un amigo abogado en estos casos —comentó ella.

      Juanjo negó con la cabeza, no parecía que se tratara de nada de eso.

      —Creo que lo ha escrito él. Parece una novela —murmuró.

      —¿Cómo que una novela? —preguntó Elena, igualmente asombrada.

      —No lo sé, todavía no comprendo por qué…

      —¿Es escritor? —indagó ella de nuevo.

      Mientras tanto, Paula miraba a sus padres expectante y curiosa.

      —Mamá, ¿quién es Mario?

      —Es un amigo de papá —le aclaró ella con ternura.

      —¿Por qué le ha dado un libro?

      Elena se quedó mirando a Juanjo, invitándolo a que respondiera.

      —Pues eso me gustaría saber —respondió él al fin, sin más, todavía dándole vueltas al tema en la cabeza.

      —Papi, ¿me lo puedes leer a mí?

      —No creo que sea para niños —le contestó con una sonrisa.

      —Léemelo papá, ¡porfi!, ¡porfi! —insistió ella.

      —Mejor hagamos una cosa —propuso él—: voy a guardar este rollo con las cosas de mayores y leemos un cuento juntos. El que tú quieras.

      —¡Sí! —exclamó la niña contenta.

      —¿Por qué no le llamas? —soltó entonces Elena, mientras la Paula tiraba con fuerza de la mano a su padre—. Tienes su teléfono, ¿no?

      —Sí —confirmó Juanjo, aunque con escaso entusiasmo—. Eso haré.

      — 2 —

      Mario no había querido adelantarle nada más por teléfono. En lugar de eso, había propuesto que quedaran para poder hablar tranquilamente sobre ello. De hecho, su insistencia había sido tal, que no había parado hasta lograr concertar aquel encuentro.

      Juanjo todavía no podía creérselo. ¿Cuánto hacía que no se veían? ¿Tres, cuatro años? Tampoco era que no le apeteciera. Mario era uno de aquellos escasos viejos amigos que, más o menos, mantenía. Pero lo cierto era que verse resultaba cada vez más difícil entre el trabajo, la vida en pareja, niños, etcétera. Sin embargo, Mario había sonado tan apremiante, impaciente incluso, que había terminado haciendo un esfuerzo para encajarlo, suponiendo que podría poner fin al misterio que encerraba aquella especie de manuscrito que había descubierto por sorpresa en el sobre que le había entregado.

      El sitio elegido fue un restaurante pequeño, pero coqueto y con esmerada cocina, en el que ofrecían un menú asequible a medio camino entre el trabajo de ambos. A pesar del tiempo que hacía que no se veían, y que su relación ya no era ni mucho menos igual de fluida que antes, Juanjo y Mario habían sido amigos inseparables durante mucho tiempo, por lo que, tras romper el hielo inicial, no tardó en aflorar la camaradería y la complicidad de antaño. Volvieron los viejos tics, la risa fácil, y Juanjo logró vencer la resistencia con la que había acudido a la improvisada cita. De pronto, incluso le invadió una inesperada nostalgia, si es que se le podía llamar así; y por un momento, si cerraba los ojos todavía podía volver a aquel tiempo en el que su máxima preocupación eran los planes para el fin de semana.

      Pero después volvió a poner los pies en la tierra. Por más que se esforzaran, Mario y él ya no volverían a ser uña y carne, como hermanos. Sabía perfectamente que aquel chispazo era algo pasajero, como cuando se acude a una cena de antiguos alumnos para pasar unas horas reviviendo anécdotas de la infancia o la adolescencia, y luego uno se da cuenta de lo poco o nada que tiene ya en común con la mayoría de ellos.

      Alguna vez se había parado a pensar en ello, en cómo la madurez y asunción de responsabilidades le habían terminado alejando de unas personas y acercado a otras sin apenas darse cuenta. Era algo a lo que con el paso del

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