El sueño del aprendiz. Carlos Barros

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El sueño del aprendiz - Carlos Barros

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desaparecido de su vida tal o cual amigo.

      De modo que la comida transcurrió siguiendo un guion muy previsible. Simplemente hablaron de todo un poco, poniéndose al día. Y al fin y al cabo, a Juanjo tampoco le importó que se tratara simplemente de pasar un buen rato, de comer de manera relajada, tratando de recuperar a su vez una amistad que milagrosamente aún permanecía viva desde la adolescencia y que había superado por el camino toda clase de dificultades, alegrías y sinsabores de la vida.

      Pero a medida que pasaba el tiempo, le extrañaba cada vez más que Mario no se decidiera a sacar a colación el dichoso asunto, aquel que con tanto misterio le había llevado el otro día hasta su despacho, alimentando un poco más la intriga. No entendía por qué, tras haberse tomado tantas molestias, ahora lo dilataba. Aunque intuyó que aquel supuesto aire de despreocupación de Mario era algo fingido y que, en realidad, el verdadero motivo del encuentro amagaba con irrumpir tras cada final de frase, sobrevolando como una nube densa por sus cabezas.

      Sus gestos lo delataban. Eran signos difíciles de calibrar: una simple mirada, un silencio, la forma de abordar ciertos temas, de sincerarse. Juanjo conocía demasiado bien a Mario como para que cualquiera de esos detalles se le escaparan. Aun así, prefirió no decir nada, detestaba tener que tirar de la lengua y dejó que fuera él quien marcara los tiempos. Confiaba en que, si realmente iba a revelarle su significado o decirle qué quería o qué esperaba de él, finalmente lo haría sin necesidad de presiones ni apremios innecesarios.

      Tras los pormenores sobre un fin de semana anodino, alguna noticia de poca relevancia en el trabajo, anécdotas y comentarios sobre algún hecho de actualidad en la ciudad, cuando parecía que se habían agotado ya todos los temas, se hizo un pequeño silencio que Juanjo aprovechó para encenderse un cigarro. El del café de después de comer era uno de los tres o cuatro que no perdonaba a lo largo del día. Aspiró el humo relajadamente mientras se recostaba en la silla de la terraza y entornó ligeramente los ojos, cegado por la intensidad de la luz de una calurosa jornada de la primavera valenciana, dispuesto a saborear aquel agradable momento para encarrilar el resto de la tarde con buena disposición.

      Después, mientras expulsaba hacia un lado los vapores del pitillo, volvió a inclinar la cabeza suavemente hacia adelante y fijó su mirada en la de su amigo, tratando de adivinar así sus pensamientos. Descubrió cómo sus inconfundibles ojos negros, grandes y aún insondables tras sus gafas de fina montura de pasta, también negra, le miraban desafiantes, como si en medio de aquel silencio le retaran a descubrir ese secreto que celosamente guardaba. Juanjo aceptó el desafío y le sostuvo la mirada durante varios largos segundos. No a modo de intimidación, sino tratando de transmitirle la confianza necesaria para que se sintiera cómodo. Y cuando estaba a punto de rendirse y desviar la vista de nuevo, por fin, se lo preguntó.

      —Bueno qué, ¿lo vas a soltar ya o no?

      —¿El qué?

      —¿Qué va a ser Mario? Me dejas un sobre en el despacho con una historia tuya de la que no sé nada, luego me dices que necesitas verme en persona para explicármelo, ¿y ahora no piensas decir nada? —le espetó con cierta indignación.

      —Ya. Sí, tienes razón —murmuró, como si en el fondo no estuviera seguro de querer abordarlo.

      Juanjo se mantuvo aún expectante, entregándole toda su atención.

      —Pues a ver, dime.

      El silencio se alargó todavía un poco. Por la tensión de sus labios y el incesante movimiento de sus manos, algo rígidas, Juanjo intuyó que llevaba ya varios días dándole vueltas al tema. Si de verdad era así, no acababa de entender por qué aquella especie de historia impresa en papel podía resultar tan relevante.

      —Perdón por asaltarte de esta manera. En realidad, no sabía muy bien cómo decírtelo —dijo al fin.

      —Decirme, ¿el qué?

      —Es la primera vez que me animo a escribir algo. Fuera del trabajo, me refiero.

      Juanjo no sabía muy bien cómo calibrarlo todavía, pero sonrió aliviado porque finalmente fuera aquello lo que tantos desvelos le provocaba.

      —Pero, entonces, es en plan… ¿un libro que has escrito? ¿ficción? —prosiguió, para confirmar lo que había adivinado tras pasar por encima de las primeras páginas.

      —Sí, es una novela.

      —¡Es genial Mario! —lo animó, en vista del poco entusiasmo que demostraba—. No sabía que escribías estas cosas.

      —Ni yo tampoco, hasta que empecé.

      —¡Joder! Pero para eso no tenías que montar todo este… —resopló después, pensando en lo absurdo de la situación— ¿Por qué narices tenías que dármelo con ese secretismo? ¿No podías haberme enviado un email como hace todo el mundo?

      —Quería asegurarme de que lo leyeras. De no haberlo hecho así, probablemente ni siquiera lo hubieras impreso.

      Juanjo no esperaba aquella respuesta. A pesar de los nervios, mezclados con una viva emoción, sus palabras habían sonado con apremiante rotundidad, atravesándole como una lanza.

      —¿Has empezado ya? —lo abordó de nuevo Mario, dotando a la pregunta de una inesperada relevancia.

      —La verdad es que no, tan solo lo he hojeado un poco —respondió Juanjo desconcertado—. Pero, todavía no entiendo por qué… ¿Necesitas alguien que lo corrija antes de publicarlo? —elucubró, sin comprender por qué tenía que recurrir a él en vez de a algún compañero del periódico.

      —En realidad aún no está listo. Me falta solo el último capítulo, pero he estado dándole vueltas y, antes de terminarlo, me gustaría que le echaras un vistazo a lo que ya llevo escrito. Te lo entregué por eso y porque, aunque no te lo creas, me interesa mucho tu opinión —añadió tras una pausa, remarcando aquella última frase.

      —¿Cómo que mi opinión? ¿Qué quieres decir? ¿Es una historia de abogados? —preguntó Juanjo sin entender qué tenía que aportar él a su historia inconclusa.

      —No, no es eso. Pero estoy convencido de que, si te animas a leerla, podrás ayudarme.

      —No se me ocurre cómo iba a hacerlo —manifestó con perplejidad.

      —Ya te he dicho que es algo complicado de explicar, pero ya lo entenderás.

      —Me halaga, pero no sé si soy el más adecuado —insistió—. Ni siquiera leo con mucha frecuencia, fuera de cosas del trabajo, me refiero.

      —Eso no importa. Sé que esto ahora te puede sonar muy extraño, pero de verdad que tu opinión es importante.

      «¿Importante?, ¿desde cuándo su opinión sobre algo así se había vuelto importante para él?», se preguntaba Juanjo. Pero el caso es que, fuera lo que fuese, empezaba a no gustarle el significado que encerraba aquella petición.

      —Está bien, si tanto insistes prometo echarle un vistazo y decirte algo en cuanto pueda —se vio forzado a decir al fin.

      —No dejes de hacerlo, por favor —añadió Mario, sonando casi suplicante.

      —¿De qué va? —se animó a preguntarle después.

      —Es difícil de resumir —dijo

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