El sueño del aprendiz. Carlos Barros

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El sueño del aprendiz - Carlos Barros страница 8

Автор:
Серия:
Издательство:
El sueño del aprendiz - Carlos Barros

Скачать книгу

sé si es buena idea —había dicho ella desviando un ápice la mirada antes de contestar—. No hemos vuelto a hablar desde entonces.

      —¿Crees que aún te guarda rencor? —le había preguntado Mario después.

      —No lo sé —era lo único que le había podido contestar.

      —Ya ha pasado mucho tiempo, los dos habéis madurado y ahora tenéis vuestra vida. No sé por qué tendría que haber nada de malo en ello.

      Naturalmente, Mario trataba de ofrecer un punto de vista equidistante en aquella relación. Pero Celia no estaba segura de que fuera una buena idea. Había deducido que ellos dos aún seguían en contacto, aunque por la manera que había empleado Mario para decirlo realmente no estaba segura de si se ajustaba del todo a la realidad. Juanjo había sido siempre su mejor amigo, pero intuía que ahora no se veían todo lo que a Mario le gustaría.

      —Puede que algún día. Pero creo que todavía no estoy preparada —le había dicho ella finalmente, replegándose.

      De pronto sintió que, a pesar de todo, nada había cambiado. Mientras Mario abría sin miedo esa puerta y daba un paso adelante para volver a irrumpir en su vida, en su territorio, se percató de que seguía causando en ella el mismo efecto turbador, la misma atracción, aquel misterioso embrujo tan difícil de explicar. Y esa sensación, curiosamente, la hizo sentir muy bien.

      Con cuidado, pasó por fin la primera página en blanco y, decidida a vencer todos sus miedos, empezó a leer el primer capítulo.

      — 4 —

      Noviembre de 1872

      Todo empezó de una manera muy inocente, casi casual. Como muchos de los momentos memorables que ocurren en la juventud, empezó por amor.

      Aquel día me había despertado con un extraño hormigueo recorriendo las costillas, una especie de vértigo, como si el hecho rutinario de salir de la cama supusiera dar un salto al vacío. Lo achaqué a la zozobra de algún inconcebible sueño que no lograba recordar, pues mi vida en aquel momento se reducía a una existencia bastante tranquila, exenta de grandes sobresaltos.

      A esa temprana hora despuntaban los primeros rayos de sol, y una tímida luz anaranjada se filtraba ténuemente por la ventana de la habitación. A medida que mis ojos se habituaban a la penumbra del amanecer, fui descubriendo a mi lado la cama vacía de mi hermano Antonio, con el que compartía dormitorio. Antiguamente también dormíamos con Vicente, el mayor, que desde hacía un par de años ya tenía mujer y casa propia.

      El silencio reinaba también en los otros cuartos. Pero no me causó ninguna extrañeza que yo fuera el último que quedara por levantarse, pues la actividad en casa siempre empezaba demasiado pronto para todos, sin importar el día de la semana que fuera.

      Siendo el menor de cuatro hermanos —y aunque la diferencia de edad era realmente corta entre nosotros—, siempre tuve la sospecha de que llegué un poco por sorpresa, tras Carmen, Vicente y Antonio, cuando ya nadie me esperaba. Tal vez por eso gozaba de algo más de libertad y nunca terminaba de encajar del todo en la rutina familiar. Incluido el hecho de que, contra todo pronóstico, hubiera decidido estudiar en la universidad en un momento en el que ya se suponía que debería estar ganándome la vida de una u otra forma.

      Nada más entrar en la cocina, me encontré con la figura larguirucha de Antonio y cruzamos fugazmente las miradas mientras él devoraba su pan con mantequilla ajeno a todo lo demás. No era la primera vez que constataba lo inútil que resultaba intentar traspasar su mirada perdida. Hacía tiempo que aquellos ojos habían perdido en parte esa vitalidad suya tan característica, tal vez debido al extenuante trabajo en la fábrica de tabacos —una de las mayores factorías de la ciudad, ubicada en lo que fuera la antigua Aduana en el extremo sur de Valencia, junto al Paseo de la Glorieta—, y supuse que se estaban tornando grises de tanto mirar cansados. Allí el turno empezaba muy temprano y se prolongaba hasta bien entrada la tarde en interminables jornadas, de las que solía regresar agotado e impregnado del inconfundible olor a las hojas de tabaco, tras supervisar y certificar el trabajo de las laboriosas manos de las cigarreras.

      Al detenerme a observar sus manos huesudas y duras, su blusa de trabajo marrón claro salpicada de pequeños lamparones aquí y allá, no pude evitar que aquella sensación me entristeciera un poco. Apenas quedaba ya rastro de aquel Antonio con el que había pasado horas jugando y explorando en la calle o alborotando en el taller de nuestro padre, del que me introdujo en su pandilla de amigos del barrio o del que me enseñó a defenderme de los numerosos peligros de la ciudad. Era como si aquella añorada querencia se esfumase lentamente ante mí y no pudiera hacer nada por evitar dejarla escapar.

      A pesar de haber sido testigo de su emancipación de una manera incluso más abrupta, con Vicente nunca había sentido nada parecido. Mi relación con él siempre fue distinta, algo más forzada y distante. Él era ese hermano mayor serio y responsable que encarnaba la prolongación de la autoridad de nuestro padre, y al que solo acudiría en caso de extrema necesidad. La diferencia era que Antonio había sido siempre más que un hermano para mí, lo más parecido a un amigo dentro de la familia, un confidente; era mi eterno compañero de juegos.

      A su derecha, discretamente apoyada en el banco de madera, mi hermana Carmen sostenía un tazón de leche con el que calentaba sus manos inquietas, que alternativamente separaba para atrapar las ondas de su oscura melena detrás de las orejas. Sin saber por qué, ese simple gesto tan característico suyo me reconfortó, logrando que en la fría mañana me reconciliara con el incomparable calor familiar. Su semblante, mucho más tranquilo, más humano, y sus enormes ojos negros, eran siempre capaces de envolverme en una aureola de paz que parecía imperturbable.

      Mi relación con Carmen era también muy especial. A diferencia de lo que le ocurría con mis otros hermanos, ella y yo nos entendíamos y nos llevábamos muy bien. Era quizás el único que se esforzaba en comprenderla y me percataba de la inteligencia, lamentablemente tan poco apreciada, que se escondía tras su mirada tranquila y sumisa. El problema era que todo el mundo estaba empeñado en casarla a toda costa, pues era el papel para el que había sido preparada; pero ella, tal vez en un acto de silenciosa rebeldía que obviamente nadie podía concebir, se resistía.

      Lamentablemente, todo eso también parecía estar cambiando. Había muchos momentos en los que todavía creía ver en ella a esa niña que siempre soñaba y se enfrentaba a la vida con ilusión desbordante; pero luego había otros momentos en los que Carmen arrugaba la frente y, tras sujetar su mechón más rebelde detrás de la oreja y con él enterrar sus anhelos imposibles en un agujero muy profundo, no era Carmen. Eran esos momentos en los que, sencillamente, parecía que hubiera sido devorada por el omnipresente espíritu de nuestra madre ausente. Como cuando aquella mañana se decidió a romper el silencio para decirme:

      —Ya era hora de que aparecieras, se te hace tarde.

      La sutil diferencia era que, a pesar de la parquedad de sus palabras y el mensaje explícito, en sus labios nunca sonaban a reproche. Pues a pesar de todos los desplantes que le hiciéramos ella era incapaz de tratarnos con dureza. Su mirada irradiaba un halo de ternura inconmensurable, era una invitación constante a permanecer en el hogar.

      Todos habíamos sido testigos de aquella increíble metamorfosis. Había ocurrido delante de nuestros ojos con una naturalidad asombrosa, sin que a nadie en aquella casa se le hubiera ocurrido pensar en todo lo que implicaba. Era algo totalmente asimilado de lo que nunca se hablaba, que probablemente ella hacía movida por una especie de obligado sentido de la responsabilidad, sin presentar objeción alguna a entregar los mejores años de su juventud a soportar sobre sus hombros el peso de velar por el bienestar

Скачать книгу