El sueño del aprendiz. Carlos Barros
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En realidad, todo había sucedido demasiado rápido. Cuando empezamos a ser conscientes de la enfermedad que aquejaba a nuestra madre, ninguno estábamos preparados para comprender lo que realmente estaba a punto de ocurrir. Su malestar fue tan repentino como fulminante. Un prestigioso médico que hizo llamar mi padre le había diagnosticado una inflamación en el hígado y observó la conveniencia de iniciar un tratamiento muy agresivo y unos días de reposo absoluto. Y sin apenas tiempo de asimilarlo, al día siguiente agonizaba tras una angustiosa noche administrándole ineficaces calmantes.
Por desgracia mi padre nunca superó su pérdida. Y aunque hubiera decidido sufrirlo en silencio y no dejara traslucir sus sentimientos, fue muy triste comprobar cómo la sombra de su ausencia fue consumiendo su alegría vital día tras día. Su rostro amable se fue poco a poco desdibujando, tornándose alicaído y serio. Parecía que se hubiera convertido en una especie de autómata que solo mostraba interés por su trabajo, y esa imparable rutina fuera la única fuerza capaz de gobernar su vida. Su espíritu, antaño tan despreocupado y risueño, a menudo transitaba por una melancolía enfermiza que le restaba parte de su energía vital.
En cuanto a nosotros, de una manera u otra lo habíamos sobrellevado y habíamos salido adelante. Pero habría sido demasiado pretencioso atribuirlo solo a la fortaleza de Vicente, de Antonio, o la mía, pues el mérito de levantar la familia y de que la casa siguiera funcionando como debía era, en gran parte, de nuestra hermana Carmen.
—Me he descuidado un poco. Pero no te preocupes, voy bien —le contesté mientras me hacía un hueco entre ellos.
—Pues yo me tengo que ir ya —dijo Antonio en un seco tono neutro.
Me entretuve apenas unos minutos más, lo justo para llenar un poco el estómago antes de salir de casa; y me deslicé, como siempre, por las escaleras que comunicaban nuestra vivienda con el taller del negocio.
Al igual que mis hermanos, yo me había criado en la trastienda de aquella “zapatería de viejo” o de remiendos. Aquel lugar siempre me recordaba a mi infancia. Los sonidos, los olores, los rincones, la tenue luz filtrándose por el sucio ventanuco, la de horas que habíamos pasado allí jugando juntos. Todos mis recuerdos estaban asociados a ese lugar, al penetrante aroma del cuero y del betún que lo impregnaban todo. Y el hecho de ver a mi padre y a mi hermano Vicente pululando por allí desde bien temprano era el mejor síntoma de que todo estaba en orden.
Mi padre no había parado de trabajar en toda su vida, a todas horas, de forma paciente y concienzuda. Tras faltar mi madre se había instalado en una rutina gris plomizo sin remedio ni posibilidad de solución y, pese a todo, su lucha extenuante le dejaba todos los días en el mismo punto de partida. Era como remar contra corriente, sin avanzar, pero con el peligro constante de verse arrastrado por la fuerza del agua si se le ocurría dejar de dar golpes de remo.
Me adentré en su territorio con deliberado sigilo, como una sombra, temeroso de interrumpir alguna tarea importante, y mi padre levantó la vista al poco de sentir mis pasos dedicándome una leve inclinación de cabeza, sin variar un ápice su gesto adusto y concentrado. Con frecuencia temía no estar preparado para enfrentarme a la mirada de mi padre, a veces tan dura, a veces tan tierna, a veces tan ausente; constituía casi siempre un enigma para mí. Desde que me alcanzaba la memoria, esa imagen de mi padre entregado con devoción a su trabajo, su laborioso afán en remates y remiendos, el manejo con habilidad de cada una de las herramientas, sus manos duras y precisas, apenas había variado lo más mínimo. Ese taller era su vida entera, su espacio, su santuario.
Por su reducido tamaño, allí ningún hueco estaba desperdiciado. Los bancos de madera que recubrían las paredes hacían la doble función de mesa de trabajo y almacén de herramientas, muchas de ellas fabricadas por él mismo, en el que cada milímetro, cada resorte, tenía una función específica. El fleje para cortar el cuero, el abridor de hendidos para excavar la suela, el martillo de remendar o para asentar las piezas, varios tipos de leznas para hacer agujeros en la piel, las tenazas de montar para sujetar el corte y el forro, hierros de lujar para el abrillantado de los cantos, martillo galgo para clavar los tacones largos o escofinas para perfilar.
Y por supuesto, en el centro, en un lugar privilegiado, estaba aquel trípode o burro donde apoyaba el calzado para todo tipo de arreglos. Allí consumía los días armado con la manopla de cuero que le dejaba los dedos libres y la palma de la mano cubierta para no hacerse daño, el tirapié o correa que sujetaba las piezas al muslo, y ese mandil de cuero que le resguardaba pecho y piernas para no cortarse con ninguna de las herramientas. Nunca me cansaría de admirar su habilidad y su técnica, tan pulida tras tantos años de trabajo.
Mi padre tenía muchas virtudes, pero el orden no se encontraba entre ellas. Piezas de cuero nuevas y viejas, retales, hormas y suelas, tacones, clavos y tachuelas, pequeños frascos o tarros, esponjas y todo tipo de paños raídos y sucios se amontonaban por doquier sin aparente criterio. Todo ello unido a la escasa limpieza —una pequeña barrida de tanto en tanto— y la falta de ventilación de aquel espacio, provocaba que el inconfundible olor de aquel oficio hubiera impregnado las paredes del recinto y se hubiera apoderado hasta la médula de toda la planta baja.
Pero a pesar de ese aspecto descuidado, y aunque no fuera siempre debidamente reconocido y considerado, era un trabajo muy fino y puramente artesanal. Prácticamente todos los zapatos del barrio habían pasado por sus manos. Era capaz de reparar cualquier calzado con suelas, tacones, cosidos, remaches y cordones nuevos y hasta lustrados en un abrir y cerrar de ojos, devolviendo a la vida incluso las prendas que parecían destinadas al destierro definitivo. Aquella destreza para lograr un fino acabado y perfectamente rematado en poco tiempo era fundamental, ya que la mayoría de las veces se trataba de un trabajo que se hacía en el momento, pues el cliente normalmente no podía permitirse tener otro calzado de repuesto.
El “Zapatero Rápido” Planes ocupaba uno de los bajos de la plaza de Pellicers, en la esquina que formaban las calles Falcons y Fumeral. Era uno de tantos modestos negocios familiares que daban vida cada día a aquel concurrido espacio en forma de triángulo que se abría paso en el corazón del barrio de San Agustín. Aledaña a Velluters y al llamado Mercado Nuevo, la nuestra era una barriada popular, ruidosa, plagada de pequeños comercios como tabernas, chocolaterías, droguerías o platerías que ofrecían una gran variedad de productos.
Encrucijada de callejuelas estrechas y pequeñas como la de Garrigues o la del Escolano, cuyas fachadas casi querían besarse, la de Pellicers era una de las plazas más bulliciosas y animadas de la ciudad casi a cualquier hora del día. Tal vez por eso, por su particular carácter, siempre me había gustado espiarla en ese momento del día en que se empezaba a intuir el despertar de la gente, el inicio de la rutina diaria. Los rostros de los vecinos de toda la vida se mezclaban con los desconocidos que pasaban todos los días a la misma hora y los que llegaban allí por accidente o simplemente nunca habías visto. Obreros que iban al trabajo, criadas, mercaderes; en su mayoría de rostros severos y miradas perdidas, atentos todos a su propio camino sin detener su inexorable marcha para conversar con nadie. Me encantaba detenerme a observar ese tránsito previsible de peatones, carretas y tartanas, siempre tan alborotado, y comprobar que todo estaba en orden antes de abandonarla. Sí, allí estaban, como siempre al pie del cañón, Amparito la de la mercería, doña Concha la de la tienda de los jabones y especias, don Amaro y su puesto ambulante de chucherías, ...
Y entonces la vi. Distinguí su rostro fugazmente, de casualidad, cuando ya estaba a punto de salir y encaminarme al otro extremo de la plaza. Me detuve