El sueño del aprendiz. Carlos Barros

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El sueño del aprendiz - Carlos Barros

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era una inesperada y feliz coincidencia, una oportunidad única que no podía dejar escapar. Tan ilusionado estaba que aquello hizo que lograra olvidarme momentáneamente de Cecilia.

      Mi esperanza se vio asombrosamente recompensada al día siguiente. En cuanto lo vi entrar por la puerta y nos miramos, me di perfecta cuenta de que sabía que lo estaba esperando y que, de alguna manera, todo estaba calculado para que él y yo pudiéramos concitar una especie de cita encubierta.

      —Hola Manuel —me saludó.

      —Buenos días, señor Vila.

      —Vengo a por mis zapatos —dijo con tono resuelto.

      —Por supuesto.

      Mi padre, que lo estaba observando todo apoyado en una esquina del mostrador, no parecía sospechar nada. Recogió el resguardo y fue a buscar los zapatos en el estante de entregas. Lorenzo pagó lo acordado y sin mediar más palabra se dispuso a abandonar el local.

      —Nos vemos luego. Yo ya me iba —dije despidiéndome de mi padre apresuradamente.

      Al escucharme, Lorenzo se detuvo sosteniendo la puerta, esperándome.

      —¿Te apetece un café hijo? —me preguntó cuando nos recibió el frescor de la calle.

      —Claro.

      Seguí sus pasos hasta el café Madrid, en la esquina que formaba la misma plaza Pellicers con la calle Fumeral. Su atractivo rótulo ocultaba en realidad una taberna del barrio, de las de toda la vida, que había cambiado de dueños recientemente. Sus viejas paredes de madera, que habían retenido el olor del vino y del tabaco entre sus poros, eran de las que tenían solera.

      Yo había estado allí dos o tres veces, siempre acompañado por mi padre, y en todas ellas había tenido la molesta sensación de que todo el mundo me miraba con mala cara. Comprobé que eso no había cambiado desde la última vez. Pero lo cierto era que, aunque encontramos sin dificultad un hueco en la barra que parecía que hubiera estado ahí esperando a que llegáramos, el establecimiento registraba una notable actividad a esa hora de la mañana.

      —¿Es cierto eso de que te gustaría trabajar en un periódico? —me soltó sin más preámbulos.

      —No lo negaré, siempre me ha atraído mucho la prensa.

      —¿Qué es lo que te atrae exactamente? —se interesó.

      Me sentí de pronto algo incómodo al ser examinado y cavilé un poco qué respuesta darle, por miedo a quedar como el pardillo que era. Era cierto que, teniendo en cuenta el entorno en el que me había criado, esa querencia mía por la lectura era una rareza difícilmente explicable. Pero dudé si era lo más adecuado confesar directamente la verdad: que había empezado a leer sobre todo periódicos por el simple hecho de que era de lo poco impreso a lo que podía echar mano en mis ratos libres.

      —No sé, es algo que me resulta difícil de explicar —comencé algo inseguro—. Pero es cierto que, cuando la leo, a menudo fantaseo con ser yo el que ponga voz al relato de lo que está ocurriendo.

      No pareció convencerle mucho la respuesta.

      —Puede que no sea como te lo imaginas. Hay que trabajar mucho, y muy duro —me advirtió.

      —No me asusta el trabajo.

      —Deberías pensarlo bien —dijo frenando inexplicablemente mis ansias—. También corres el peligro de que te atrape, y luego no puedas salir de él.

      —No me importaría correr ese riesgo —dije sin un resquicio de duda.

      Pero, de nuevo, no se dejó impresionar por mi ímpetu desbordante. Pareció meditar un poco lo que iba a decir mientras apuraba los últimos sorbos de su café y depositaba unas monedas sobre la barra.

      —Lo cierto es que me vendría muy bien un ayudante. ¿Te interesaría? —dijo con pasmosa naturalidad al tiempo que yo, al escuchar aquella propuesta, noté cómo una agitación repentina me subía lentamente desde el pecho hasta el cerebro, atribulándome.

      —Pero, señor, yo no tengo ninguna noción de periodismo. No sé si…

      —No te preocupes por eso, todo puede aprenderse —me interrumpió—. El periodismo se rige por tres o cuatro reglas básicas —explicó—. Conociéndolas, cualquiera un poco observador y dotado de cierto nivel cultural y sentido común puede ejercerlo. El oficio de periodista se aprende, como todos, fijándose en los buenos maestros —remachó.

      Traté de serenarme y pensarlo fríamente. Deseaba aceptar aquella oferta por encima de todas las cosas, pero a todas luces había un obstáculo importante a tener en cuenta: mi padre ya me había dejado claro que no era el futuro que esperaba para su hijo licenciado, y tal vez aquel no fuera el mejor momento para contrariarlo.

      —Es muy tentador. Pero... si lo hago, mi padre no podría enterarse —acerté a decir tímidamente.

      —¿Por qué no?

      —No creo que lo viera con buenos ojos. Usted mismo escuchó lo que dijo el otro día, quiere que me convierta en un brillante abogado —le recordé.

      —¿Tan tajante es respecto a ese tema?

      —Me temo que sí.

      —Entiendo. Aun así, ¿podrías hacerlo? Me refiero, ¿sería factible hacerlo a sus espaldas? —se atrevió a preguntarme.

      —Tal vez —elucubré, tratando de medir los riesgos—. Mi amigo Julio siempre podría encubrirme.

      —No podría pagarte mucho.

      —Eso no es un problema.

      —Piénsatelo entonces. Medítalo durante un par de días —musitó con una media sonrisa—. Si decides probar, te estaré esperando el lunes en este mismo sitio, a las ocho.

      Se ajustó el sombrero y me dedicó una leve inclinación de cabeza antes de marcharse, como distraído, dejándome allí plantado con lo más parecido a una promesa de hacer realidad mi sueño.

      Apenas podía creérmelo. La emoción por lo sucedido aquella mañana continuó invadiéndome durante todo el día y, en cuanto pude, salí disparado a visitar a doña Encarnación para leer los diarios atrasados que me esperaban en su casa. Presté más atención que nunca a una prensa que últimamente llegaba atiborrada de crónicas y novedades. Indudablemente era un tiempo agitado, de cambio, en una España en la que, de pronto, todo quería suceder muy deprisa, sin apenas dar tiempo a asimilarlo.

      En poco tiempo habíamos pasado de la caída de la monarquía de Isabel segunda —forzada a exiliarse tras el triunfo de la revolución del sesenta y ocho—, al fulgurante gobierno de Prim con la instauración de la democracia y de un nuevo monarca italiano sin apenas tiempo para asimilarlo. Claro que, poco después, se vivió con enorme conmoción el turbio asesinato del presidente y, de nuevo, la vuelta a las discusiones de un país en crisis permanente, irreconciliable, enfrentado a todo tipo de adversidades y a sí mismo que, tristemente, empezaba a pensar que no tenía remedio.

      Estudié minuciosamente el ejemplar que tenía entres mis manos. En la parte superior de la primera página podía leerse en letras grandes destacadas: «El Mercantil valenciano. Diario político-independiente

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