Eco. Carlos Frontera

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Eco - Carlos Frontera страница 3

Eco - Carlos Frontera Candaya Narrativa

Скачать книгу

sábanas abrigando nuestra pubertad, descubríamos el mundo, describíamos el mundo, le dábamos forma de relato y, entre tanto por hacer, exponíamos los argumentos que probaban la inexistencia de Dios. De todos aquellos argumentos, de todo aquel trajín discursivo, nada más convincente que el cuerpo. Lo cósmico me abrumaba. Me sobrepasaba. Excedía mi capacidad de entendimiento. El cuerpo, sin embargo, me ofrecía una prueba tangible, abarcable, de la inexistencia de Dios.

      Convalezco tras la operación, me duelo y vuelvo a no ver a Dios. Si recorro la frente con la mano, si exploro los senos paranasales, desde el maxilar hasta el hueso frontal, el dolor está ahí. Un dolor mayor que ay.

      Sin lesión de por medio, sin ninguna magulladura que se interponga entre mi cuerpo y la experiencia de mi cuerpo, la relación con él es la misma que con Dios cuando crío: el cuerpo no existe: está.

      Una lesión pone las cosas en su sitio. Nada me acerca más a Dios, o sea, a la inexistencia de Dios, que una lesión. Una lesión me hace consciente de ese milagro de huesos, tendones, músculos, órganos y humores que conforman mi cuerpo. Varias horas o días en cama –el dolor altera el engranaje del tiempo– sin apenas variar de postura han lastimado mis lumbares. Si estiro la pierna, siento un trallazo en la espalda baja, a la altura del sacro. Trato de incorporarme para aliviar la molestia, me muevo como en un charco de resina, como si pretendiera pasar inadvertido. Me veo obligado a cambiar de posición con frecuencia para evitar que la espalda se contracture, que el brazo se entumezca, que la sangre no irrigue mis pies. Se revela un mecanismo de compensaciones, inclinaciones imperceptibles del tronco, involuntarias, que mi cuerpo realiza para evitar el dolor de espalda, lo cual provoca que se sobrecarguen otras articulaciones, otros grupos musculares que, hasta entonces, se habían mantenido a salvo.

      El cuerpo se provoca daño a sí mismo para evitar que un daño preexistente vaya a más.

      Hay alguna enseñanza en eso.

      Esta interconexión prodigiosa, este mecanismo de compensaciones y prevención me hace no creer en Dios sin ninguna sombra de duda. Es imposible, es humana y divinamente imposible que ningún Dios haya concebido algo así. Nadie, nunca, podría imaginarse algo como un cuerpo antes de que existiese un cuerpo. Si Dios, o cualquier otro, hubiese pensando un cuerpo antes de cualquier cuerpo, habría enloquecido o habría desistido a las primeras de cambio.

      Lo habría dejado por imposible.

      Lo habría dejado por disparatado.

      Un cuerpo sólo puede ser producto del azar o una metedura de pata cósmica. El milagro de un cuerpo anula cualquier posibilidad de Dios.

      Mi convalecencia se impregna de Dios, rezuma Dios, deja a Dios en bragas, anula a Dios.

      Veo a Dios en todo lo que no es Dios.

      Creo en mi dolor.

      Le rezo a mi dolor.

      Me alimento de él.

      Me incorporo sobre los codos, retiro la sábana y observo mi cuerpo, nublado aún por los efectos de la anestesia y por la mala luz de esta habitación.

      No confío en lo que veo.

      Sin confianza no se llega a ninguna parte, o se llega mal.

      Desconfío de mis uñas.

      Desconfío del bosque de pelos que cubre los 188 centímetros de mi geografía.

      Desconfío del eccema que aparece cada tanto detrás de mi oreja. Lo rasco con furia, con los nudillos, para evitar que sangre, y pienso que es ahí, justo ahí, donde los extraterrestres implantan chips a los abducidos antes de devolverlos a la Tierra.

      Todo lo humano me resulta ajeno.

      Desconfío del frío.

      Desconfío de los surcos que deja el elástico de los calzoncillos en la carne de mis caderas.

      Desconfío de mi voz andrajosa, carcomida por la irritación causada por la intubación.

      Desconfío de mis erecciones.

      Nunca he sido de los que tienen una erección mientras abrazan a sus madres, no soy de esos. La vida, sin embargo, es cabrona como ella sola y le pone a uno en el centro de la diana sin comerlo ni beberlo.

      Por aquel entonces yo era un mindundi sacudido por la inocencia y la ineptitud de mis escasos veinte años, el cuerpo de un dios en la mente de un crío, una criatura con más sangre que venas. Hacía poco que había firmado mi primer contrato de mierda, me alcanzaba lo justo para un plato de garbanzos y, aun así, decidí alquilar un piso con eMe. Estaba enamorado, estaba tan enamorado, y no supe tratarla como se merecía, la promesa siempre postergada de que mañana iríamos a elegir las lámparas que nunca compramos.

      Un ring inesperado lastimó el silencio sin luces de aquel piso. Que la estaba liando, me dijo mi hermana desde el otro lado del teléfono, que papá la estaba liando de nuevo, que se le había ido la olla del todo.

      Papá persiguiéndome cuando llego a casa, unas eses angustiosas sobre las baldosas, pordioseras. No recuerdo si fui yo quien llamó a la policía, no logro ponerlo en pie. Cuando se marcharon los agentes, mi hermana se encerró en su habitación y mi madre y yo nos quedamos en la cocina, haciendo como que recogíamos los trastos hasta que, de pronto, me dio un abrazo. Hundió la cabeza en mi pecho y su cuerpo se convulsionó como sacudido por un terremoto: su cuerpo desmadejado, una blandura de músculos como si les faltara carne. Era la peor versión de una madre que uno podía echarse a la cara, y mira que había con qué comparar. No me explico cómo no exploté allí mismo de pura tristeza, cómo no me desmoroné. Y menos aún me explico la erección. La versión más jodida de mamá abrazada a mí y yo más preocupado por girar la cadera para que no notase la erección. Recuerdo eso y recuerdo que mi hermana, encerrada en su habitación, rompió a reír como una chiflada.

      Un sueño desagradable y rugoso me

      Un sueño

      Un sueño desagradable y rugoso me espabila de golpe

      Un

      Un sueño desagradable y rugoso me espabila de golpe, me expulsa con violencia. Un sueño del que no retengo casi nada, tan sólo esa sensación fea, pegajosa, que me traigo conmigo a este lado. No exactamente una pesadilla, no esa angustia que desboca el corazón, no ese manojo de pinchos que atora la garganta, no ese grito de otras veces, algo como un frenazo que despierta a nadie durmiendo a mi vera.

      Como si me despeñase desde el sueño. Como si me cayese siendo hombre y me despertase siendo niño. Desciendo al sótano de mi infancia, retrocedo años enteros en una fracción de segundo.

      Un sueño miserable me sobresalta, festín de manotazos al aire y respiración acelerada y agónica. Lo primero que veo de este lado, la primera imagen que acude a mi encuentro, es la silueta de un cuerpo perfilada en blanco.

      En el techo.

      En el techo de mi dormitorio.

      Justo encima.

      Una silueta como las que trazan los americanos en sus películas alrededor de un cadáver reciente, fresco todavía.

      Aún no es de día, ya no es de noche. Un resplandor residual se cuela por la ventana, los últimos latigazos de una

Скачать книгу