Eco. Carlos Frontera

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Eco - Carlos Frontera Candaya Narrativa

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aparecen más cucarachas de lo normal a deshoras, a plena luz del día y caminando con pasitos lentos y tambaleantes, como un reproductor de casettes que se estuviera quedando sin pilas. Cucarachas sin el vigor acostumbrado en sus escaramuzas diarias, sin el nervio. Abandonan sus nidos, avanzan a campo abierto y, ahí mismo, en plena cocina, explotan sin más. Es un estallido sordo, sin parafernalia, un estallido minimalista, reducido a lo esencial: la cucaracha partida en dos, su cuerpo mutilado enmarcado en el jugo de sus vísceras.

      Un espectáculo que no se lo recomiendo a nadie. Tristísimo. Ese suspiro en el que aún conservan un hilo de vida. Su expresión de incredulidad. Hay que tener un corazón muy podrido para no sentir al menos un pellizquito al contemplar aquello. Contemplar aquello me sume en un estado que no sabría explicar del todo. Por un lado, me invade cierto alivio. Por otro, está también cierta pena, una opresión en el pecho como si me estuvieran estrujando los pulmones para escurrirlos.

      Ahora es de día. Una luz lechosa, llena de grumos, se filtra por los visillos. El aire estancado y la presión que soportan mis huesos me recuerdan a un submarino. Nunca he estado en un submarino. Los recuerdos también se heredan. Una cucaracha abandona el escondrijo de la lavadora. Es incapaz de avanzar en línea recta, deja un reguero de eses sobre las baldosas. Unas eses angustiosas, pordioseras. Sus patas –¿cuántas?– apenas la sostienen en pie. Se sabe, porque se sabe, que una araña tiene ocho patas, que un ciempiés tiene cien, pero nadie sabe cuántas una cucaracha. Podría aventurarse una respuesta que lo mismo da en el clavo, pero no se trata de eso, para nada de eso. No hay justicia en el mundo. Se mire por donde se mire, no la hay. Me acerco a la cucaracha, me acuclillo a su vera y, con un aplomo inexplicable, la recojo del suelo y la sostengo en la palma de la mano. Los humanos cometen a menudo tales actos de osadía o de imprudencia. Gracias a eso, los enamorados se atreven a declararse y los desesperados aprietan el gatillo, esos Himalayas. La naturaleza tiene sus mecanismos de compensación. Si no, de qué.

      La cucaracha en mi mano. Sus patitas tamborilean en miniatura, me hacen cosquillas. Acuenco la palma para evitar que se caiga y la observo de cerca. Sus élitros están surcados por un laberinto de nervaduras. Con un esfuerzo descomunal, se yergue sobre sus patas –seis– y su cuerpo se eleva unos milímetros como venciendo la gravedad. Noto su peso, su calor. Aquello, esas cosquillas, esa masa, esa consistencia, es la primera cosa viva que sostiene mi mano en mucho tiempo. Una mano que descansa en la mía. Había olvidado el tacto de una mano, su textura, el milagro de dedos entrelazados y la respuesta agradecida de tantísimas terminaciones nerviosas. El peso de una mano desmayada sobre la mía, confiada, segura de mí. Su temperatura. Esa caricia. La cucaracha.

      La cucaracha que, para sorpresa de nadie, explota de repente, se parte en dos y desparrama sus vísceras. Un estallido sordo. La incredulidad de que aquello esté pasando, que haya pasado ya.

      Repite conmigo: no es mi culpa, no es mi culpa, no es mi culpa.

      Hoy he contabilizado seis bajas. El sofá no lo muevo por pereza o por miedo a echarme a llorar. El número de bajas puede ser aún mayor. El mejunje va haciendo efecto con el transcurso de los días. Las hay más débiles, que apenas aguantan cuarenta y ocho horas. Otras, sin embargo, resisten como colosos. Pero todas terminan explotando. Todas. No hay nada que pueda hacerse al respecto, ya no.

      Las cucarachas tienen sus estaciones. Como esos árboles que se desprenden de sus hojas llegado el otoño y ofrecen su malestar de manos crispadas al paisaje, manos de incontables dedos suplicando algo o a punto de soltar un zarpazo. Con los primeros fríos a la vuelta de la esquina, las cucarachas desaparecen, hibernan o se esconden en alcantarillas, en rincones infestados de toda la porquería que genera el día a día y no se barre. Eso no significa que ya no me quieran, ni mucho menos. Tardé en comprenderlo, no fue algo que asumí de la noche a la mañana. Tardé en aceptar que las cucarachas tienen sus altibajos, sus intermitencias, sus periodos de no dejarme ni para ir al baño y sus etapas de no querer verme ni en pintura. Está en su naturaleza, lo llevan en los genes. Pero no significa que ya no me quieran.

      Una sucesión de fuegos artificiales me saca de mi letargo. Me cuesta ubicarme. La noche, porque es de noche, se llena de ruidos: los coches hacen sonar sus cláxones, pandillas de niños se lían a petardazos, los perros a ladrido limpio con el rabo entre las piernas, sirenas como lobos modernos anunciando poco bueno, cuadrillas de amigos que vienen o van, tantísimas risas agrietando la noche: 31 de diciembre, 1 de enero más bien; esa horquilla, esa frontera. Es el primer fin de año que paso solo. Me digo que no es tan malo, que hay cosas peores. Ese consuelo de mierda. Enseguida todos los sonidos del exterior se atenúan, pierden consistencia, todos menos dos: los petardazos y los fuegos artificiales. Lo demás pasa a un segundo plano. Los petardazos y los fuegos artificiales retumban pero no en la noche, pero no en mi cabeza: en la palma de la mano: un cosquilleo, una suerte de presencia. Extiendo la mano como para comprobar si llueve. Nada. Sin embargo: un repiqueteo, aunque no de lluvia: de patitas. Un peso familiar también. Un estremecimiento con cada estallido, la punzada del lisiado en el miembro que le falta.

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