Eco. Carlos Frontera

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Eco - Carlos Frontera Candaya Narrativa

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una luz blanquísima que sólo se alcanza a sí misma. Crepita o reverbera, como si estuviese cargada de ira.

      Respiro. Por la nariz no. Por la boca. Por donde sea posible. Inhalo con determinación. Con conciencia. Sin reservarme nada. Siento cómo entra el aire en mi cuerpo. La barriga se hincha primero, el pecho a continuación. Hago trabajar al diafragma. Cuando todo ese proceso ha sucedido, y tarde o temprano acaba sucediendo, expulso el aire. Por la nariz no. Por la boca. Pierdo volumen, me hago chico. Doy gracias por ese milagro. Lloro o casi. No cuestiono las lágrimas, tampoco su ausencia. Si un pensamiento irrumpe de pronto, lo dejo pasar sin aferrarme a él y regreso a la respiración. A su mecánica. Los pensamientos no son más que impulsos eléctricos. No soy mis pensamientos. No los juzgo. No cuestiono nada. No hay ninguna determinada sensación correcta. Le agradezco al cuerpo que respire por mí. Estoy vivo.

      En ese estado de supuesta calma, busco el lado lógico de la silueta, escarbo su superficie con la intención, con la certeza más bien, de limpiarla de toda la morralla demente que la recubre y llegar hasta su raíz racional, o sea, verdadera. Todo tiene una explicación razonable para mi pensamiento metódico, nada sucede de veras si no es a la luz de la lógica. ¿Se puede estar más perdido? ¿Más desesperado?

      Todos los sentidos puestos en el desenmascaramiento de la silueta, en su comprensión.

      Me cuesta determinar si sucede en el techo o en mi cabeza, es complicado aclararse tras cuánto tiempo empantanado en un insomnio que trastoca la percepción de las cosas, el ánimo y hasta la definición de silueta. El cansancio, la niebla y la desesperanza provocados por la falta de sueño bien podrían haberse sacado la imagen de la manga. Desconfío de mí, de mi capacidad. Tendría que buscar una segunda opinión. Pero de quién.

      Oigo a los vecinos, fragmentos aislados de los momentos más estruendosos de sus días: el amor, el juego, el encontronazo. Es lo único que conozco de ellos: minúsculas parcelas de sus intimidades con las que erijo el resto de sus vidas. Un resto que me excluye, un resto en el que no tengo cabida, ni sal, ni esperanza.

      Descarto a los vecinos.

      Descarto también a familia y amigos. Ese acuerdo tácito, generacional, varonil, de mantener a raya la parte más débil de cada uno, de no exponer las miserias, ese muro levantado entre todos para no salpicar de mierda a los demás, la imposibilidad de romper tanto silencio de siglos. Si por descuido o por agotamiento muestro la falla, si algo se escapa por la grieta, el familiar o el amigo se remueve como quien espanta un insecto que se le posa en el hombro, arruga la nariz, esquiva la mirada o, como mucho, suelta un consejo estándar extraído del último libro de Osho: cualquier cosa con tal de despachar el asunto cuanto antes.

      El peligro es no contarse. El peligro es contarse. Me callo, no me cuento, y esa frialdad entonces, un glaciar de silencio que impide cualquier tentativa de acercamiento. No me callo, me cuento hasta donde mi pudor alcanza y un chispazo de empatía o de compasión primero, esa temperatura que destensa el alma y genera la ilusión de ser escuchado, comprendido, no juzgado, querido, un espejismo que se desvanece conforme descorro las primeras cortinas de mi vergüenza: me confío, me expongo gradualmente, consigo eso, y enseguida un paso atrás, la prudencia de los otros, los humanos, de no estrechar más la distancia para evitar contagiarse de lo podrido que hay en mí. La impotencia de no ser capaz de encontrar un punto medio entre el silencio y las palabras, una narración verosímil que me explique, pero no tanto, que me implique sin comprometer mi demencia, mis tantas taras, la suma que rebasa el límite de lo soportable para un cerebro más o menos sano. Echo de menos cuando me querías.

      Me cuesta admitirlo, me duele admitirlo: sólo con la Rubia tengo la confianza suficiente. O tendría. O tuve. Es difícil conjugar los verbos del fracaso. Pongamos que sí, pongamos que me trago el orgullo o sucumbo a la pena y me atrevo y la llamo y le explico lo sucedido, pongamos que la Rubia se acerca a verificar si en verdad hay una silueta perfilada en el techo de mi –¿nuestro?– dormitorio o es producto de mi delirio, una plasmación de mi mente enferma: no saldría bien parado en ninguno de los casos. Tengo todas las de perder.

      Sin embargo, una silueta.

      La observo con detenimiento. La evalúo. Recorro su anatomía de juguete con la mirada, me detengo en la forma de sus miembros, en lo alargado del tronco, en la posición de la cabeza, y de pronto me descubro en ella. No había reparado antes: la silueta tiene la forma exacta de mi cuerpo. Un espejo.

      Si sale cara llamo a la Rubia, si sale cruz me jodo.

      Una moneda de cincuenta céntimos en la mano. El universo entero cabe en mi dolor de cabeza. Rechinan mis entrañas, el laberinto fluvial que recorre mi cuerpo se ha secado, ni rastro de sangre en circulación, ni de jugos gástricos, ni de materia fecal.

      Si sale cara llamo a la Rubia, si sale cruz me jodo.

      El cuerpo anclado, el ánimo enclenque, ese campo semántico.

      Imposible saber cuánto dura ya la convalecencia, cuánto me resta. Bajo la silueta de mi cuerpo, bajo esa nube, el tiempo no existe, no en la forma ni en la medida humana, no según los parámetros que hacen tictac los relojes. El tiempo es estética, hambre, humo, una perversión del alma.

      Si una civilización alienígena contemplase nuestro planeta, si recibiese la luz emitida hace 35 años desde la distancia apropiada, si contemplase no justo nuestro planeta, sino mi cachito de planeta, contemplaría, al tiempo que convalezco en mi cama bajo una silueta inventada o no, la luz de mi infancia, la luz acomplejada de mi infancia, con suerte el niño abstraído en el fragor del juego, un navajazo de felicidad de oreja a oreja, ese espejismo de células incandescentes surcando el vacío hasta alcanzar una retina a años luz de las mías: la memoria.

      Cambio de idea y decido no lanzar la moneda al aire. En lugar de eso, despejo la mesita de noche y barro con la mano el montón de libros, el blíster de analgésicos y el móvil. Sujeto la moneda en posición vertical, el canto apoyado en la mesita y, con la otra mano, catapulta con los dedos pulgar y corazón, la golpeo para hacerla girar. La moneda comienza a dar vueltas sobre su eje. No se desplaza, no efectúa ningún movimiento de traslación: gira sobre sí misma y cobra volumen, se esferifica, la cara y la cruz se funden en una única figura desquiciada.

      Aguardo unos segundos. ¿Tantos? La moneda, para mi estupefacción, no se detiene, continúa girando sin dar muestras de cansancio y emite un zumbido que tampoco soy capaz de saber si tiene lugar dentro o fuera. Reparto la mirada entre la silueta del techo, ese trazo de tiza inventado o no, y la moneda que gira a perpetuidad sobre su propio eje. Si sale cara llamo a la Rubia, si sale cruz me jodo.

      Aguardo a que algo me venza. El sueño. El cansancio. La moneda. Algo. Algo. Algo.

      Tengo que cortarme las uñas.

      Hay una capa de polvo sobre polvo sobre polvo sobre qué. La luz no alcanza las cosas, o las alcanza mal: lame las cosas sin ganas, con asco, como si estuviesen podridas.

      El piso está sumergido en kilos de sedimentos de mí, una milhojas de los restos aposentados tras un derrumbe. Hay primero un temblor, un estallido de perros, que siempre son los primeros en advertir la tragedia y se anticipan en coro y, segundos después, el edifico se viene abajo, cae sobre sí mismo y levanta un humo de escombros que reemplaza, con su fragilidad de niebla, la torre de hormigón, acero y gritos que hasta hace nada dispensaba un punto álgido a la gráfica de la ciudad.

      Desvarío.

      Mi pensamiento se embota, se asfixia en esta atmósfera a la que le falta oxígeno o nitrógeno o la Rubia.

      Vacío la mente, o sea, mi discurso, y, muy al fondo, emerge la Rubia. Como la

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