Eco. Carlos Frontera

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Eco - Carlos Frontera Candaya Narrativa

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años?, ¿en serio dos?– y la convalecencia resucita no su recuerdo, su proyecto: siempre estaría el uno para el otro en caso de derrumbe, siempre estaríamos cerca para abrigarnos del frío, todo lo que habríamos hecho juntos y ya jamás haremos.

      La convalecencia saca a la luz –a la luz turbia e incompleta de los 40 vatios mal apretujados– la parte más blanda de mí.

      Una milhojas de sedimentos cubre la lámpara, la mesita de noche, el falso mármol del suelo, el esqueleto de la cama.

      Respiro eso por la boca.

      Casi todas las paredes de mi infancia contenían amianto, unas fibras que, al ser inhaladas, incrementan la probabilidad de desarrollar al menos tres tipos de cánceres. Eso lo supimos luego, tarde. Los edificios de la infancia se vienen abajo, no aguantan más y el amianto se dispersa, flota durante un tiempo en la atmósfera circundante y, finalmente, se posa sobre los objetos: si no se limpia pronto, si se descuida la higiene –y la higiene termina por descuidarse–, acaba solidificándose, una costra tóxica revistiéndolo todo.

      Inhalo lo tóxico de mi infancia tras el derrumbe.

      Oler, no huelo. Los tapones nasales no sólo sostienen el tabique en su sitio y evitan la aparición de coágulos, también suprimen el olor, o la capacidad de olor. ¿Existe el olor sin la capacidad de olor? La emanación de gases, vapores y polvos que llamamos olor sigue produciéndose con independencia de mis tapones nasales, no es eso lo que se cuestiona. Pero ¿se puede hablar de olor en ausencia de olfato? Dios existe porque no podemos olerlo. Si oliésemos a Dios, si tuviésemos un órgano capaz de captar las emanaciones de Dios, enseguida nos daríamos cuenta de su farsa. No sé.

      Me gustaba el olor de su cuello, y eso también era una ficción. De la región de su cuello comprendida entre la oreja y la clavícula, esa porción de cuello. Abrazado al bulto de su amor, respiraba esa porción de cuello. Sin el concurso de mi olfato, ¿existe ese olor? El olor, y esto no lo cuentan los manuales, está compuesto de experiencia. En la experiencia de su cuello, de esa porción de su cuello, concurrían no sólo las emanaciones pertinentes de su cuerpo –alteradas asimismo por su estado anímico, por la mucha o poca actividad física, por lo que hubiese comido ese día, por mil cosas–, concurría también mi aliento –modificado cada vez también por mi estado anímico, cada vez también por la mucha o poca actividad física, cada vez también por lo que hubiese comido ese día, cada vez también por mil cosas– y mi currículum olfativo, la acumulación de olores que había percibido hasta la fecha y que generaban en mi cerebro una atracción o un rechazo instantáneos.

      El olor a tabaco me provoca un asco visceral, enraizado en la memoria. El olor a whisky es un tiburón que devora el humor. Visito un aula y el olor a tiza me adormece, me traslada de sopetón al apelotonamiento, al tedio y al sopor de las interminables horas de clase. El olor de su cuello, de esa porción de su cuello, ya no existe, y acaso no existió jamás.

      La convalecencia achica las paredes de mi planeta. La falta de sueño –no es posible dormir más de diez minutos seguidos con la nariz taponada–, el dolor de cabeza y esa nube de tristeza que se me ha echado encima y no he visto llegar, me abotargan, contracturan mi ánimo. Casi no como y bebo sólo por necesidad, por un instinto de supervivencia. Permanezco en la cama casi todo el tiempo, sólo la abandono para ir al baño. La convalecencia revela la verdadera dimensión de la soledad.

      Un damero de azulejos blancos reviste las paredes del baño. Las junturas están tiznadas de una materia densa, oscura, que no me atrevo a tocar. Sobre los azulejos se desparrama un grafiti de frases soeces, a cada cual más inapropiada, más hiriente. El suelo, el techo, la puerta, la superficie fría y resbaladiza del lavabo, del bidé y del váter se contagian de esa niebla grosera. Sobre lo que es madera y plástico, insultos tallados a punta de navaja o de compás comparten espacio con el grafiti de improperios. Mordeduras, arañazos y escupitajos de una bestia colérica, desalmada, que hacen diana en lo más íntimo, donde más duele.

      Me siento en la taza del váter y abato los brazos sobre las rodillas. El cuerpo encorvado, la alcayata de los codos clavada en la carne de los muslos. A mi alrededor, llenando el aire de mi vida, ese cielo de palabras. Cierro la puerta para contemplar su cara interna, para no perder detalle.

      Mire donde mire, esa nube.

      Un barullo de mayúsculas me grita desde todos los ángulos. Letras picudas, apresuradas y desiguales, escritas o grabadas con prepotencia, con rencor, sin compasión. La descarga de un alma herida, la eyaculación apática de un animal despiadado.

      De algunas letras descienden gusanos de sangre, hilachas de tinta roja que no se secaron a tiempo y estiran la agonía de las palabras.

      Me siento en la taza del váter y me expongo a esa lluvia, me llueve esa lluvia. Permanezco en la misma postura hasta que se me duermen las piernas, hasta que los pies dos piedras de carne. Sólo lo pegado o despegado de sus sombras me dan una pista de su posición en el mundo.

      Alargo los brazos y me toco los pies.

      No siento los pies.

      Envidio los pies.

      En tanto cosa ajena a mi cuerpo, tienen esa rareza de las primeras películas de marcianos de la infancia. Un aire antropomorfo esculpía los rasgos alienígenos de aquellas criaturas, un aire que alcanzaba tan sólo a determinadas zonas de sus anatomías. Resultaba imposible no sentir un repelús ante aquello, resultaba imposible no encariñarse con aquello. Era en lo extraño de las características no compartidas con los humanos donde habitaba el monstruo, la amenaza, la atracción y el escalofrío.

      Los pies dormidos, sin vida, la lluvia, el monstruo.

      Me empapo de esa lluvia, dejo que penetre en mí y grito el grito de las paredes, el grito de la puerta, el grito de la cortina de la ducha. Es sorprendente la acústica que encierra un baño. Si tuviese una guitarra cerca, la estamparía contra mi cabeza sólo por el placer de esa acústica.

      De puro repetirlas, las palabras se desprenden del plano que ocupan y se lanzan a flotar en este cielo rancio y alicatado.

      Los pies sin vida, la lluvia.

      Por determinado efecto de la resonancia, los azulejos reproducen, con una dicción distorsionada de borrachera, cada grito que grito. Un bullicio de mil demonios reverbera en todo el baño y me pone perdido.

      Cuando me callo –porque me callo, porque los pulmones acaban por quedarse sin aire–, un eco proveniente de alguna región de mi memoria impregna el silencio, contagia el silencio, reconstruye el silencio.

      Un silencio hecho de ese eco.

      La alcayata de los codos clavada en la carne de los muslos, los pies dormidos.

      Una caspa de palabras nubla la visión. En algunas comarcas del aire, la caspa se eleva obedeciendo a la espiral de un remolino; en otras, se precipita al suelo como un suicida desde el octavo piso. Borracho de esa caspa, la carne de mis pies petrificada, desciendo del váter como de una silla de ruedas y repto, ayudado tan solo de mis manos, hasta la pared más próxima. Una vez allí, extraigo una navaja de qué bolsillo, despliego el abanico de su hoja y, eufórico de determinación, esto es, sin tiempo a pensarlo, abro un surco en lo tierno de mi antebrazo. La nieve de caspa motea el gusano de sangre que emerge de mí. Empapo el pincel de un dedo, examino el damero de azulejos de la pared, localizo un hueco:

      De noche las cucarachas multiplican su peso escandalosamente, su trote desquiciado llena la habitación, la colma. Se diría que las paredes nocturnas amplifican los ruidos como catedrales mastodónticas, esos ruidos

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