Eco. Carlos Frontera

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Eco - Carlos Frontera Candaya Narrativa

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cotidianos que incordian la convivencia. Un ruidito circunstancial, inédito, del que nunca antes había tenido constancia, algo que debió originarse en la sopa primaria y que retumbaba desde entonces, de manera sorda, en algún recoveco de mi cerebro. Esa clase de ruiditos que nunca haría una cucaracha pero que no podían provenir de otra cosa que no fuese una cucaracha.

      La invasión es un hecho. Quizá también una consecuencia.

      Hablamos de junio, julio a más tardar. El calor aprieta y, claro, las cucarachas. A grandes rasgos. Habría más que decir al respecto, mucho más, pero qué hacer con este cansancio, qué con tantos kilos sobre la conciencia. Junio, julio a más tardar, de noche es también una definición apropiada, un escuadrón de cucarachas invisibles tomando posiciones. Es alucinante la cantidad de cucarachas figuradas que pueden llegar a haber en un piso, alucinante. Para echarse a llorar. Los escasos metros cuadrados en los que transcurre mi vida se llenan de cucarachas, una puñetera plaga donde más duele, justo ahí, en la madre de todas mis fobias.

      De día se esconden en rincones inmundos, regresan a sus guaridas y se hacen bolita, comparten el calor de sus cuerpos y dan buchitos de cuando en cuando para mantenerse con vida. De día, su modus operandi tiene más que ver con la escaramuza que con un ataque orquestado a campo abierto: hablamos de incursiones aisladas que pueden producirse desde cualquier punto del piso en cualquier momento. Hasta la fecha, no he logrado establecer ningún patrón, sus movimientos parecen obedecer a la improvisación o al no hay cojones. Lo cual, si se piensa un poco, resulta más irritante para los nervios, más descorazonador.

      Cada vez que veo aparecer una, ocurre lo mismo: me incorporo de un brinco y pongo los brazos en jarras, para enseguida deshacer esa postura. Pienso que soy demasiado joven para ese tipo de gestos, que son gestos más bien de padres, impropios de alguien como yo, extemporáneos, a pesar de tener edad sobrada para ser padre de un hijo, de una hija de veintidós, de veintitrés años.

      De noche la historia cambia.

      De noche las cucarachas multiplican su peso escandalosamente, y si me repito es porque no me queda otra. De noche tomo conciencia, tomo verdadera conciencia de la situación en la que me encuentro. A estas horas los humanos duermen a pierna suelta, o exploran cuerpos ajenos, o sudan música y alcohol en garitos que nunca cierran; a estas horas, en el mismo momento en que las cucarachas y yo.

      En fin.

      De noche.

      Cuando comenzaron a aparecer las cucarachas, cuando a la primera le siguió una segunda y a esta una tercera, y así hasta que perdí la cuenta, consideré aquello una advertencia que me daba la vida, un toque de atención, y me sumí por un instante en una tristeza honda, sucia. No tardé en racionalizar a las cucarachas: eran los primeros días de un calor insoportable, habrían fumigado en el barrio como cada año y el resto era de lo más predecible: cucarachas en desbandada trepando por las cañerías y saliendo por los desagües, colándose por debajo de las puertas e instalándose en los rincones más propicios. Poco más.

      La vida no da avisos.

      No tiene tiempo para eso.

      Hago malabarismos para esquivar cucarachas, o la posibilidad de cucarachas. Creo distinguir una trazando filigranas entre mis pies, anudándome una cuerda metafórica para hacerme tropezar. Al verla, o al creer verla, reacciono con un salto ridículo. Aunque consiga esquivar una, dos, varias, tarde o temprano termino perdiendo el equilibrio. He desarrollado lo que puede definirse como un estilo para la ocasión. En lugar de apoyar las manos para amortiguar la caída, encojo los brazos y los aprieto contra el pecho. A continuación doblo el espinazo y me recojo sobre mí mismo, al tiempo que giro el tronco y le ofrezco mi perfil derecho al suelo. Todo esto en el tris de desplomarme. La gravedad se encarga del resto. Caigo entonces sobre mi hombro. No a plomo, sino con suavidad, con blandura, y ruedo sobre mi cuerpo cuando presiento el contacto con el suelo. Una pirueta que raya la hermosura.

      Con todo y con eso, aun con la fortuna de contar con un estilo, a veces acabo golpeándome en la caída, un coscorrón contra la pata de una mesa o el filo de una puerta incrustado en las costillas. El mundo está lleno de obstáculos, nunca se puede estar seguro. Cuando me recompongo, cuando consigo estabilizarme, busco con la mirada la cucaracha esquivada o la posibilidad de la cucaracha esquivada e, invadido por una ternura que siempre me sorprende, me dirijo a ella con voz suave, calmada: No es tu culpa, le digo. De verdad que no es tu culpa. Si fuese de otra forma te lo diría. ¿Qué gano mintiéndote? Repite conmigo, anda; pero no con la boca, no con el cerebro, repite conmigo con el corazón: No es mi culpa, no es mi culpa, no es mi culpa.

      A eMe y a la Rubia les debo el haber medio superado mi fobia a las cucarachas. Aún resuena en mí un temor que, si no es ancestral, le hace la competencia: todavía tuerzo el gesto cada vez que una cucaracha trepa la cortina del baño mientras me ducho, o salta del cajón de los cubiertos cuando lo abro, o imprime una sombra escurridiza en la distancia que va de la lavadora a la nevera, el rabillo del ojo todavía se inventa apariciones y se sobresalta por nada. Pero gracias a que eMe ya no está conmigo y lo mío con la Rubia ya es historia, ahora soy capaz de espachurrar cucarachas sin ayuda de nadie. Ya no salgo de la habitación, o puede que hasta del piso, ni suplico porfavorporfavorporfavor no me avises hasta que hayas acabado con la cucaracha, te lo ruego por lo que más quieras porfavorporfavorporfavor. Me mal acostumbraron, puede decirse. O sea, me quisieron.

      Pongo cepos, rocío cada zócalo, cada esquina, cada bajo de puerta con flis flis, instalo dispositivos eléctricos que emiten ultrasonidos y que, al decir de unos, resultan infalibles, y, según otros, no sirven para una mierda. Lo que sea con tal de acabar con las cucarachas.

      Todo en vano. Cada mañana el suelo del salón-cocina amanece con entre una y muchas cucarachas bocarriba, muertas del todo o sacudiendo apenas una pata con movimientos irregulares, espasmódicos, desesperantes. Como si se estuviesen despertando de una anestesia y sus miembros recobrasen poco a poco la sensibilidad. Al parecer, la efectividad de estos métodos es limitada. Sólo resultan eficaces con las cucarachas que son alcanzadas de lleno con el flis flis o con las incautas que prueban el veneno de los cepos. Las demás, las más prudentes, las que permanecen agazapadas en sus nidos, no se ven afectadas. Por no hablar de la inmunidad que pueden llegar a desarrollar por la sobreexposición a estos productos. Una locura.

      Cómo de largas pueden ser las noches pobladas de cucarachas nadie lo sabe. Uno puede pensar que está a punto de quedarse dormido cuando de repente, abriéndose paso desde lo más profundo de la noche, escucha con una claridad apabullante el avance de cientos de cucarachas, un estruendo de pasitos que me espabila de golpe y me devuelve a mi realidad de élitros y antenas. Cientos es una exageración, soy consciente. Lo que no significa que sea mentira. Que haya cientos o ninguna es lo de menos. Algo irrelevante. Anecdótico. Hace rato que entendí que la manifestación física no es un requisito necesario para que algo exista, que la existencia tiene lugar en diferentes planos, ninguno de por sí más consistente que otro, ninguno más real. Hay múltiples formas de crear presencia, y la corporización es sólo una de ellas. Ni mejor ni peor. Igual de válida. Igual de tramposa.

      Con un insomnio descomunal a cuestas, me sumerjo en internet en busca de los métodos más eficaces. Leo blogs, consulto tutoriales en YouTube, visito foros, hasta llegar a la conclusión de que lo mejor para acabar con las cucarachas es elaborar un mejunje a base de dos cucharadas de ácido bórico, tres de azúcar glas y un poco de leche. Una vez removido eso, se forma una pasta con la que se rellenan tapones de botellas, que luego se colocarán en distintos puntos del piso, en los lugares donde haya visto cucarachas o crea que pueda estar el hábitat más adecuado para ellas. A saber: rincones cálidos, cerca de una fuente de agua y de migajas de alimentos. Según parece, este remedio casero es un manjar irresistible para las cucarachas. Una vez ingerido, se solidificará en sus intestinos y les provocará, al cabo de los días, tal tapón que hará que exploten de puro estreñimiento.

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