Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames
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—¿Eso es lo que creo que...?
—Exacto —confirmó Moog, sin dejarlo terminar la frase—. ¡Espero que siga funcionando! —dijo metiendo un dedo en el cristal, como si comprobase la temperatura de un estofado. Unas ondas se extendieron desde su dedo y distorsionaron el reflejo de Clay y Gabriel, que lo miraban con el rostro cargado de preocupación.
El espejo tenía un gemelo y ambos estaban encantados, por lo que se podía entrar por uno y salir por el otro, sin que importara la distancia que hubiese entre ellos. La banda lo había usado con anterioridad para rescatar a Lilith, la esposa de Matrick, que en su época era la princesa de Agria. Había sido secuestrada en su decimoctavo cumpleaños por un pretendiente que terminaría por convertirse en un secuestrador, un noble de poca monta empecinado en llegar a ser rey. Habían entrado en el espejo que se encontraba en los aposentos de la doncella y salido por el que se encontraba en la alcoba real justo a tiempo para evitar que el noble despojara a la princesa de su preciada virginidad.
Habían tenido mucha suerte porque, de no ser así, la chica no podría habérsela ofrecido a Matrick esa misma noche.
La puerta de la torre salió despedida y quedó convertida en astillas, y Kallorek y sus matones entraron en el lugar liderados por aquella mole que portaba la maza.
Moog negó con la cabeza.
—Mierda, creí que... —Hubo un estallido de luz y el crisol del piso de abajo explotó en una nube de humo de un naranja reluciente. El mago les hizo señas para que entraran en el espejo—. ¡Rápido! ¡Adentro! —gritó.
—¿Qué fue eso? —preguntó Gabe, que se había cubierto la boca, mientras las volutas de humo empezaban a rodearlos. Los ojos le ardían, y olió un dulzor nauseabundo similar al de una fruta madura a punto de pudrirse.
—¡Mi filacteria! ¡Rápido! —gritó Moog entre el coro de toses y estallidos de cristales que venía de abajo.
Clay se decidió al ver que nadie daba el primer paso. Negó con la cabeza, se maldijo por ser siempre el primer imbécil y saltó al espejo como quien se arroja directo a su muerte desde un acantilado.
11
El rey cornudo
Salió de lado, sin tener muy claro cuándo había empezado a gritar con todas sus fuerzas.
Un hombre se giró al oírlo, y Clay vislumbró cómo abría los ojos como platos antes de practicar en la cara de ese pobre tipo lo que podría llegar a ser una patada voladora.
Su víctima accidental y él cayeron juntos al suelo. Clay estuvo a punto de empezar a disculparse, pero el hombre volteó hacia él con mirada iracunda y un rostro sanguinolento, tenía en la mano un cuchillo curvo con la punta retorcida.
Clay intentó apartarse con torpeza, pero sus piernas estaban atrapadas debajo de su agresor. Esperaba que la primera puñalada no le matase, o que el hombre entendiera en medio segundo que él no había querido hacerle daño, algo que no parecía muy probable.
Gabriel atravesó el espejo dando una voltereta, como si alguien lo hubiese empujado, y aterrizó sobre Clay, lo que sin duda no mejoró sus probabilidades de que no lo apuñalaran. Luego Moog se lanzó entre gritos, como un niño que cae por el tobogán en un parque. El hombre del cuchillo recibió otra patada accidental, en la mandíbula esta vez, y se desmayó con la facilidad con la que se apagaría una vela en un huracán.
—¡Por los dioses! —El mago se incorporó y se puso de rodillas—. Discúlpeme, señor...
—Ni te molestes, Moog. Está inconsciente —dijo Clay y señaló el cuchillo que el otro seguía aferrando con su mano flácida—. Y también intentó matarme.
—Oh. Qué maleducado.
—Pues sí —dijo Clay. “Aunque fui yo quien lo atacó primero”.
Gabriel se volvió para ponerse boca arriba y se apartó el pelo de la cara.
—¿Dónde estamos?
Echaron un vistazo a su alrededor: era una habitación enorme y adornada con muebles caros. De las paredes colgaban cuadros y tapices lujosos, y el techo lucía una pintura que representaba una escena de la Guerra de la Restitución, cuando la humanidad había conseguido hacer retroceder a las Hordas del Corazón de la Tierra Salvaje que habían empezado a darse un banquete con los restos del Antiguo Dominio. Junto a una de las paredes había una enorme cama cubierta por unas diáfanas cortinas blancas.
—Estamos en el castillo de Brycliffe —dijo Moog—. Es la misma habitación que la última vez: la alcoba real.
—Eso quiere decir que... —empezó a decir Clay.
—Matrick está aquí —terminó Gabriel.
Clay frunció el ceño.
—¿Cómo? ¿Por qué lo dices?
Gabe se encogió de hombros.
—Porque es el rey de Agria y porque está ahí mismo. —Señaló la cama.
No cabía duda de que la persona que estaba en ella era Matrick. El rey, que había subido mucho de peso desde la última vez que Clay lo había visto, estaba despatarrado sobre una maraña de sábanas de seda, dormido y roncando.
—¿Matty? —Moog corrió hacia la cama, cruzó el hueco entre las cortinas y empezó a agitar a su antiguo compañero de banda, como un niño empeñado en despertar a sus padres la mañana del día de su cumpleaños—. ¡Matty, despierta!
El ladrón malhumorado, fanfarrón, borracho y deshonesto que ahora se había convertido en el gobernante de uno de los cinco grandes reinos de Grandual se despertó sobresaltado.
—¿Qué? ¿Quién? —Se apartó del mago agitando los brazos, y salió a toda prisa de la cama hasta caer al suelo. Luego gritó—: ¡Asesinos!
Las puertas dobles de la habitación se abrieron de golpe y entró un par de guardias con las espadas desenfundadas. Al mismo tiempo, un desconocido salió del espejo, estaba envuelto en volutas de humo naranja. Era uno de los matones de Kallorek: la mole armada con la maza que había hecho añicos el rostro de Steve.
Clay miró con desesperación tanto a los guardias como al descomunal recién llegado. Su primera reacción fue mirarlo de arriba abajo, pero se detuvo cuando llegó a la entrepierna.
—Eh... ¿quieres que te dejemos solo? —le preguntó.
La mole frunció el ceño y luego siguió la mirada de Clay para comprobar el bulto incuestionable que le inflaba los pantalones. Se giró un poco, avergonzado, aunque verlo de perfil tampoco ayudaba demasiado.
Clay solo pudo empezar a abrir la boca antes de que Moog lo interrumpiera.
—Es la filacteria —explicó—, ¿recuerdas? La explosión, el humo... —rio entre dientes y les dedicó una sonrisa llena de vergüenza y arrogancia a la vez—. “De cero a héroe”, como dice la publicidad.
—Eso lo explica todo —dijo Gabe, mientras señalaba también sus pantalones.
—Ah,