Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames

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Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana) - Nicholas Eames La banda

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la espada de Gabe —le susurró tan rápido como pudo—. Nos amenazó con matarnos.

      —¿Te refieres a Vellichor? ¿Qué hace Kallorek con Vellichor? —preguntó Moog.

      —Te lo explicaremos más tarde —respondió Clay, mientras le dedicaba una mirada intensa a Gabriel, quien había estado a punto de contárselo allí mismo.

      —¿Estás con alguien, Moog? —La voz de Kallorek sonaba muy amistosa—. ¿Quizá con tus viejos amigos Gabe y Mano Lenta? ¿Qué te parece si abres y hablamos las cosas entre los tres?

      Se volvió a oír la voz de Steve.

      —Zeñor, ¿tienen uztedez zita con mi...? —La puerta retumbó con fuerza, como si la hubieran golpeado con algo muy pesado. La amabilidad de la aldaba desapareció al instante—. ¡Me han dado un puñetazo! Malditoz hijoz de... —Y la puerta volvió a retumbar, está vez con más fuerza. Steve se quedó en silencio.

      —¡Moog! —La voz de Kallorek sonaba cada vez más ruda—. Abre la puerta.

      El mago se zafó de la mano de Clay y se acercó a toda prisa a la mesa más cercana, donde yacía una bola de cristal colocada encima de un paño negro de terciopelo. El orbe solo mostraba una neblina grisácea; Moog dejó su taza a un lado y tocó la superficie con los dedos. Empezó a materializarse una imagen entre volutas de humo violeta. Un instante después, la imagen desapareció para dejar paso de nuevo a la neblina grisácea.

      —Se la compré a la bruja que vivía aquí antes que yo —intentó justificarse, mientras le daba varios golpes sin que ocurriese nada—. Esta mierda no funciona la mitad de las veces. Juro que normalmente solo hay que... —Acercó la nariz a la bola de cristal y murmuró un conjuro en voz demasiado baja como para que se entendiera. Al ver que no ocurría nada, le dio un golpe con la mano abierta—. Pero qué maldita...

      La imagen se volvió nítida de repente, y Clay sintió que se le encogía el estómago, como si un oso acabara de darle un zarpazo. Vio a Kallorek vestido con una armadura de escamas oculta bajo una capa de piel negra. Estaba rodeado por dieciséis guardias armados. Uno de ellos, que era especialmente grande y bruto, acechaba detrás de la puerta con una antorcha en una mano y una enorme maza en la otra. La aldaba había quedado reducida a un amasijo de metal retorcido.

      —No... Pobre Steve —gimoteó Moog—. ¿Cuándo se ha vuelto Kal tan cruel?

      Clay sospechaba que el agente había maltratado hasta a la mujer que lo había ayudado a salir del vientre de su madre, pero ahora no tenían tiempo para hablar del tema.

      —Tenemos que salir de aquí —dijo—. ¿Hay puerta trasera? ¿Un túnel para escapar? —Echó un vistazo alrededor y vio que no había escapatoria a simple vista—. ¿Alguna manera de salir?

      El mago se quedó pensativo durante un rato y empezó a asentir despacio:

      —Hay una forma, aunque es un poco arriesgada.

      “Un poco arriesgada”. Clay recordaba haberlo oído decir esas mismas palabras en más de cincuenta ocasiones. La mayoría de las veces daban lugar a una debacle salvaje, pero en otras ocasiones el mago conseguía algo milagroso de verdad.

      Clay soltó un suspiró:

      —Bueno, ¿qué quieres hacer?

      —¡Id al piso de arriba! —Moog señaló lo que quedaba de los tablones—. Antes tengo que buscar algunas cosas. —Lo primero que tomó fue la bola de cristal, que envolvió sin demora en el paño de terciopelo antes de meterla en una bolsa. Luego tomó varios frascos, que arrojó en la bolsa sin preocuparse por si podían romperse—. ¡Vamos! —apremió—. Iré detrás de ustedes.

      Clay comenzó a subir por las escaleras, y Gabriel lo siguió de cerca. Al llegar al segundo piso, empezaron a buscar desesperados una manera de escapar. El techo de la torre se había derrumbado, y sobre ellos relucía un manto de estrellas. La escasa luz de los astros les permitió ver una cama que había junto a una pared, otra estantería llena de libros, una mesa de noche y ninguna salida. Hasta las ventanas estaban demasiado altas para escapar por ellas.

      Gabriel se quedó contemplando el cielo nocturno con la boca abierta.

      —¿Qué? —preguntó Clay, que también alzó la vista y no vio nada fuera de lo común. Volvió a preguntar—: ¿Qué pasa? ¿El cielo? ¿Las estrellas?

      —No son estrellas —murmuró Gabe.

      —¿Cómo? ¿Qué...?

      “No son estrellas”, repitió en su mente. “Son arañas”. Miles de ellas que resplandecían con luz tenue, una constelación muy dispersa que se recortaba contra el firmamento y que se sostenía sobre una tela invisible. Tanto Gabe, como él se quedaron quietos al instante, clavados en el suelo, invadidos por un miedo primario y paralizante.

      “Quién nos ha visto y quién nos ve”, pensó Clay con sarcasmo. “Nosotros, que hemos llegado a enfrentarnos a un dragón e incluso le preguntamos sin prisas cómo prefería la paliza que íbamos a darle. ¡Y ahora nos asustan unas arañas que brillan en la oscuridad!”.

      Varias de las criaturas empezaron a resbalar por la tela para acercarse y mirarlos más de cerca. Clay hizo todo lo que pudo por ignorarlas y gritó hacia las escaleras que tenía detrás.

      —¿¡Moog!?

      —¡Voy!

      Echó un vistazo al piso inferior y vio que el mago metía varios objetos de última hora en su bolsa, que obviamente era mágica: un bastón, una varita, una vara, una daga con gemas engarzadas, una estatua de ónice con forma de gato, media docena de sombreros, unos pocos libros, una pipa, dos botellas de brandy, un par de pantuflas andrajosas...

      Se oyó un fuerte crujido, como el tronco de un árbol al romperse, y la puerta se dobló hacia adentro sin llegar a romperse.

      Al mismo tiempo, cientos de arañas empezaron a descender de la tela para ver a qué venía tanto escándalo. Fue una visión muy inquietante, ya que parte de la mente de Clay aún pensaba que las arañas eran estrellas y se estremeció al creer que el cielo caía sobre su cabeza. Reprimió las ganas de vomitar por un sinfín de razones y luego gritó con todas sus fuerzas:

      —¡Moog!

      —¡Ya voy! —respondió el mago, también a los gritos.

      Había empezado a abrir las jaulas de su zoológico de la podredumbre. El elefante que tenía el tamaño de un perro corrió a toda prisa hacia la puerta, y Moog hizo un gesto con la mano y pronunció una palabra para prender fuego bajo el crisol de vidrio más grande que tenía. Luego colocó dentro un frasco con un líquido rojo y comenzó a subir los escalones de dos en dos. Alzó la vista al llegar al segundo piso y vio el rictus de terror en el rostro de Gabriel.

      —¡Oh, han encontrado a mis mascotas!

      —¿Mascotas? —dijo Gabe con tono escéptico—. Moog, son arañas.

      El mago hizo un ademán para quitarle importancia.

      —¡Son inofensivas! Bueno, la mayoría de ellas. Una me mordió una vez y me volví invisible durante una semana. Asombroso en verdad, pero terriblemente complicado ir de compras. Como sea, son útiles porque se comen a los murciélagos —dijo y

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