Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames

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Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana) - Nicholas Eames La banda

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en el maldito Corazón de la Tierra Salvaje? Pasarán años antes de que alguien encuentre tus huesos y me la devuelva. —Cruzó sus brazos peludos—. No. Creo que será mejor que se quede donde está.

      Gabriel se acercó al agente mientras un ligero atisbo de rabia se dibujaba en su rostro:

      —Mira, tú...

      No terminó de decir esto cuando dos pares de hombros anchos se abalanzaron desde las sombras de los rincones cercanos. Cada uno de los gólems le sacaba dos cabezas a Clay, aunque eran mucho más pequeños que los que habían visto en el desfile de los Jinetes de la Tormenta. Ambos eran del negro mate del basalto envejecido y tenían unas runas verdes esculpidas en las cuencas de los ojos que titilaban resplandecientes, como si obedeciesen una orden que alguien les hubiera dictado en silencio. El cristal de las vitrinas traqueteó mientras se movían para interceptar a Gabriel. Estaban a dos zancadas de él, cuando Kallorek levantó una mano.

      —Quietos —dijo, y Clay se dio cuenta de que sostenía el medallón con el que había estado jugueteando hacía un rato, donde relucía una runa idéntica a la que los gólems tenían grabadas en las cuencas. Los autómatas obedecieron de inmediato y se quedaron inertes—. ¿Qué te parece si lo hacemos así, Gabe? Vellichor es tuya si eres capaz de recuperarla.

      Gabriel tardó un momento en apartar la vista del gólem que tenía más cerca.

      —¿Lo dices en serio?

      —Muy en serio —respondió, mientras se apartaba con un ademán ostentoso. Volvió a sonreír, pero no había alegría en su gesto. Clay recordó que Kallorek había sido un criminal cualquiera en su juventud. Su naturaleza tosca le había servido bien para trabajar como agente que en ocasiones necesitaba extorsionar por un pago a quienes incumplían con los contratos. Esa inclemencia era una característica que en el pasado les había resultado útil, pero que ahora empezaba a ser muy desagradable—. Adelante —insistió—. Toda tuya.

      Gabriel avanzó con cautela, pero se tropezó con la esquina de un sarcófago bañado en oro y estuvo a punto de caer al suelo.

      —Cuidado —rio el agente con disimulo—. Allí dentro está Kit el Inmortal. Está muerto como una piedra, pero camina y habla como si nada. De hecho, habla demasiado y me dio una buena razón para encerrarlo ahí.

      Gabriel subió los escalones de la tarima de uno en uno. Al llegar a lo alto, se volvió para mirar atrás. Clay se limitó a asentir porque no se le ocurrieron palabras inspiradoras. Tenía muy claro que Gabe no iba a poder arrancar la espada de las manos de la estatua, y era obvio que Kallorek pensaba lo mismo.

      Pero Gabriel era una persona que siempre encontraba la manera de sorprender a los demás. Que Clay estuviese allí con él en lugar de con su mujer y su hija era prueba fehaciente de ello.

      Gabe empezó jalando con fuerza de la hoja. Al ver que no se había movido ni un centímetro, estiró los hombros y carraspeó. Colocó una mano en uno de los codos de la estatua, aferró la empuñadura justo por debajo de la guarda y tiró de ella hacia atrás. Pasaron unos segundos que se les hicieron eternos. Se detuvo, flexionó los dedos y volvió a intentarlo. Kallorek y sus gólems lo miraban en silencio. Sin duda el agente se estaba divirtiendo, pero a los gólems no parecía importarles una mierda lo que ocurría a su alrededor. Clay se dio cuenta de que había aguantado la respiración. Rezó en silencio para que Vellichor se soltara de repente y se oyera el sonido metálico de la espada al caer al suelo.

      Pero en lugar de eso lo que oyó fue un tenue gimoteo, tan sutil que parecía venir desde muy lejos. Luego se empezó a oír cada vez más alto, hasta convertirse en un chillido largo y persistente emitido por Gabriel al jalar con todas sus fuerzas de la espada. Terminó por rendirse y se quedó junto a la estatua jadeando y mirándose las manos como si acabaran de traicionarlo.

      —Bueno, Mano Lenta. —Kallorek había vuelto a adoptar ese tono conciliador y amable—. Veo que todavía tienes Corazón Oscuro. Cuando regreses a tu casa en el norte, seguro que volverás a colgarlo de una pared, qué desperdicio. ¿Qué te parece si te lo compro?

      —No está a la venta —replicó Clay, a quien no le gustaba para nada el giro que acababa de tomar la conversación.

      —Oh, vamos. Diría que una reliquia como esa vale unas... ¿Qué te parecen quinientas coronas? Seguro que un hombre como tú aprovecha mejor el dinero que un escudo viejo y deteriorado, ¿verdad?

      “¡Quinientas coronas!”. Clay intentó mantener el rostro impertérrito. Kallorek nunca había sido una persona dada a regateos si podía zanjar el negocio de un plumazo. Quinientas monedas de oro serían la puerta a una nueva vida. Podría enviar a su hija a una buena universidad en Oddsford, dejar de trabajar en la guardia de la ciudad y también abrir esa posada de la que Ginny y él tanto habían hablado. Siempre se había imaginado que colocaría a Corazón Oscuro en un lugar de honor sobre la chimenea de esa supuesta posada, pero ya se le ocurriría otra cosa que poner en aquel lugar. Puede que un cuadro. O la cabeza de un venado. ¿A quién no le gusta contemplar la mirada perdida de la cabeza cercenada de un animal mientras disfruta de una buena cena?

      Kallorek se dio cuenta del titubeo de Clay y continuó, con tono dulce y embaucador:

      —Te has metido en una misión imposible, Mano Lenta. Tendrás suerte si ese escudo es lo único que pierdes. —Cabeceó hacia Gabriel, quien se había subido a la estatua e intentaba desesperado arrancarle los dedos de piedra—. ¿De verdad quieres arriesgarte a cruzar la Tierra Salvaje? Si no te matan los monstruos, lo harán los hombres ferales. O la podredumbre... —Negó con la cabeza—. ¿Y en serio crees que el resto de la banda lo dejará todo para unirse a ustedes? Moog tiene un buen negocio que lo mantiene ocupado. Matrick se ha convertido en rey, así que ni pienses que va a dejar de serlo por ustedes. Y Ganelon... bueno, creo que él siente un odio poderoso por la mayoría de ustedes… y tiene sus razones.

      —¡Ay!

      Gabe acababa de cortarse con el filo de Vellichor. Se llevó la mano llena de sangre al pecho y le dio unas buenas patadas a la hoja con la esperanza de que se soltara de una vez.

      “El pobre Vespian debe estar revolviéndose en su tumba”, pensó Clay. No pudo evitar sonreír al pensar que quizá las palabras que le había dicho a Gabe en su lecho de muerte habían sido: “Dale unas buenas patadas cuando la necesites...”.

      —La estatua tiene un encantamiento —le dijo Kallorek a Clay riendo—. Nunca la soltará a menos que se rompa el hechizo. No podía arriesgarme a que me la robara el primero que entrase aquí, ¿no?

      Clay suspiró. Tenía que decírselo a Gabriel, aunque a su amigo no iba a gustarle nada. Kallorek había tomado el suspiro y el silencio posterior de Clay por una señal de resignación.

      —Sabía que entrarías en razón, Mano Lenta. Siempre fuiste el más listo del grupo. Francamente, me sorprende que Gabe haya podido arrastrarte hasta aquí, pero parece que al final te ha salido bien la jugada, ¿eh? Vamos, déjame ese escudo e iré a buscarte el dinero.

      Clay le dedicó una sonrisa educada.

      —Ni en broma, Kal.

      —Vaya. ¿Ni en broma? —La enorme sonrisa del agente había desaparecido. Se colocó frente a Clay al ver que él había empezado a avanzar hacia la tarima—. Rosa está muerta. Lo sé. Valery lo sabe. Ustedes dos son los únicos bufones que parecen no haberse enterado aún. Ha muerto, igual que morirá Gabe si es tan imbécil como para ir tras ella. —Kallorek estaba tan cerca que Clay sintió el olor nauseabundo de su aliento—. Mi oferta

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