Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames

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Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana) - Nicholas Eames La banda

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que se entreveían debajo de las mangas de su camisa. Gabriel le había dicho que Valery había tenido problemas con el Scratsh, una droga que se fabricaba con el veneno de los gusanos aturdidores y que se introducía en el cuerpo realizando unos pequeños cortes en la piel de la cara interior de los brazos. Por lo visto aún no la había dejado, porque algunos de los cortes estaban rojos como si fueran recientes.

      Al verla ahora, Clay casi no podía creer que fuese la misma mujer de la que Gabe se había enamorado hacía tantos años, la mujer que muchos decían que había sido la responsable de la ruptura de una de las mejores bandas de mercenarios de la historia de Grandual. No lo era, claro. Ese honor correspondía a otra mujer. Pero aunque Valery no hubiese sido responsable del hundimiento del barco, se había encargado de hacer unos buenos agujeros en el casco.

      Gabe y Val se habían conocido en la Feria de la Guerra, un festival trienal que se llevaba a cabo en las ruinas de Kaladar, uno de los lugares más importantes del Dominio. Durante tres días desenfrenados de finales de otoño, todas las bandas, bardos y agentes de cada uno de los cinco reinos se reunían para luchar, tener sexo y beber hasta la extenuación. Pero Valery había ido a la feria a modo de protesta. En aquella época formaba parte de una facción llamada las Adelantadas, que tenía la opinión idealista —e impopular— de que los humanos y los monstruos podían coexistir en paz. Para demostrar sus puntos de vista, decidieron intentar prender fuego al enorme vehículo de Saga, hogar sobre ruedas que la banda usaba como base de operaciones.

      Lograron echar del lugar al grupo de protesta antes de que pudieran hacer daño a la banda, pero Valery fue secuestrada por Gabriel, quien insistió en que ella estuviera en la fiesta que iban a celebrar en el interior del vehículo. Clay recordó el ridículo aspecto que tenía una mujer así sentada entre tantos mercenarios curtidos y pendencieros: era alta, muy flaca, con la piel de marfil y un cabello que más bien parecía oro con textura de seda. Llevaba un vestido de tubo y una corona de flores sobre la frente. Clay había comentado que parecía una princesa acompañada por orcos, aunque estaba seguro de que nadie lo había llegado a oír.

      Sea como fuere, Gabriel y ella se atacaban el uno al otro desde el principio. Clay había oído decir que había parejas que eran como el fuego y el hielo, pero aunque Gabe y Val tenían ideologías bien diferenciadas, se podría decir más bien que eran espadas idénticas que no dejaban de chocar. Ya fuera entre llamaradas o en una tormenta de hielo. Lo que había comenzado como unas preguntas en broma hechas por Gabriel para divertir a sus compañeros terminó por convertirse en una conversación muy intensa, luego en una discusión acalorada y finalmente en un violento enfrentamiento de gritos durante el que Valery intentó por segunda vez quemar la carreta de guerra de Saga al lanzar un farol contra la cabeza del líder.

      Al día siguiente ya estaban perdidamente enamorados.

      Val dejó a las Adelantadas, una decisión que resultó ser muy oportuna, ya que la semana siguiente aceptaron la invitación a un banquete de centauros salvajes sin llegar a darse cuenta de que el plato principal del banquete eran ellas. Valery acompañó a Saga en su siguiente gira, a pesar de que solía discutir con Kallorek a la hora de elegir el siguiente trabajo de la banda. Gabriel empezó a consultar con Valery cada vez más a menudo temas que concernían a todos, algo que a Clay y a Moog no les importaba demasiado, pero que no sentó muy bien a Matrick ni a Ganelon, quien soportaba el rechazo que sentía ella por su naturaleza violenta como una montaña soporta las cabras que corretean por sus laderas. Así transcurrieron los días hasta que Val puso la primera de sus flores en el pelo de Gabe...

      Gabe le dio un fuerte codazo a Clay en las costillas para recordarle que acababan de hacerle una pregunta.

      —Sí. No. ¿Qué? —respondió con intención de cubrir todos los flancos.

      —¿Qué edad tiene tu pequeña? —repitió Kal—. ¿Se llamaba Talyn?

      —Tally. Cumplió nueve años el verano pasado.

      —¿Tally? ¿Es diminutivo de algún otro nombre?

      —De Talia —respondió Clay.

      —Mmm. —Kallorek puso menos interés en la respuesta de Clay que en untar salsa de ternera sobre una rebanada de pan llena de mantequilla—. ¿Y la tuya, Gabe?

      Gabe estaba frente al agente, sentado con la espalda bien apoyada hacia atrás y las manos en el regazo. Casi no había tocado la comida.

      —¿Mi qué? —preguntó.

      —Tu hija —respondió con la boca llena—. Ella y esa pandilla de marginados que llama banda pasaron por aquí hace... ¿unos siete u ocho meses? Dijo que los habían contratado para algo apoteósico, pero que no necesitaba agente y que andaba buscando ayuda financiera. Me pidió que le dejara algo de equipo.

      —¿Rosa estuvo aquí? —preguntó Gabe.

      Kallorek se lamió la salsa de los dedos.

      —Le dije que lo iba a pensar, pero no tengo una organización benéfica, lo sabes. Soy un coleccionista. Un conservador de objetos poco comunes y cosas bonitas. —En ese momento tomó la mano de Valery, quizá inconscientemente o quizá no. Ella parpadeó como si una mariposa le hubiese pasado aleteando junto a la nariz, pero no dijo nada—. Como sea, esa canalla me robó algunas reliquias de valor incalculable y se marchó en mitad de la noche. No sé nada de ella desde entonces.

      Gabriel miró alrededor con gesto suplicante, pero Clay se encontraba a mitad de un largo y persistente sorbo de vino que tenía pensado alargar el tiempo necesario para que su amigo comenzara a explicar lo que le había ocurrido a Rosa y la aventura en la que ellos dos se habían embarcado.

      Mientras Gabe así lo hacía, Clay vio por encima de su copa cómo las cejas pobladas de Kallorek ascendían por su frente grasienta. Valery escuchó en silencio con expresión imperturbable y frotándose de vez en cuando los cortes de los brazos. Abrió más los ojos cuando oyó que se mencionaba Castia y por un instante se vislumbró en ellos un atisbo de pena —una pena débil como el gemido de un prisionero que resuena en las escaleras de una mazmorra—, antes de que su mirada se desviara a la nada. Después de que Gabriel terminó de contar todo, Kallorek suspiró y se atusó la barba trenzada.

      Valery les dedicó una plácida sonrisa y murmuró sin dirigirse a nadie en particular:

      —Muy bien.

      El pobre Gabe lucía como si lo hubieran apuñalado. Clay tenía la esperanza de que ese recelo terminara por convertirse en rabia, pero su amigo se limitó a negar con la cabeza y volvió a centrar la atención en el plato lleno que tenía frente a sí.

      Kallorek llamó a un sirviente para que acompañase a Valery a su habitación. Los tres empezaron a comer el postre (pastel de chocolate con crema batida y almendras por encima) y a beber una cerveza roja y dulce en un silencio algo incómodo. Al terminar, Kal les ofreció enseñarles su morada, que había sido construida con la intención de convertirla en un gran templo dedicado al Vástago del Otoño.

      —Invirtieron mucho dinero —les dijo—, pero ya tenían la mitad construida cuando alguien tuvo la brillante idea de que había que levantar otro templo así en la zanja. —La zanja era el nombre que los que vivían en las colinas de Conthas le daban al lecho del valle—. Y no tiene sentido subir por una colina para hablar con un dios cuando este te puede oír igual de bien desde abajo, ¿verdad?

      —Yo me pregunto para qué hace falta un templo si se puede conseguir lo mismo gritando a los cielos —aventuró Clay.

      Kallorek lo miró como si acabara de sugerir que se puede apagar un

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